AL ANOCHECER

COMENZABA a anochecer.

—Aquí, junto al río, hace fresco —dije yo—. Vámonos a casa.

Subimos por un camino en cuesta, entre perales, y llegamos al vestíbulo de la casa. Se oyó a lo lejos el ruido de las campanillas de la diligencia, brilló un farol, se vio pasar su luz y desaparecer después entre los árboles.

—¡Qué pena, pedirle a la vida más de lo que puede dar! —exclamó de pronto Laura—. El cielo, el sol, la conversación, el amor, el campo, las obras de arte… mirar todo esto como una fatiga, de la que se está deseando salir con una ocupación violenta, para tener la satisfacción de no notar que se vive.

—Es que notar que se vive es desagradable —replicó su hermano.

—¿Y por qué?

—¡Toma, por qué! Porque la vida no es un idilio, ni mucho menos. Vivimos matando, destruyendo todo lo que hay a nuestro alrededor, llegamos a ser algo deshaciéndonos de nuestros enemigos. Estamos en continua lucha.

—Yo no veo esa lucha. Antes, cuando los hombres eran salvajes, quizá… ¡Pero ahora!

—Ahora, lo mismo. La única diferencia es que la lucha material, de músculos, se ha convertido en intelectual y en social. Hoy, ¡claro es!, el hombre no tiene que cazar al toro o al jabalí en las praderas: encuentra sus cuerpos muertos en una carnicería. Tampoco el ciudadano moderno tiene que derribar a su rival para vencerlo; hoy se vence al enemigo en el bufete, en la fábrica, en la redacción, en el laboratorio… La lucha es tan enconada y tan violenta como en el fondo de las selvas, sólo que es más fría y de formas más corteses.

—No lo creo, no me convencerás.

Laura cogió un ramo de un rosal silvestre con florecillas blancas y se lo puso en el pecho.

—Bueno, César, vámonos al hotel —dijo—, que es muy tarde.

—Les acompañaré un momento —indiqué yo.

Salimos a la carretera. La noche palpitaba llenándose de estrellas. Laura tarareaba canciones napolitanas. Fuimos un momento sin hablar, contemplando a Júpiter, que brillaba espléndido.

—¿Y usted tiene la convicción del triunfo? —le pregunté de pronto a César.

—Si; tengo, sobre todo, la vocación de ser instrumento. Si llego a triunfar, seré una gran figura; si fracaso, dirán los que me conozcan: Era un canalla, era un bandido; o quizá digan era un pobre hombre, porque los hombres que sienten la ambición de ser fuerzas no tienen nunca un epitafio desapasionado.

—Y prácticamente, ¿qué haría usted si triunfara?

—Algo de lo que usted sueña. ¿Cómo lo haría? Destrozando a los caciques, acabando con el poder de los ricos, sujetando a los burgueses… Entregaría las tierras a los campesinos, mandaría delegados a las comarcas para hacer obligatoria la higiene, y mi dictadura rompería la red de la religión, de la propiedad, de la teocracia…

—¡Qué absurdos! —murmuró Laura.

—Mi hermana no cree en mí —exclamó, sonriendo, César.

—Sí, bambino —repuso ella—. Sí, creo en ti. ¿Pero por qué has de tener unas pretensiones tan tontas?

Nos fuimos acercando al balneario, y al llegar frente a él nos despedimos.

Laura se marchaba al día siguiente a Biarritz y César a Madrid.

Nos estrechamos las manos afectuosamente.

—¡Adiós!

—¡Adiós, doctor!

—¡Mucha suerte!

Ellos se dirigieron al balneario y yo me volví a casa por la carretera, envidiando la energía de aquel hombre, que se preparaba a combatir por un ideal. Y pensé melancólicamente en la vida monótona del pueblo.