XXXIII

LA ÚLTIMA PARTIDA

Entró Quintín en la fonda y se metió en su cuarto Escribió un artículo de despedida para La Víbora, con el título «¡Ahí queda eso!»

Cuando anocheció, encendió la luz y pidió la cena. Comía en su cuarto para no tener algún mal encuentro en el comedor.

Al traerle la cena el mozo vino con dos cartas. Una, por el sobre garrapateado toscamente, comprendió Quintín que era del hermano de Pacheco. Decía así:

Si no devuelve usted la cartera que robó en casa de mi hermano, no saldrá usted vivo de Córdoba. No se haga usted ilusiones; no se escapa usted. Están vigiladas todas las salidas. Puede usted dejar el dinero en la taberna del Cuervo, donde irán a recogerlo.

Un amigo.

«Muy bien —dijo Quintín—. Veamos la otra carta.»

La abrió y era más lacónica aún que la anterior.

Sabemos que tiene usted dinero y no quiere usted pagar. Tenga usted cuidado.

Varios acreeedores

«Pues señor —murmuró Quintín— toda una conjuración de bandidos y de usureros se trama contra mí.»

Ni a él, ni a los otros, les convenía que se mezclase la justicia en el asunto. El más listo, el más fuerte, o el que tuviera más astucia ganaría la partida.

Quintín se figuraba poseer tales cualidades en mayor grado que sus enemigos; esta reflexión le tranquilizó un poco, pero a pesar de ella, no logró dormir en toda la noche.

Al levantarse miró, como solía hacer todos los días, por la reja de su cuarto. Allí estaban, enfrente, sentados en un banco, varios tipos astrosos espiando. A la hora, sustituyeron otros. Sin duda había relevo.

Después de comer, salió Quintín de la fonda; al llegar a la esquina de la calle de Gondomar, miró disimuladamente hacia atrás. Tres hombres le seguían, haciéndose los distraídos. Quintín bajó a las Tendillas, torció hacia la izquierda, entró en el Casino y se colocó a tomar café cerca de una ventana que daba a la calle.

Los tres puntos siguieron en su espionaje.

Quintín hizo como que no los veía, cogió varios periódicos, y mientras parecía enfrascado en la lectura, estuvo ideando proyectos de fuga y dándoles mil vueltas en la cabeza. La cuestión era que no interviniese la justicia, que no hubiese escándalo.

En estas cavilaciones le sorprendió don Paco, que venía a tomar café. El hombre se rezumaba de júbilo. Se había hecho la Revolución, la más gloriosa, la más humana, presenciada por los siglos. El mundo entero, franceses, ingleses, suizos, alemanes, envidiaba a los españoles. España iba a ser un país distinto. Ahora, ahora se realizarían las grandes conquistas del Progreso y de la Democracia, el sufragio universal, la libertad de cultos, la libertad de asociación…

—¿Y usted cree que con todo eso se vivirá mejor? —preguntó Quintín fríamente.

—¡Pues no se ha de vivir! —exclamó don Paco asombrado de la pregunta—. ¡Si le digo a usted que se va realizar todo el programa progresista!

Quintín sonrió burlonamente.

Don Paco siguió perorando. Su eterna pena era ver que después de haber hecho lo que él había hecho por la Revolución, le regatearan los méritos.

Mientras el viejo discurseaba, Quintín seguían barajando proyectos y observando distraídamente a sus perseguidores. De pronto se le ocurrió una idea.

—Vaya, don Paco, ¡buenas tardes! —dijo, y sin más explicación se levantó de la silla y salió de la sala. Cruzó un patio del Casino, subió luego una escalera, pidió a un mozo la llave del terrado, esperó un rato a que se la trajese y salió a la azotea. Por allí podía escaparse, pero había el peligro de la salida…

«¿Y si me fuera a la taberna del Cuervo a salir por el convento de monjas? —se dijo—. Eso sería admirable. ¡Meterme en la boca del lobo para escapar! Eso es lo que voy a hacer. Esperaré a que oscurezca.»

