EN MI JARDÍN

SUPE que los hermanos se llamaban César y Laura, que ella vivía en Italia y que estaba casada.

Unos días después, por la tarde, los dos hermanos llamaron a la puerta de mi casa. Les hice pasar, les enseñé mi jardín y les acompañé a un cenador abandonado, hecho por unos cuantos palos, a la orilla del río.

Laura paseó por un manzanal, cogió unas cuantas manzanas, y luego, con la ayuda de, su hermano y la mía, se sentó en el tronco de un árbol que avanzaba en el río, y estuvo contemplándolo.

Mientras ella hacía observaciones, su hermano César se puso a hablar. Sin que mediara otra explicación, me habló de su familia, de su vida, de sus ideas y de sus planes políticos. Se expresaba con facilidad y con firmeza; pero tenía la expresión inquieta de un hombre que teme algo.

—Yo me figuro —dijo— que sé lo que hay que hacer en España. Yo seré un instrumento. Para eso me estoy preparando. Ideas, costumbres, preocupaciones, quiero crearlas para el papel que voy a representar.

—Tú no sabes cómo es España —dijo Laura—. La vida es muy dura.

—Ya lo sé. Aquí no hay medio social, no hay nada constituido; por eso es más fácil crearse uno a sí mismo.

—Sí, pero se necesita apoyo.

—¡Oh, yo lo encontraré!

—¿En dónde?

—Esa misma gente de iglesia que hemos conocido en Roma pienso que me servirá.

—Pero tú no eres clerical.

—No.

—¿Y quieres empezar tu vida engañando?

—No puedo elegir mis medios. La política es eso: hacer algo con nada, hacer mucho con algo, basar un castillo en un grano de arena.

—Y tú, que tienes tantas preocupaciones morales, ¿quieres comenzar así?

—¿Quién te dice que esa aceptación de todos los medios no sea moral?

—No comprendo cómo pueda serlo —replicó Laura.

—Yo sí —contestó su hermano—. ¿Qué es hoy la moral individual? Casi nada. Casi no existe. La moral individual sólo puede llegar a ser colectiva por contagio, por exaltación. Y como esto no ocurre hoy, cada uno tiene su moral; pero no hemos llegado a una moral científica. Hace años los hombres ilustres aceptaron la moral del imperativo categórico, en substitución de la moral del pecado; pero el imperativo categórico es una moral estoica, una moral de sabio que no tiene valor sentimental para llegar a ser popular.

—No entiendo esas cosas —replicó ella con displicencia.

—El doctor me entiende, ¿verdad? —dijo él.

—Sí, creo que sí.

—Para mí —siguió diciendo César— la moral individual consiste en adaptar la vida a un pensamiento, a un plan preconcebido. El hombre que se propone ser un hombre de ciencia y pone todo su empeño en llegar a serlo, es un hombre moral, aunque robe y sea un canalla en otras cosas.

—Entonces —argüí yo— para usted lo moral es la fuerza, la tenacidad; lo inmoral, la debilidad y la cobardía.

—Sí, en el fondo es eso. El hombre capaz de sentirse instrumento de una idea me parece siempre moral. Bismarck, por ejemplo, era un hombre moral.

—Es un punto de vista enérgico —dije yo.

—Del cual no participa usted, por lo que veo —exclamó él.

—Hoy por hoy, no. Para mí la idea de moral va más bien vinculada a la idea de piedad que a la idea de energía; pero comprendo que la piedad es aniquiladora.

—Yo creo que César y usted —saltó diciendo Laura—, a fuerza de querer ver las cosas claras, las ven más oscuras que los demás. Yo esto lo veo sencillamente: me parece que a toda persona que obra bien se le llame moral, y, por el contrario, del quiz hace malas acciones se diga que es inmoral y se le castigue.

—Pero tú prejuzgas la cuestión —exclamó César—, la das por resuelta de antemano. Tú dices: hay el bien y el mal.

—¿Y no los hay?

—No lo sé.

—De manera que si a ti te encargaran de juzgar a los hombres, ¿no verías diferencias entre Don Juan Tenorio y San Francisco de Asís?

—Quizá el santo era el que gozaba más, el más vicioso.

—¡Qué barbaridad!

—No, porque el placer es el resultado, no la forma. A mí, lo que se llama vida de placeres me aburre.

—Y a mí, en lo poco que conozco de ella, también —dije yo.

—Yo veo en general la vida —siguió diciendo él— como una cosa oscura, turbia y sin atractivos.

—Entonces ustedes no pondrían el demonio en la vida, porque la vida les parece sin atractivos. ¿En dónde lo pondrían?

—Creo que en ningún lado —contestó César—; el demonio es una invención estúpida…