XXXII

LA FERIA DE LOS DISCRETOS

Quedó un poco parado Springer al ver entrar a Quintín en la tienda, se levantó y le dijo un poco pálido:

—Me figuro a lo que vienes.

—¿Sí? Será difícil. Primeramente hazme el favor de darme unas pesetas para pagar el coche.

El suizo abrió el cajón y le dió dos duros. Pagó Quintín al cochero y volvió a la relojería.

—Chico —le dijo a su amigo—, vengo aquí porque tú eres la única persona de confianza que conozco.

—Gracias —contestó Springer de mal talante.

—Quisiera que me guardases una cantidad crecida —siguió Quintín, y alargó la cartera.

—¿Cuánto es eso?

—No sé; lo voy a ver.

Quintín abrió la cartera y se puso a contar los billetes.

—Antes de que me hagas esa confianza —dijo el suizo como un hombre que toma una decisión violenta—, tengo que decirte una cosa, lealmente, como amigo. Una cosa que quizá te moleste.

—¿Qué es? —preguntó Quintín, temiendo que la jugarreta hecha al conde de Doña Mencía se hubiese divulgado por el pueblo.

—Que María Lucena y yo nos entendemos… A un amigo leal como tú, yo no le puedo engañar…

Quintín miró con asombro al suizo, y viéndole tan emocionado, sintió ganas de sobar una carcajada; pero le pareció impropio de la situación.

—Me alegro que me lo hayas advertido —dijo gravemente—. Pensaba marcharme de Córdoba, y ahora, sabiendo eso, me iré cuantos antes.

—¿Y eso no entibia tu amistad?

—De ningún modo.

Springer estrechó afectuosamente la mano de su amigo.

—¿Con que quieres guardarme ese dinero?

—Sí, venga.

El suizo encerró los billetes en un sobre.

—¿Qué hay que hacer con esto?

—Yo te lo diré; probablemente girarme a Madrid esa cantidad en varias veces.

—Bueno; se hará.

El suizo subió por una escalerilla de caracol que partía de la trastienda al piso principal, y volvió al poco rato diciendo:

—Ya he guardado eso.

Estaban hablando cuando entró el padre de Springer de prisa.

—Hay alboroto en el pueblo —dijo desde la puerta de la tienda.

—¿Sí? ¿Pues qué pasa?

—Que han matado a un bandido. Pacheco creo que me han dicho que se llama.

—Tu amigo. ¿Lo sabías? —preguntó el suizo a Quintín.

—No —contestó éste tranquilamente—. Habrá hecho alguna barbaridad.

—Preguntaremos en la calle.

Salieron el padre, el hijo y Quintín a las Tendillas. Anduvieron oyendo los comentarios de grupo en grupo, y en uno en que había un señor que parecía muy enterado se pararon.

—¿Cómo ha sido la muerte? —preguntó Springer padre.

—Pues verá usted. Pacheco entró por el puente y vino atravesando el pueblo hasta el cuartel de la Trinidad, y parece que el general, al notar el alboroto y la bullanga y oír que gritaban «¡viva el general Pacheco!», preguntó: «¿Quién es ése a quien llaman general? Aquí no hay más general que yo». «Es Pacheco —le ha contestado un teniente—. El pueblo le llama general de la libertad.» «¿Ese bandido?» «Sí, señor.» Entonces el hombre, como ha visto que toda la gente iba hacia el cuartel, ha mandado apostarse a dos soldados con el fusil saliendo por la rendija de una persiana. Al llegar Pacheco frente al cuartel de la Trinidad, ha gritado varias veces: «¡Viva la libertad! ¡Viva la revolución!», y en el mismo momento han sonado dos tiros y el hombre ha caído del caballo, muerto.

Oyeron todos el relato, y tras él hubo una serie de comentarios.

—Eso ha sido una traición —decía uno.

—Un lazo que le han tendido.

—A ese hombre le han engañado de mala manera.

—¿Engañarle, por qué? —preguntó el padre de Springer a un hombre de blusa que acababa de afirmar esto.

—Porque le habían prometido el indulto —contestó el de la blusa—; todo el mundo lo sabe.

—Pero de prometerle el indulto a entrar como él ha querido hacerlo, como un conquistador, hay mucha diferencia —replicó el relojero.

—Esto va a dar un crujido muy gordo —contestó el hombre.

Volvieron a la relojería, y como las demás tiendas estaban cerradas, el suizo cerró también la suya.

—¿Quieres comer con nosotros —dijo Springer a Quintín?

—Hombre, sí.

Subieron al piso de arriba por la escalera de caracol, y Springer presentó a Quintín su madre, una señora amable, flaca, sonriente, muy activa y vivaracha.

Comieron; y después de comer los tres encendieron su pipa, y el padre de Springer habló con gran entusiasmo de su pueblo.

—El pueblo mío es un gran pueblo —dijo a Quintín sonriendo.

—¿Cuál es?

—Zurich. ¡Ah! ¡Si viera usted…!

—Pero, padre, ha visto París y Londres.

—¡Oh! No importa. He conocido muchos de París y de Viena que se han quedado asombrados al ver Zurich.

El padre y la madre de Springer, a pesar de que llevaban más de treinta años en Córdoba, no hablaban bien el castellano.