Bajó de nuevo al salón, y se apostó en la ventana. Siguió el espionaje. Al caer la tarde Carrahola y el Rano paseaban la calle.

Quintín salió a la puerta del Casino y llamó a Carrahola.

—¿Se puede saber a qué viene esta persecución? —le dijo.

—Usted lo sabe mejor que nadie, don Quintín —contestó Carrahola. Hace usted mal en no devolver ese dinero.

—¡Bah!

—Sí, señor; Créame usted. Está todo guardado, la estación, los caminos; no sale usted de Córdoba si no paga.

—¿De veras? —preguntó Quintín manifestándose asustado.

—Lo que oye usted. Como que le vale a usted más entregar ese dinero y no exponerse a que le den una puñalada.

—¡Demonio! Casi casi me convence usted.

—Hágalo usted, don Quintín.

—¿Y a quién le entregó yo ese dinero?

—A Pacheco. Al hermano del señor José. Todas las noches va a eso de las ocho a la taberna del Cuervo.

—Lo pensaré.

—¡No piense usted, cristiano! Ahora mismo debe usted tomar ese dinero y llevarlo.

—Nada; me ha convencido usted. Voy ahora mismo.

Quintín, seguido del Carrahola y del Rano, se dirigió a la fonda, entró en ella, cerró la ventana y encendió una luz. Tenía aún en el bolsillo la cartera que había cogido en casa de Pacheco, la sacó y la puso sobre la mesa.

Abrió luego el armario de luna, registró los cajones y en uno encontró unas planas escritas por algún chico y en otro un catecismo usado y roto del padre Ripalda.

Cogió las planas y el catecismo, los ató con un bramante y metió el bulto en la cartera, que volvió a atar con otro bramante.

—Muy bien —murmuró riendo.

Hecho esto, apagó la luz, metió la cartera en el bolsillo de la americana, y salió de la fonda. Comenzó a andar de prisa, como hombre que tiene una decisión rápida, y se dirigió a la taberna del Cuervo, escoltado por Carrahola y el Rano.

Se asomó a la tienda, y al ver al Cuervo, con aire malhumorado, exclamó:

—¡Hola!

—¡Hola, don Quintín!

—¿Está el hermano de Pacheco?

—No, señor.

—¿A qué hora viene?

A eso de las ocho, o cosa así.

—Está bien; yo vengo a entenderme con él y no sé si a darle un dinero o una puñalada. Mire usted, aquí está la cartera que él busca. Guárdela usted. Le voy a esperar aquí mismo a Pacheco, porque tengo que escribir unas cartas.

—Suba usted ahí arriba.

Subieron Quintín y el Cuervo a un cuarto con un balcón a un patio.

—Ahora le traeré a usted tintero y papel —dijo el tabernero.

—Bueno. Hasta que no venga Pacheco que no me moleste nadie. ¿Sabe usted?

—Está bien.

—Cuando venga me llaman y nos entenderemos él y yo. Pero que conste que no se abre la cartera sin estar yo delante.

—Descuide usted.

Salió el tabernero y quedó solo Quintín en el cuarto. Escuchó un momento y oyó las voces alegres del Carrahola y del Rano. Sin duda ya cantaban victoria.

«Vaya, no hay que perder tiempo», dijo Quintín; y echándose al otro lado del balcón, que no era muy alto, y agarrándose a una cañería bajó al patio. Lo cruzó arrimándose a la pared. Empujó la puertecilla, la cerró sin hacer ruido, y comenzó a subir las escaleras despacio. Crugían los escalones al poner el pie encima de ellos.

Al llegar Quintín arriba, vio que la puerta por donde había pasado la otra vez, en compañía del Cuervo, estaba cerrada. Tenía un montante, lo abrió, y por él, tras de esfuerzos sobrehumanos, llegó a pasar, no sin lastimarse un pie. Al caer del otro lado hizo algún ruido.

