XXXIV

FINAL

Seis años después, en la terraza del Casino de Biarritz, Quintín, indiferente, fumaba un cigarro. Tocaban la Fille de madame Angot, y esta música cancanesca y el ambiente tibio de otoño adormecían a Quintín.

Sobre la mesa, que tenía delante, estaba la liste rose de un hotel, y entre nombres de duques y marqueses, se veía: «Quintín García Roelas, diputado. Madrid». Esto hacía sonreír a Quintín como el recuerdo de una vanidad de niño.

Quintín ha variado de cara, sobre todo en expresión; ya no era un muchacho; algunas arrugas surcaban su frente, y cerca de los ojos se iniciaba la pata de gallo. En seis años el antiguo calavera había desplegado una actividad incansable. Marchó de triunfo en triunfo. A su padre le había hecho marqués en tiempo de Amadeo; había conseguido una fortuna ganada en operaciones bursátiles, y su posición política no era mayor, consistía en que se reservaba, esperando una situación alfonsina o carlista.

Y, sin embargo, a pesar de sus éxitos y de sus triunfos, sentía el corazón vacío. Contaba treinta y dos años. Podía continuar la vida brillante que había conquistado, llegar a ser ministro, entrar en la sociedad aristocrática; pero todo esto no le encantaba. En el fondo de su alma veía que marchaba hacia el spleen. Biarritz le aburría de un modo espantoso.

—Quizás, lo mejor para mí, sería hacer un gran viaje —pensó.

Con esta idea se levantó de la silla, salió del Casino y se fue a pasear a la playa. Estaba cerca de la plaza Bellevue mirando al mar, cuando oyó una voz que le hizo estremecerse.

Era Rafaela, la misma Rafaela, con dos niños de la mano y una nodriza que llevaba otro, protegido con una sombrilla. Quintín se acercó a ella.

Se saludaron los dos, emocionados.

Rafaela estaba desconocida; había tomado cuerpo y aspecto de salud; vestía de una manera elegantísima. Lo único que conservaba de su carácter antiguo, eran los ojos dulces, suaves, como de raso azul. La sonrisa era ya de madre.

Hablaron Rafaela y Quintín durante largo rato. Ella contó sus grandes dolores con las enfermedades de sus hijos. Uno se le había muerto; afortunadamente, los dos mayores se habían robustecido, gracias a la vida, al aire libre, y la pequeña, la de pecho, prometía ser muy fuerte.

—¿Y Remedios? —preguntó Quintín.

—¡Remedios! —exclamó Rafaela—; no sabe usted lo enfadada que estoy con ella.

—¿Por qué?

—Porque tiene un carácter imposible. No quiere ceder a nada.

—Sí, de niña se veía que era voluntariosa.

—Pues ahora es mucho más. A mi marido y a mi suegra, los odia desde el primer día; pues han hecho todo lo que han podido para complacerla, para mimarla… Nada.

—Es terrible —añadió sonriendo Quintín.

—Ahora queríamos traerla aquí, luego llevarla A París; pues a última hora ha dicho que no quiere. Luego, ya ve usted; tiene veintidós años, y está preciosa; podría casarse muy bien, porque allí donde va tiene pretendientes, muchachos ricos, de título; pues nada. Y le pierde que tiene demasiado corazón. Yo ya le digo: en la vida no se puede ser así; hay que ocultar las antipatías, moderar un poco los cariños… Haciendo lo que hace Remedios, se expone una persona a sufrir mucho.

—Y, casi casi, ¿no vale más engañarse que acertar, a costa de ir secando poco a poco el corazón?

—Yo creo que vale más acertar, Quintín.

—¿Qué se yo? Sigue usted tan discreta como antes, Rafaela.

—No; mucho más práctica que antes. Pero usted tampoco es de los que se pierden.

—Es verdad —dijo Quintín suspirando.

En esto se presentó un caballero elegantemente vestido con chaleco blanco y guantes grises.

—¿No se conocen ustedes? Mi marido… Quintín, nuestro pariente.

