EN ITALIA

A media tarde llegaron a Vintimille y cambiaron de tren.

—¿Estamos ya en Italia? —dijo César.

—Sí.

—Esto parece más descuidado que Francia.

—Sí; pero más gracioso.

El tren iba deteniéndose en casi todos los pueblecillos del trayecto. En un vagón de tercera tocaban el acordeón. Era domingo. En los pueblos se veía gente con traje de día de fiesta, reunida en la plaza y delante de los cafés y merenderos; por los caminos pasaban deprisa cochecitos de dos ruedas.

Comenzaba a oscurecer; en las aldeas asentadas a orillas del mar algunos pescadores remendaban las redes, otros sacaban las barcas a encallarlas en la arena, y los chiquillos jugaban descalzos y medio desnudos.

El paisaje parecía una decoración de teatro, un escenario de intriga romántica. Se iban acercando a Génova, y bordeando playas. Obscurecía; el mar llegaba hasta los mismos rieles; en la noche estrellada, tranquila, resonaba únicamente la música monótona de las olas.

Laura tarareaba canciones napolitanas. César miraba indiferente el paisaje.

Al llegar a Génova cenaron y cambiaron de tren.

—Yo me voy a tender un rato —dijo Laura.

—Y yo. Laura se quitó el sombrero, la capa blanca y una chaquetilla.

—Buenas noches, bambino —dijo.

—Buenas noches. ¿Apago la luz?

—Como quieras.

César apagó la luz y se tendió a lo largo. No podía dormir en el tren y se enfrascó en una serie de planes y de pensamientos fantásticos. Al llegar a alguna estación, después del estrépito de la marcha y en el silencio de la noche, César oía la respiración suave de Laura.

Un poco antes del alba, César, cansado de no dormir, se levantó y se puso a pasear por el corredor del vagón. Llovía; en el horizonte, bajo el cielo, negro y sin estrellas, aparecía una vaga claridad. César sacó el libro de Proudhon y se dedicó a la lectura.

Cuando comenzó a amanecer se encontraban ya cerca de Roma. El tren avanzaba por un campo llano y sin árboles, de aspecto pantanoso, cubierto de hierba verde; de cuando en cuando, se veía una casucha pobre, un montón de heno, en la extensión despoblada y monótona.

El cielo gris iba disolviéndose en lluvia, que, al impulso de las ráfagas de viento, trazaba líneas oblicuas en el aire.

Laura se había despertado y estaba en el tocador. Poco después salió, fresca y de buen aspecto, sin la menor señal de cansancio.

Se comenzaron a ver las murallas amarillentas de Roma y algunos edificios grandes, negruzcos por la humedad. Pasado un momento se detuvo el tren.

—No vale la pena de tomar un coche —dijo Laura—. El hotel está aquí, a un paso. Dieron a un mozo el encargo de recoger los equipajes. Laura tomó el brazo de su hermano, salieron a la plaza de Esedra y entraron en el hotel.