HACE ya muchos años estaba yo de médico en un pueblecillo vasco, en Cestona. Algunas veces, los veranos, al ir a mis visitas a los caseríos solía encontrarme en la carretera y en los caminos paseantes de mal aspecto, enfermos hepáticos que tomaban las aguas en un balneario próximo.
Estas gentes de color de cuero no me producían ninguna curiosidad ni simpatía. El burgués comerciante o empleado de las grandes poblaciones, sano o enfermo, me repugna. Cambiaba con aquellos tipos hepáticos un saludo displicente y me alejaba montado en mi viejo rocín.
Una tarde estaba sentado en una calvera del monte, entre grandes hayas, cuando se acercó al lugar en donde me encontraba una pareja de forasteros. No pertenecían al tipo cetrino y desagradable de los bañistas; él era un joven flaco, rasurado, grave, taciturno; ella, una mujer rubia, bellísima.
Vestía de blanco y llevaba sombrero de paja con grandes flores; tenía aire elegante y gracioso, los ojos azules, de azul muy oscuro, y el cabello rubio de fuego.
Supuse si sería un matrimonio joven; pero él parecía demasiado indiferente para marido de una mujer tan bonita. Por lo menos no eran recién casados.
Él me saludó y dijo luego a su compañera:
—¿Nos sentaremos aquí?
—Bueno.
Se sentaron los dos en el tronco medio carcomido de un árbol.
—¿Va usted de viaje? —me dijo él al fijarse en mi caballo, atado a unas matas.
—Sí. Vuelvo de la visita.
—¡Ah! ¿Es usted el médico del Pueblo?
—Sí.
—¿Y vive usted aquí, en Cestona?
—Sí, aquí vivo.
—¿Solo?
—Completamente solo.
—¿En alguna fonda?
—No; en esa casa que hay en la carretera. Mire usted mi casa, aquella es.
—¡Debe ser difícil vivir donde hay tanto cura! —exclamó él.
—¿Por qué? —preguntó ella—. Este señor puede no tener tus ideas.
—Me parece que tengo las mismas. Y creo que tiene razón: es muy difícil vivir aquí.
—No se podrá hablar con nadie. ¡Claro!
—Absolutamente con nadie. Figúrese usted que no hay un liberal en el pueblo; no hay más que carlistas e integristas.
—Y eso ¿qué importa para vivir? —preguntó ella burlonamente.
Aquella mujer era encantadora; yo la miraba un poco asombrado al verla tan espiritual y tan coqueta, y ella me dirigió algunas preguntas acerca de mi vida y de mis ideas con un tanto de ironía.
Yo intenté demostrar que no era precisamente un palurdo, y hablando de lo que se podía hacer en un pueblo como aquel, me lancé a exponer proyectos utópicos y a defenderlos con más calor del que puede tenerse razonablemente con unas personas desconocidas. La sonrisa burlona de la forastera me excitaba y me impulsaba a hablar.
—Hay que ver lo que sería un pueblecito de estos —dije señalando el caserío de Cestona— con una vida humana, y, sobre todo, sin catolicismo. Cada arrendatario podría ser dueño durante su vida de su caserío. Aquí hay tierra cultivable que da dos cosechas, hay bosques, montes y un manantial de aguas medicinales. El vecino de Cestona podría tener el producto de la tierra íntegro, el monte para la construcción y para combustible y, además, los ingresos del balneario.
—¿Y quién se encargaría de la distribución de las ganancias en esa república patriarcal? ¿El municipio? —preguntó él.
—Claro —dije yo—. El municipio podría ir distribuyendo las tierras, haciendo los caminos, suprimiendo los intermediarios inútiles; podría tener para los forasteros hoteles limpios, baratos, y sacarles un buen producto.
—De manera que usted no aceptaría la herencia, doctor.
—¿La herencia? Sí, la aceptaría para lo elaborado por uno. Creo que se debía tener derecho a legar un cuadro, un libro, un objeto labrado; pero no una tierra ni un monte.
—Sí; esa propiedad de la tierra es absurda —murmuró él—. El único inconveniente que tendría el plan de usted —añadió— sería que la gente de los rincones pobres se amontonaría en los pueblos completos y los desequilibrarían.
—Habría que restringir entonces el derecho de ciudadanía.
—Ya eso se me figura una injusticia. La tierra debe ser de todos.
—Sí, es verdad.
—¿Y de religión?
—Ninguna. Como los animales —dijo ella irónicamente.
—Como los animales y como algunos filósofos ilustres, querida hermana —replicó él—. A la vuelta de una carretera, entre el follaje, pondríamos alguna estatua de mármol adornada con flores. ¿No le parece a usted, doctor?
—Me parece muy bien.
—Sobre todo, para mí, la gran cosa sería olvidar un poco la muerte y el dolor —aseguró él—, ¡que no se oyeran tantas campanas! Yo creo que hasta se debía suprimir la máxima del amor al prójimo. Encargar al Estado o al Ayuntamiento que cuidara de los enfermos y de los tullidos, y dejar al hombre con la ilusión de vivir sano en un mundo sano.
—¡Ay! ¡Qué ideas más feas tienes! —exclamó ella.
—Sí, eso me parece un poco duro —dije yo.
Íbamos bajando hacia el pueblo por una senda hundida y pedregosa. Empezaba a anochecer; el río brillaba con plateados reflejos y los sapos interrumpían el silencio del crepúsculo con la nota sonora y flauteada de sus gargantas.
Al llegar a la carretera nos despedimos; ellos tomaron la diligencia, que en aquel momento pasaba en dirección del balneario, y yo monté en mi jamelgo.