Se dieron los dos hombres la mano, y se sentaron ellos y Rafaela en una roca, mientras los niños jugaban en la arena. Quintín se asombró al ver la transformación de Juan de Dios. El mozo zafio y bravío se había metamorfoseado en un señor correcto, elegante, con ademanes parisienses. No recordaba en nada al jaque cordobés.

Habló Juan de Dios amablemente; Quintín comprendió que estaba dominado por su mujer, porque a cada paso le miraba como pidiéndole asentimiento al o que decía. Ella le animaba con un gesto, con una mirada, y él seguía. Habló de la situación a la que habían conducido a España los republicanos, de las partidas facciosas que estaban preparándose en la frontera…

Quintín no le oía pensando en Remedios, en aquella niña voluntariosa, de tanto corazón, que despreciaba a los galanes. En un alto de la charla, preguntó Quintín a Rafaela:

—¿Y dónde está ahora Remedios?

—En un cortijo nuestro, cerca de Montoro.

—La voy a escribir.

—Sí, hágalo usted —dijo Rafaela—. No sabe usted lo contenta que se pondrá. A esas cosas le da una gran importancia. Le recuerda a usted mucho. Cuando ha hablado usted en el Congreso, ha leído todos los discursos de usted.

—¿De veras? —preguntó Quintín riéndose.

—Sí; es verdad —contestó Juan de Dios.

—¿Y qué señas hay que poner a la carta?

—Pues nada, cortijo del Maíllo, Montoro.

Quintín esperó un momento, fraguando un plan, luego, cruzó unas fiases de despedida con Rafaela y su esposo, y se fue a su hotel. Iba decidido a tomar el tren y marcharse a buscar a Remedios. ¿Por qué no ensayar? Quizás ella había pensado en él desde niña; quizás le esperaba y rechazaba por eso a los pretendientes.

Sí, había que ensayar. En la fonda mandó hacer su equipaje, tomó el tren y bajó, a los pocos minutos, en San Juan de Luz.

—No hay seguridad de cruzar hasta Burgos sin tropiezo —le dijeron en la estación.

—¿Y qué se hace?

—Embárquese usted para Santander y desde allí va usted a Madrid.

Hizo esto, y al día siguiente sin detenerse, tomó el tren de Andalucía.

Bajó del tren en Montoro por la mañana, alquiló un caballo, preguntó la dirección del cortijo del Maíllo, e inmediatamente salió del pueblo.

El día de Octubre estaba brumoso. Comenzaba a lloviznar.

Hacía ya más de ocho años que Quintín había llegado a aquella tierra, de vuelta del colegio, en una mañana también brumosa y triste.

¡Qué caudal de energía y de vida perdido desde entonces! Era verdad que había vencido, que llevaba camino de ser alguien, pero ¡qué diferencia entre el triunfo pensado y el triunfo ya convertido en hecho! Valía más no recordar, no pensar nada y esperar.

Enfrente, en el horizonte brumoso, se veía una línea de colinas bajas y abombadas. Hacia allí le habían dicho a Quintín que tenía que ir, y hacia allá marchaba al paso lento de su caballo. El camino se dirigía, trazando curvas por la tierra llana, entre campos de rastrojo.

Algunas yuntas de grandes bueyes labraban la tierra parda, volaban las urracas rasando el suelo y en lo alto, bandadas de pájaros como triángulos de puntos negros pasaban chillando.

En esto, apareció en el camino un hombre montado a caballo con una pica muy larga, como una lanza, la punta para arriba y la contera apoyada en el estribo, e hizo seña a Quintín de que se apartara. Lo hizo así él, y pasaron unos cuantos toros y cabestros. Detrás iban des garrochistas montados a caballo, con las picas agarradas por el centro, balanceándolas horizontalmente.

—¡A la paz de Dios, señores! —dijo Quintín.

—Buenos días, caballero.

—¿Voy bien al cortijo del Maillo?

—Sí, señor; va usted bien.

—Muchas gracias.

Quintín siguió su camino. Antes de internarse en la parte algo montañosa, se presentó ante sus ojos un cortijo. Se acercó a la casa, metiendo su caballo en la tierra rojiza convertida en un barrizal.

—¡Eh! —gritó.

