¡MARSELLA!

EL rápido París-Vintimille, de los Grandes Expresos Europeos, se había detenido un momento en Marsella.

Serían las siete de la mañana de un día de invierno. Los vagones larguísimos, con sus ventanas de cristales biselados, chorreaban agua por todas partes; la locomotora resoplaba descansando de la marcha, y los fuelles de entre vagón y vagón, como grandes acordeones, destilaban gotas negras por sus dobleces.

Los raíles brillaban, se entrecruzaban y huían hasta perderse de vista. Las ventanillas del tren estaban cerradas; en la estación reinaba el silencio; de cuando en cuando sonaba un martillazo violento en los ejes; alguna que otra cortina se levantaba, y a través del vidrio empañado aparecía una cabeza despeinada de mujer.

En el vagón-comedor el criado iba preparando las mesas para el desayuno; dos o tres señores, envueltos en su gabán, la gorra calada, sentados a las mesas cerca de las ventanas, bostezaban.

En una de las mesitas del fondo se habían instalado Laura y César.

—¿Has dormido, hermana? —preguntó él.

—Yo, sí. Admirablemente. ¿Y tú?

—Yo, no. No puedo dormir en el tren.

—Ya se te conoce.

—Por el mal aspecto, ¿eh? —y César se miró en una de las lunas del vagón—. La verdad es que tengo una palidez absurda.

—El día está también horrible —añadió ella.

Habían salido los dos hermanos de París con un tiempo helado y negro. Durante toda la noche el frío fue intensísimo. No se podía asomar fuera del vagón; la lluvia, la nieve y el viento furioso reinaban con violencia.

—Cuando lleguemos al Mediterráneo cambiará —había dicho Laura.

No fue así; estaban a orillas del mar y seguía el frío intenso y el tiempo oscuro.