LAURA se echó a reír, y acompañó a su hermano a Valencia. La madre de César quería que el chico estudiase allí mismo para abogado, pero César decidió hacer la carrera en Madrid.
—Una capital de provincia es una cosa insoportable —dijo.
César fue a Madrid y alquiló un gabinete con alcoba, barato e independiente.
Comía en una casa y vivía en otra. Así se encontraba más libre.
César creyó que no valía la pena de estudiar Leyes en serio, y además supuso que un estudio acerca de tantas concepciones rutinarias, que pueden ser falsas, como la concepción del alma, del derecho, de la responsabilidad, etc., le llevaría a una idea de leguleyo vulgar y amanerada de la vida. Para contrarrestar esta tendencia se dedicó a estudiar zoología en la Universidad, y al año siguiente cursó fisiología en San Carlos.
Al mismo tiempo no descuidaba la Bolsa; su gran orgullo era enterarse con detalles de las especulaciones que se hacían y hablar en los corros.
Como estudiante era mediano. Aprendió el procedimiento de salir bien en los exámenes con el mínimum de esfuerzo, y lo puso en práctica. Vio que con saber de cada punto del programa un par de cosas solamente, le bastaba para contestar y salir bien. Así que desde el principio del curso marcaba en el texto dos o tres líneas en cada página, que le parecían encerrar lo fundamental, y aprendiéndolas consideraba sus conocimientos suficientes.
Tenía César un desprecio profundo por la Universidad y por sus condiscípulos; todas las algaradas y manifestaciones estudiantiles le parecían de una insulsez y de una majadería repulsivas.
Alzugaray estudiaba también Leyes, y le habían conseguido un empleo en un Ministerio. Alzugaray se emborrachaba con la música. Su gran entusiasmo era tocar el violonchelo. César iba a visitarle a la oficina y a su casa.
Los empleados del Ministerio le parecían a César formar parte de una humanidad inferior.
En casa de Alzugaray, César se encontraba bien. La madre de Ignacio, una señora de pelo blanco, hacía media a todas horas, y después de cenar rezaba el rosario con la criada; la hermana de Alzugaray, Celedonia, una chica alta y desgarbada, estaba enferma con frecuencia.
Toda la familia consideraba mucho a César; sus consejos se seguían en la casa, y una de las operaciones bursátiles que él indicó con varios títulos del Exterior que guardaba la madre de Ignacio en tiempo de la guerra de Cuba, dio a todos los de la casa una idea extraordinaria de los talentos financieros del joven Moncada.
César se orientaba en sus distintas actividades; unos estudios complementaban los otros. Esta diversidad de puntos de vista le impedía tomar esa posición falsa y unilateral que van adquiriendo los que se preocupan exclusivamente de un grupo de conocimientos.
La actitud unilateral es utilísima para el especialista, para el hombre que piensa permanecer satisfecho en el lugar en que le coloca la casualidad, pero es inútil para el que pretenda entrar a sangre y a fuego en la vida. Como ocurre casi siempre, la proyección de ideas de distintas procedencias y de diversos órdenes en un mismo plano, llevó a César a un escepticismo absoluto, escepticismo acerca de las cosas y, sobre todo, escepticismo acerca del instrumento de conocer.
Su negación no se refería, ni mucho menos, a las mujeres, al amor o a los amigos, cosas en que generalmente se ceba ese escepticismo pedantesco y aparatoso de los literatos a lo Larra; su nihilismo era más bien la confusión y el desconcierto del que explora mejor o peor una comarca y no encuentra en ella ni orientaciones ni caminos y vuelve creyendo que hasta la brújula no tiene exactitud en lo que indica.
—No existe nada absoluto —se dijo César—; ni la ciencia, ni la matemática, ni aun la verdad, pueden ser una cosa absoluta.
El llegar a aquel resultado sorprendió bastante a César. Viendo que no acertaba a encontrar un sistema filosófico que fuera para él como una guía y que se pudiera razonar como un teorema, buscó dentro de lo puramente subjetivo algo que le contentara y le sirviera de norma.