Apareció en la puerta un viejo, con unas zajonas historiadas de cuero negro, adornadas con listas blancas y sujetas a las corvas por abrazaderas.

—¿Es éste el cortijo del Maillo? —le preguntó Quintín.

—No, señor Éste es el de las Palomas, que es también del mismo amo. ¿Ve usted aquel cerro con árboles? Pues trasponiéndolo se empieza a ver el cortijo.

Dio las gracias Quintín, y puso su caballo en marcha. Caía una lluvia menuda. Por entre los árboles lejanos, casi desnudos y amarillos, corría la niebla azulada.

Desde lo alto del cerro se veía una vallada enorme, cuadriculada por campos rectangulares, unos cubiertos aún de rastrojos, otros negros de la tierra recién labrada, algunos comenzaban a verdear. En medio, como islotes negruzcos, se veían colinas cubiertas de olivares; más lejos, en grandes dehesas, pastaban los caballos.

Se detuvo Quintín un instante en el alto del cerro, vacilando, sin saber por dónde tomar, cuando oyó detrás de él un tintineo de cascabeles y luego una voz que gritaba:

—¡Arre, Liviano! ¡Arre, Remendao!

Era un mozo, montado en las ancas de un jumento, con los pies que casi tocaban la tierra, y que llevaba del ronzal un asno cargado con un serón.

—¿El cortijo del Maillo? —le preguntó Quintín.

—¿Va usted allí? Allí voy yo también.

El muchacho comenzó a hablar, y departiendo amigablemente llegaron al cortijo. Era éste grande, con una larguísima tapia que cerraba todos los departamentos e instalaciones de la casa. Dentro había una ermita con su cruz y su veleta.

—¿Quién me indicará dónde está la señorita Remedios? —preguntó Quintín.

—Llame usted al casero.

El casero no estaba y hubo que esperar. Salió por fin un hombre de unos cuarenta años, fuerte, de cara redonda; se enteró de lo que quería Quintín, y le mostró un jardincillo y en el fondo una puerta. Llamó Quintín, abrieron y se presentó una vieja en el umbral de la puerta.

—¿Está la señorita Remedios?

—¡Es usted! —exclamó la vieja—. ¡Qué contenta se va a poner la niña! Pase usted, pase usted.

—Usted es la nodriza de Rafaela, ¿verdad? —preguntó Quintín.

—Sí, señor.

Atravesaron un patio y entraron en una cocina inmensa, con el fogón en el suelo. Al lado de la lumbre había un viejecito con el pelo blanco.

—¿No le conoce usted? —dijo a Quintín la que le había abierto la puerta—. Es el señor Juan, el jardinero de la otra casa. —¡Juan! gritó luego—, ha venido el señorito Quintín.

El viejo se levantó y cogió la mano de Quintín y la tuvo largo rato entre las suyas.

—No veo bien. Me voy quedando ciego y sordo. —Y el señor Juan se echó a reír.

—Ya tendrá usted edad, ¿eh?

—Setenta y cinco. Je… je… Siéntese usted aquí a secarse un poco. Ahora vendrá la niña. Hará mucho tiempo que no la habrá usted visto, ¿verdad?

—Seis años.

—¡Pues está de bonita…! Una azucena. Y luego, ¡más cariñosa! ¡Si viera usted! Enseña a leer y a bordar a las niñas de todos los trabajadores.

—¿Y usted aquí con ella, señor Juan?

—Sí señor, con ella siempre. Todos mis hijos están trabajando en la casa. Es lo que debía usted hacer, señorito: venirse a vivir por aquí.

—Si pudiera… —suspiró Quintín.

En un momento de la conversación se abrió la puerta y entró precipitadamente Remedios.

Quintín se levantó y quedó contemplándola asombrado.

—¡Es Quintín! —dijo ella.

—Sí, soy yo.

—AI fin has venido —añadió ella, y le alargó la mano—. ¿Qué me miras? ¿He cambiado mucho?

—Mucho, muchísimo.

Estaba encantadora con su traje blanco, que dibujaba el talle esbelto y la cadera abultada. En sus labios había una sonrisa llena de gracia, y sus ojos negros brillaban.