Escuchó durante algún rato, por ver si alguien le perseguía. No se oyó nada. Cerró el montante.

«Cualquiera sabe por dónde he salido», murmuró.

Encendió un fósforo, que tuvo en el hueco de la mano hasta encontrar aquella especie de escalera formada por cabos de viga que salían de la pared. La encontró. Apagó el fósforo, y a oscuras subió al camaranchón.

Volvió a encender otra cerilla y buscó la salida por donde habían pasado el Cuervo y él pero no la encontró. Mirando mejor vio que estaba tapada con unas tablas sujetas con ladrillos. Con las uñas los fue arrancando uno a uno; luego sacó la tabla y apareció el boquete.

Quintín salió al tejado. Aún estaba claro.

«Orientémonos —se dijo—. Aquélla es la buhardilla. Allí hay que ir primero».

Agachado, a cuatro patas, se deslizó hasta llegar allá. Se detuvo un momento para orientarse de nuevo.

«Ahora hay que cruzar la azotea donde abandonamos a doña Sinda, que debe ser aquélla. Vamos.»

Siguió su camino, saltó la barandilla por un lado, luego por otro, avanzó más y se despistó. Estaba confuso, no sabía hacia dónde tirar, si a la derecha o la izquierda. Comenzaba a oscurecer, y Quintín daba vueltas y vueltas infructuosas sin encontrar la cornisa por donde había pasado con Pacheco.

De pronto oyó el tin-tan de una campana, y suponiendo que sería del convento de monjas, en la dirección del sonido, subió el caballete de un tejado y vio abajo el patio de un convento donde paseaban varias monjas. Era un patio hermosísimo, con una alberca en el centro.

Quintín bajó toda el ala de un tejado; encontró la camisa, y a gatas llegó al balcón, que estaba abierto. Saltó a la escalera.

Enfrente había un pasillo, y a un lado de éste una puerta abierta que daba a una cocina. Debía ser la casa del jardinero; en medio de la cocina, sentado en los ladrillos, estaba un chiquillo jugando. De la pared colgaba una blusa sucia y un sombrero viejo.

«¡A ellos!», dijo Quintín.

Entró en la cocina, cogió la blusa en una mano y el sombrero en la otra, y escapó rápidamente. El chico, asustado, comenzó a llorar. Quintín bajó las escaleras hasta el huerto, y como nadie le veía, se puso la blusa se caló el sombrero y salió a la calle.

Por entre callejuelas fue caminando en dirección del Matadero y el Campo de San Antón. A la entrada de la noche marchaba ya carretera de Madrid adelante.

En tanto, en la taberna del Cuervo todo era bulla y jolgorio. La noticia de que Quintín estaba allí con el dinero, esparcida por Carrahola, había atraído a todos los truhanes que habían tomado parte en la intentona de Pacheco. Pensaban cobrar sus servicios, y el Cuervo les fiaba vino.

Esperaban con impaciencia la llegada de Pacheco, que aquel día tardó más que nunca. A las ocho y media el hombre se presentó.

—¡Pacheco! Ya ha venido —gritaron todos a la vez al verle.

—¿Quién?

—Quintín. Aquí está la cartera.

—Le habéis dejado marchar sin seguirle —preguntó el hombre sospechando una jugarreta.

—¡Ca! —replicó el Cuervo—. Está arriba. Ha dicho que no se abra la cartera sin que esté él delante.

—Bueno —y Pacheco palideció—. Avísele usted que estoy aquí.

Sabía Pacheco por su hermano la clase de hombre que era Quintín, y le daba mala espina aquello. Esperaba una sorpresa, y se preparó.

El Cuervo subió al cuarto en donde había dejado a Quintín y llamó varias veces:

—¡Don Quintín! ¡Don Quintín!

No contestó nadie.

—¡Don Quintín! ¡Don Quintín!

El mismo silencio.

El Cuervo, entonces, abrió suavemente la puerta. El pájaro había volado. ¿Pero, por dónde?

