LA familia valenciana de los Guillén fue verdaderamente una familia fecunda en hombres de energía y de astucia. Es cierto que, a excepción del Padre Francisco Guillén y de su sobrino Juan Fort, ninguno llegó a ser conocido; pero, a pesar de vivir los miembros de esta familia en la oscuridad y en humilde esfera, realizaron actos de un valor, de un atrevimiento y de un desparpajo inauditos.
Juan Guillén, el primero de los Guillén, de quien se conserva memoria, fue un merodeador de Villanueva.
No se saben los motivos de venganza que tenía Juan Guillén contra la familia de los Peyró. Los viejos de la época, dos o tres que aun viven, suelen decir que estos Peyró se dedicaban a la usura; y alguno habla de cierta hermana de Juan Guillén, deshonrada por uno de los Peyró, a quien hicieron desaparecer del pueblo.
Fuera el motivo el que fuere, ocurrió que un día aparecieron Peyró, padre, y su hijo mayor, acribillados a tiros en un huerto de naranjos.
Juan Guillén fue preso; afirmó su inocencia con gran tesón en el tribunal; pero después de ser condenado a diez años de presidio, dijo que le faltaban otros dos Peyró que matar, y que los dejaba para cuando saliera de la cárcel.
Efectivamente; Guillén quedó libre a los seis años, y volvió a Villanueva. Los dos Peyró amenazados hicieron lo posible por huir del vengativo Guillén; pero no les valió.
Juan Guillén mató a uno de los Peyró mientras regaba sus tiestos en la galería de su casa. El otro se refugió en una masía lejana, arrendada a campesinos de su confianza. El hombre, asustadísimo, tenía siempre gran cuidado con todas las personas que llegaban, y no se olvidaba de cerrar puertas y ventanas por la noche.
Una mañana apareció en la cama con la cabeza deshecha por un trabucazo. Sin duda, durmiendo le sorprendió la muerte. Se dijo que Guillén había entrado por la chimenea, y, acercándose adonde dormía Peyró, le disparó el trabuco a boca de jarro. Luego se fue por la puerta tranquilamente, sin que nadie se atreviera a detenerle.
Estas dos últimas muertes no causaron a Guillén contratiempo alguno con la justicia. Todos los testigos declararon en el juicio a su favor. Al terminar la causa, Guillén se dispuso a quedarse a vivir tranquilamente en Villanueva.
Había un roder en el pueblo, que cobraba pequeñas sumas en las masías por limpiar de raterillos el campo y acompañar a las personas ricas cuando viajaban; Guillén le invitó a dejar su cargo, y el otro no opuso la menor resistencia.
Juan Guillén se casó con una muchacha labradora, compró un huerto y una cueva, tuvo varios hijos y fue uno de los roders más respetables de la comarca. Era el terror del campo, sobre todo de la gente maleante; para él no había ni consideraciones ni peligros; la autoridad era siempre el derecho, su única limitación el trabuco.
Vivir en continuo estado de guerra le parecía un hecho natural. Medio en serio, medio en broma, se cuenta de los huertanos de Valencia que el padre suele decir a la mujer o a la hija, cuando va a entenderse con alguien:
—Chica, trae la pistola, que tengo que hablar con un hombre.
A Guillen le parecía indispensable llevar el trabuco para tratar un asunto con cualquiera.
La energía de Juan no disminuyó con la vejez; siguió siendo tan bárbaro y tan brutal como de joven. Su barbarie no le impedía ser fino y atento, porque se hallaba convencido de que su vida era una vida casi ejemplar.