—Tú estás igual —dijo ella.

—Sí, igual… Más viejo. He visto a Rafaela y a Juan de Dios en Biarritz. Ellos me han dicho que estabas aquí.

—¿Y has venido en seguida?

—Sí.

—Muy bien hecho. Vamos al comedor. Yo soy ahora el ama de la casa.

Pasaron al comedor. Era un cuarto grande, blanqueado, con vigas azules en el techo, y un armario grande y tosco para la vajilla. En medio había una mesa pesada de roble, con un hule blanco, y en el centro de ella un jarrón de cristal lleno de flores. Al lado de la ventana había un bastidor de bordar y una canastilla de mimbre con ovillos de color.

—Anda, siéntate —dijo ella—. Ahora pondrán la mesa. ¿Pero por qué me miras tanto?

—Es que estás transformada, chica; pero transformada en bien.

—¿De veras?

—Sí, de veras; ya no tienes aquel aspecto inquieto de antes.

Puso la mesa una muchachita y se sentaron Remedios y Quintín. Remedios contó su vida, una vida sencillísima.

—Ya sé que das lecciones a las chicas —le dijo Quintín—. ¿Eso te entretiene?

—Mucho. ¡Son unas chiquillas más listas todas!

Después de comer, la vieja criada condujo a Quintín a un cuarto grande con una alcoba. Se sentó el hombre en un sillón, preocupado. La presencia de Remedios le había producido un efecto inaudito. Se sentía atraído hacia ella como nunca se había mentido atraído por una mujer. Al mismo tiempo le embargaba un sentimiento de humildad, no porque ella fuera aristocrática y él no, ni porque ella fuese joven y bonita y él ya viejo, sino porque comprendía que era buena.

«Si esto concluyera bien —pensó—, ¡qué acierto más grande el de venir aquí! Pero si no concluye bien, mi vida está destrozada.»

Quintín se levantó y paseó durante más de una hora por el cuarto, contempló una virgen del Carmen, con el manto lleno de abalorios, colocada sobre la cómoda de nogal, miró distraídamente las litografías coloreadas de las paredes, que representaban unas escenas de la novela Matilde o las Cruzadas, y otras de Pablo y Virginia.

—«Tengo que hablar a Remedios hoy mismo», pensó.

Y decidido, con el corazón palpitante, fue a buscarla. Estaba bordando en el comedor.

Se sentó Quintín a su lado y comenzó a hablar de asuntos indiferentes.

—¿Cuándo te casas? —le preguntó de pronto Quintín.

—¡Qué sé yo! —contestó Remedios.

—Rafaela me dijo que habías rechazado muchos pretendientes.

—Es que quieren que me case —replicó ella— con un hombre por si tiene dinero o si tiene título. Y no. Yo no quiero. A mí no me importa que sea rico o pobre; yo lo que quiero es que sea bueno, que tenga una confianza ciega en mí, como yo la tendré en él.

—¿Y a qué llamas tú ser bueno? —preguntó Quintín.

—A ser un hombre digno, a ser un hombre de fe, incapaz de hacer traición, incapaz de engañar…

Quintín enmudeció, se levantó y volvió a su cuarto. Toda la tarde la pasó yendo de un lado a otro, como fiera en la jaula.

En la cena, no pudo hablar ni comer por más esfuerzos que hizo; al levantarse de la mesa, con acento conmovido, dijo:

—Oye, Remedios.

—¿Qué? —preguntó ella comprendiendo su emoción, aunque sin saber la causa.

—Que me voy.

—¿Que te vas, Quintín? ¿Por qué?

—Porque yo no soy un hombre de fe, capaz de sacrificio y de abnegación.

—¿No?

—No. Soy un farsante, Remedios. He mentido tantas veces que ya no sé cuándo miento y cuándo digo la verdad.

—Y yo que creía en ti, Quintín —dijo ella con tristeza.

—Ya ves. A nadie le he confesado esto más que a ti. Pero a ti no te puedo engañar. No. Le engañaría a cualquiera. ¡Estoy tan acostumbrado! Pero a ti no Cree que para mí éste es un sacrificio muy grande.