A las voces dadas por el Cuervo, Pacheco, Carrahola y el Taco, subieron las escaleras apresuradamente.

—¿Qué pasa? —preguntaron.

—Nada, que no está.

—¡Me lo figuraba yo! —exclamó Pacheco—. ¿Y entonces qué hay en la cartera? Vamos a verlo.

Bajaron de prisa, cortó Pacheco los bramantes, abrió la cartera y cayeron sobre el mostrador las planas escritas por el chico y la doctrina del padre Ripalda, usada y rota.

Un grito de rabia lanzaron todos.

—Hay que buscarlo —dijo uno— y hacerle pagar la bromita.

Recorrieron la casa, miraron por todos los rincones Nada.

—¡Ah…! ya sé por dónde ha ido —dijo el tabernero—, por aquí, y señaló la puerta del patio. Encendió un farol y miró los escalones uno a uno por si se veían huellas en el polvo. Se discutió si sería aquel rastro de Quintín, pero al ver arriba la puerta cerrada, casi todos opinaron que por allí no podía haber pasado.

—Sin embargo —dijo el Cuervo— seguiremos adelante. —Abrió el hombre la puerta, subió al camaranchón y vio las maderas arrancadas que dejaban libre la abertura para salir al tejado.

—Por aquí se ha escapado.

—¿Y qué se hace? —preguntó Pacheco.

—Una cosa muy sencilla —contestó el Cuervo— rodear toda esta manzana de casas. Probablemente, habrá esperado a la noche para salir, y quizás se le pueda pescar todavía.

—Muy bien —dijo Pacheco— vamos abajo en seguida.

A todos los que estaban en la taberna les pareció admirable la idea. Dispuso Pacheco cómo había de hacerse la guardia, e indicó a su gente que advirtieran a los serenos.

Con la esperanza de cobrar, toda la truhanería estuve a pie firme en su puesto. De cuando en cuando volvían a la taberna a tomar una copa.

Amaneció, y siguió la gente de Pacheco paseando las calles, tan pronto esperanzados, como sin esperanza alguna.

Al día siguiente por la mañana seguía aún la guardia de los truhanes cuando aparecieron en la calle, al trote, dos soldados de lanceros, y se pararon delante de la taberna.

—¿Es ésta la taberna del Cuervo? —preguntó uno de ellos.

—Sí, señor.

—Bueno. Ahí va esa carta.

El tabernero, con el asombro pintado en el semblante, tomó la carta, y como no sabía leer, se la entregó a Pacheco. Éste la abrió y la fue leyendo:

Queridos amigos: A la hora en que recibáis esta carta estaré a muchas leguas de ahí. He salido vivo de Córdoba, a pesar de vuestras advertencias. No os he dejado en la cartera dinero, sino algo mejor para la salvación de vuestras almas. Expresiones a los queridos amigos.

Q.

Pacheco palideció de ira.

—Ya no se puede hacer nada —murmuró.

De noche, en la tertulia del Casino, hablaban de Quintín.

Un señor leía en La Víbora el artículo de despedida que había publicado Quintín con el título de «Ahí queda eso».

—A ver, a ver ese final —dijeron unos cuantos.

El señor comenzó a leer el final. Decía así:

¡Adiós, Córdoba, pueblo de los discretos, espejo de los prudentes, encrucijada de los ladinos, vivero de los sagaces, enciclopedia de los donosos, albergue de los que no se duermen en las pajas, espelunca de los avisados, cónclave de los agudos, sanedrín de los razonables! ¡Adiós Córdoba! Y ahí queda eso.

—Está bien —dijo uno riendo—. La verdad es que ese Quintín es un muchacho simpático.

—Y prosperará.

—Ya lo creo.

—Cualquier día lo vemos diputado.

—O ministro.

—Hay que reconocer que es un muchacho simpático. Y Escobedo el de las barbas negras que estaba presente, añadió:

—Siempre es simpático el que triunfa.