LA Generosa murió sin tener el consuelo de ver a su hijo; Jerónimo Fort, el hermano más pequeño, continuó al frente de la tienda, y la Isabel se casó con un militar, Carlos Moncada, con quien fue a vivir a Madrid.
Isabel Fort vivió durante mucho tiempo sin acordarse de su hermano el fraile, hasta que supo, con gran sorpresa, que le habían nombrado cardenal.
El Padre Vicente dejó de llamarse así y se convirtió en el cardenal Fort. La oscuridad que le rodeaba se convirtió en luz, y su figura se destacó con energía.
El cardenal Forte lo llamaban en Roma. Se supo que era de los que dirigían el cotarro vaticano y de los que impulsaban a León XIII a rectificar la política un tanto liberal de los primeros años de su pontificado.
El cardenal Fort ocupó altos cargos. Fue consultor en la Congregación de obispos y regulares, luego de la de Ritos y de la del Santo Oficio, y en algunas ocasiones fue confesor extraordinario de León XIII.
Ciertamente, tener un cardenal en la familia es cosa que viste, e Isabel, desde que lo supo y por consejo de su familia, escribió a su hermano para reanudar con él las relaciones.
El cardenal le contestó interesándose por su marido y por sus hijos. Isabel le envió el retrato de ellos y se cambiaron entre los hermanos frases cordiales de afecto.
Siguieron desde entonces escribiéndose, y en una carta el cardenal invitó a Isabel a ir a Roma. Ella vacilaba; pero su marido la convenció de que debía aceptar la invitación. Fueron todos, y el cardenal los recibió muy afectuosamente.
Juan Fort vivía entonces en un convento, en celda, como los demás frailes. Gozaba de una influencia enorme en Roma y en España. Isabel deseaba que ascendiesen a su marido, y el cardenal lo consiguió al momento.
Luego Fort habló a su hermana de la conveniencia de dedicar a César a la Iglesia. Entraría en el Colegio de Nobles, luego pasaría a la Nunciatura, y en poco tiempo sería un potentado.
Doña Isabel se lo dijo a su marido; pero a este no le gustaba la idea; se habló entre ellos, se discutió, y el chico, entonces de doce años, vino a resolver la cuestión diciendo que antes se mataba que ser cura o fraile, porque era republicano.
El cardenal no se entusiasmó con aquel chiquillo rebelde, que osaba decir lo que él en su infancia no se había atrevido ni a insinuar siquiera; pero si no le agradó César, en cambio quedó prendado de la belleza y de la gracia de Laura.
Volvió la familia Moncada a España, después de pasar unos meses en Roma. Dos años más tarde, el marido de doña Isabel murió, y ella, recordando los ofrecimientos de su hermano el cardenal, dejó a César en un colegio de escolapios de Madrid y se fue con Laura a Roma.
El cardenal, durante aquel tiempo, había cambiado de posición y de domicilio: vivía en el palacio Altemps, de la calle de Sant’Apollinare, y llevaba una vida más regalada.
Se le reprochaba en Roma su aislamiento y, al mismo tiempo, su tendencia al fausto. Se decía que si hacía el silencio alrededor de su persona, no era por modestia, sino porque este es el procedimiento mejor para llegar a ser candidato a la tiara.
Se añadía que era muy aficionado a presentarse con toga roja y en coches elegantes, y este gusto fastuoso se explicaba entre los italianos, diciendo: Claro, es español.
Públicamente, se decía que era un gran teólogo; pero, privadamente, se le consideraba como un hombre fuerte, aunque de inteligencia mediana.
«Fort es siempre fuerte», decían de él, haciendo un juego de palabras. «Es una de las eminencias españolas que dominan al Papa», aseguró, refiriéndose a él, un gran periódico inglés.
El cardenal, al recibir a su hermana y a su sobrina, puso en juego toda su influencia en el partido negro para que fuesen aceptadas en la sociedad aristocrática de Roma. Sin gran dificultad lo consiguió. Laura y su madre eran naturalmente distinguidas y discretas, y lograron hacer relaciones pronto.
El cardenal se sentía orgulloso de su familia, y el acompañar a las dos mujeres le daba ocasión para visitar a mucha gente.
La murmuración romana calumnió a Fort, suponiendo que tenía amores con su sobrina. Juan Fort manifestaba por Laura un afecto que a los que le conocían parecía inaudito.
El cardenal era hombre de un orgullo frondoso, pero que sabía dominarse. Sentía gran cariño por Laura; pero si en este cariño había algo más que afección paternal y tranquila, si había algo de pasión, sólo él lo supo; el fuego quedó muy en el fondo de su alma tenebrosa.
Laura hizo, socialmente, una buena boda. Casó con el marqués de Vaccarone, un napolitano charlatán, insubstancial y ligero. Al poco tiempo, viendo que no se entendía con él, concertó una separación amistosa y los dos vivían independientes.