—¿No eres honrado tú, Quintín?

—Lo soy lo bastante para no ir a la cárcel.

—¿Y nada más?

—Nada más. No me he preocupado de nadie más que de mí mismo. He sido ingrato.

—¿También ingrato, Quintín?

—También. Soy egoísta, mentiroso, farsante… Y aun así, Remedios, hay hombres que tienen dentro del alma más porquería que yo.

—Me das pena, Quintín.

—¿Qué quieres? Quería ser rico, y mi corazón y las pocas cualidades que tenía, si tenía algunas, se han ido secando y quedando en las zarzas del camino.

—¡Qué triste debe ser vivir así!

—Triste… psch… no. Es como una linterna mágica, ¿sabes? Pasan las cosas, pasan y nada más.

—¿Sin cariño ni odio?

—Sin nada.

—Y antes, cuando nos conociste, ¿ya engañabas, Quintín?

—Entonces empezaba.

—Adiós, Remedios. Cree que he hecho, al hacerte esta confesión, un sacrificio muy grande. ¡Adiós! —Y Quintín tendió la mano a Remedios.

Ella retrocedió.

—¿Te asusto ya?

—No.

¿Pero no quieres darme la mano?

—No. Cuando seas bueno.

—¿Y entonces?

—Entonces quizás.

Quintín, cabizbajo, salió del cuarto.

Durante muchas horas estuvo Quintín asomado a la ventana, fumando.

La noche estaba clara, templada y dulce. La luna argentaba las colinas lejanas; un ruiseñor cantaba suavemente en la oscuridad. Un flujo de pensamientos acudía al cerebro de Quintín.

«La conciencia —se decía—, la conciencia es una debilidad. ¿Qué es la honradez? Una cosa mecánica. Para la mujer, la seguridad de que vive con la pareja señalada por la Iglesia; para el hombre, el estar comprobado que el dinero que tiene lo ha sacado por procedimientos que no están incluidos en un libro. Pero otra honradez superior, como quiere esa chiquilla, ¿no es una locura en un mundo en que nadie se preocupa de ella? Esta muchacha me ha perturbado por completo.»

Quintín sentía ganas de llorar al pensar que había estado tan cerca de la felicidad. Podía haber engañado a Remedios… No, no podía haberla engañado… Entonces no hubiese sido feliz. Mientras pensaba, la luna llena iba subiendo en el cielo; su luz, al pasar por entre las hojas de una pana, bordaba en el suelo preciosos encajes.

Se oía continuamente el tintineo de las esquilas y de los cencerros; de cuando en cuando algún rumor lejano de pasos y de conversaciones, el murmullo del viento en el follaje, el mugir de los bueyes, el relincho de los caballos y los golpes de los cuernos de las vacas en el tinajón.

De pronto Quintín se decidió. Tenía que marcharse. Era necesario. Salió de su cuarto, bajó las escaleras sin hacer ruido y se dirigió a la cuadra. Encendió un farolillo, ensilló el caballo, le puso el bocado, y tomando al animal por la brida lo sacó al patio. Abrió el portón de madera y dio la vuelta hasta salir al camino.

Quintín montó a caballo y estuvo contemplando durante largo tiempo la fachada del cortijo, bañada por la luz de la luna.

«¡Ah, pobre Quintín! —murmuró—. Aquí no te han valido tus argucias y tus tretas. ¿No eres bueno? No puedes entrar en el paraíso. Aquí no tienes que luchar con bolsistas, ni con políticos, ni con gente de mala fe. Es una chiquilla que no sabe del mundo más que lo que le dice su corazón; la que te ha vencido, Quintín. ¿No eres bueno, pobre hombre? No puedes entrar en el paraíso.»

El caballo echó a andar lentamente; Quintín miró hacia atrás. Un nubarrón se interpuso delante de la luna; todo el campo quedó en las tinieblas. Quintín sintió el corazón oprimido y suspiró fuertemente. Luego quedó extrañado. Estaba llorando.

Y siguió adelante.

Y los ruiseñores siguieron cantando en la oscuridad, mientras la luna, muy alta, bañaba el campo con su luz de plata.

El Paular, Junio 1903.