EN LOS ESCOLAPIOS

CÉSAR estudió en Madrid en un colegio de Escolapios de la calle de Hortaleza, en donde estuvo de interno todo el período del bachillerato.

Su madre había ido a vivir a Valencia después de casar a Laura, y César pasaba con ella las vacaciones en una finca de un pueblo próximo.

Varias veces al año, César recibía cartas y retratos de su hermana, y un verano Laura se presentó en Valencia. Conservaba por César gran cariño; él la quería también, aunque no lo manifestaba, porque su manera de ser era poco dada a expansiones afectuosas.

En el colegio, César se mostró como un joven un tanto extraño y absurdo. Como era delgado y de aspecto enfermizo, los profesores le trataban con cierta consideración.

Un día un profesor notó que César, al moverse, crujía como si llevara la ropa almidonada.

—¿Qué lleva usted ahí? —le preguntó.

—Nada.

—¡Cómo que nada! Desabróchese usted la chaqueta.

César se puso muy pálido y no se desabrochó; pero el maestro, agarrándole por una solapa, le desabrochó la chaqueta y el chaleco, y vio que el estudiante estaba forrado de papeles.

—¿Qué papeles son estos? ¿Con qué objeto los guarda usted?

—Lo hace —contestó uno de los condiscípulos, riendo— porque tiene miedo de enfriarse y de quedar tísico.

Todos comentaron la extravagancia del muchacho, quien, para demostrar que no era cobarde, días después, en una noche fría de invierno, quería salir al balcón con el pecho desnudo.

César tenía entre sus condiscípulos un amigo íntimo, Ignacio Alzugaray, a quien refería y explicaba sus preocupaciones y dudas. Alzugaray no estaba interno, sino a media pensión.

Ignacio llevaba al colegio periódicos anticlericales, que César leía con entusiasmo. La estancia en el colegio religioso iba produciendo en el joven Moncada un odio frenético por los curas.

César se distinguía por la rapidez de sus decisiones y por su falta de vacilación en los juicios. No sentía ninguna timidez, ni para afirmar ni para negar.

Sus convicciones eran absolutas; cuando creía en la exactitud de una cosa, no vacilaba, no volvía a razonar sobre ella; pero si su convencimiento flaqueaba, cambiaba de opinión radicalmente y seguía asegurando lo contrario de lo de antes, sin acordarse de sus ideas abandonadas.

Los demás condiscípulos no gustaban discutir con un muchacho que parecía tener el monopolio de la verdad.

—El profesor Tal es un bestia, el alumno Cual tiene talento, el otro es un majadero. Ese chico es muy valiente, el otro no.

Así, a rajatabla, sentaba sus afirmaciones el joven Moncada, como si tuviera el secreto de todas las cosas encerrado entre sus dedos.

Alzugaray compartía raras veces las opiniones de su amigo; pero a pesar de su divergencia se entendían los dos muy bien.

Alzugaray era de familia modesta: su madre, viuda de un empleado, vivía de su pensión y del producto de unas tierras que poseían en el norte.

Ignacio Alzugaray tenía mucho cariño por su madre y por su hermana, y siempre estaba hablando de ellas. César únicamente oía sin aburrirse las narraciones minuciosas que Ignacio hacía de lo ocurrido en su casa.

Alzugaray era de familia muy católica y muy carlista; pero él comenzaba a protestar de estas ideas y a manifestarse, como César, liberal, republicano y hasta anarquista. Ignacio Alzugaray era sobrino de Carlos Yarza, el escritor español que vivía en París y que había tomado parte en la Commune y en la sublevación de Cartagena.

César, al oír varias veces contar a Alzugaray las hazañas de su tío Carlos Yarza, dijo a su condiscípulo:

—Cuando salga de este colegio, lo primero que voy a hacer es ir a París a hablar con tu tío.

—¿Para qué?

—Le tengo que hablar.

Efectivamente, al concluir el bachillerato, César salió del colegio, tomó un billete de tercera, se fue a París, y desde allá escribió a su madre contándole lo que había hecho.

Carlos Yarza, el tío de Alzugaray, le acogió muy afectuosamente. Le llevaba a comer en su compañía y le explicaba una porción de cosas. César hacía al viejo un sin fin de preguntas y le escuchaba con verdadera avidez.

Carlos Yarza se hallaba entonces empleado en una casa de banca. En esta época su fuerte eran las cuestiones bursátiles. Había puesto su inteligencia y su voluntad en el estudio de tales asuntos y vislumbrado un sistema en donde todo el mundo veía eventualidades sin ley posible.

César acompañó a Yarza a la Bolsa, y se asombró y quedó emocionado al ver aquel enorme movimiento.

Yarza aclaraba las infinitas dudas que se le ocurrían al muchacho.

En la corta temporada que estuvo en París, César, sacó la conclusión importantísima de que en la vida hay que luchar de una manera terrible para conseguir algo.

Un día, al despertarse en el cuartucho donde se recogía, se encontró con una mujer muy elegante que le echaba los brazos al cuello. Era Laura, muy contenta y alegre al sorprender al hermanillo calavera.

—Mamá está alarmada —le dijo Laura—. ¿Qué haces aquí? ¿Estás enamorado?

—¿Yo? ¡Ca!

—Pues ¿qué hacías?

—Iba a la Bolsa.