¡Qué diferencia entre aquel hogar y la casa en donde Quintín había vivido con María Lucena y su madre! Allí no se hablaba de marqueses, ni de condes, ni de cómicos, ni de toreros, ni de jacas; allí no se hablaba más que de trabajo, de perfeccionamientos de la industria, de arte y de música.

—¿De manera que usted se va de aquí? —preguntó Springer padre.

—Sí, Esto está muerto —contestó Quintín.

—No, no, eso no —contestó Springer hijo—. Esto no está muerto; Córdoba es un pueblo que duerme. Todos los reyes lo han castigado. Se ha suprimido su civilización natural, su civilización propia, y se ha querido sustituirla violentamente por otra… Y pensar que un pueblo pueda seguir viviendo próspero con ideas contrarias a las suyas, con leyes que pugnan con sus costumbres y sus instintos, es una barbaridad.

—Chico —repuso Quintín un tanto cínicamente—, a mí la causa me tiene sin cuidado. Lo que sé es que aquí no se puede vivir.

—Eso es verdad —afirmó Springer padre—. Aquí no se puede intentar nada nuevo porque sale mal. Aquí nadie pone nada de su parte para sacudir esta inercia. Aquí nadie trabaja.

—No diga usted eso, padre.

—Lo que dice tu padre es cierto —añadió Quintín—; y no sólo es eso, sino que la actividad de los pocos que trabajan,-molesta y ofende a los que no hacen nada. Yo, por ejemplo, que hasta ahora no he hecho más, que vivir como un perdido, tengo amigos y hasta admiradores. Si me hubiese dedicado a trabajar, todo el mundo me miraría como a un pelafustán, y de cuando en cuando, al descuido, pondrían una piedra a mi paso para que tropezara.

—No, no sería piedra —dijo Springer—; sería un granito de arena.

—Más infame todavía —repuso Quintín.

—No —agregó su amigo—, porque eso no se hace por maldad. Este pueblo, como casi todos los españoles, vive una vida arcaica. Todo tiene aquí un cúmulo enorme de dificultades. Todos son puntos muertos y los cerebros no andan. España es un cuerpo con las articulaciones anquilosadas; cualquier movimiento le produce dolor: por eso el país para progresar tendría que marchar lentamente, sin saltos.

—Pero en medio de esta turba de abogados, de militares, de curas, de prestamistas, ¿crees tú que hay algo sano? —preguntó Quintín.

—Yo creo que no —saltó diciendo el padre—; aquí no hay elementos de progreso; no hay hombres que empujen para adelante, como en nuestro país.

—Yo creo que sí —respondió el hijo—; pero los que hay, solos como están, terminan por no ver la realidad, y llegan a ser hasta perjudiciales. Es como si en ésta relojería, entre las ruedas de los relojes de bolsillo nos encontrásemos con una rueda de un reloj de torre. No nos serviría de nada; no podría engranar con ninguna otra. Ahí está ese marqués del Adarve, que es un hombre bueno e inteligente; pues ya pasa por un chiflado, y en parte lo está, porque por reacción contra los demás ha llegado a la extravagancia. Lleva un paraguas automático, una petaca mecánica y otra porción de chismes raros. Para la gente es un loco.

—Si aquí —dijo Springer padre— no hay que ser más que agricultor o usurero.

—Los oficios donde no hay que trabajar —aseguró Quintín—. Es el ideal del español. «Trabajar como un moro y ganar como un judío es también mi ideal», se dijo para sí mismo.

—Lo que decíamos antes —añadió Springer hijo—: la vida arcaica, dirigida por ideas románticas, hidalguescas…

—¡Ah, no! —replicó Quintín—. En eso estás completamente equivocado. Nada de romanticismos ni de hidalguía; prosa, pura prosa. Hay más romanticismo en la cabeza de un inglés que en la de diez españoles, y más si estos españoles son andaluces. Son muy discretos, amigo Springer; somos muy discretos, si te parece mejor. Mucha facundia, mucha palabra entusiasta y fogosa, mucho floreo; un aspecto superficial de confusión ingenua y candorosa; pero en el fondo la línea recta y segura. Hombres y mujeres, discretísimos. ¡Créelo! La exaltación por fuera y el frío por dentro.

Era la hora de trabajar, y Springer, padre e hijo, bajaron al taller.

—¿Ves? —dijo el suizo a Quintín mientras se sentaban en su silla y colocaba su lente en la órbita—. Quizás sea cierto lo que tú dices, pero a mí me gusta pensar otra cosa. Soy un romántico y me figuro vivir entre hidalgos y damas… Ya ves, yo, que soy un pobre plebeyo suizo. Y tan acostumbrado me encuentro a esto, que cuando salgo de Córdoba en seguida siento la nostalgia de mi taller, de mis libros, de los pequeños conciertos que tenemos mi madre y yo, en que tocamos a Beethoven y a Mozart.

Quintín contempló a Springer como a un ser extraño y absurdo, y se paseó de un lado a otro de la tienda. De pronto se detuvo frente a su amigo.

—Oye —le dijo—, ¿tú crees que yo te puedo engañar, darte un consejo desleal por interés o por una mala pasión?

—No; ¿qué quieres decir con eso?

—Que no te comprometas con María Lucena.

—¿Por qué?

—Porque es una mujer perversa.

—Es que la odias.

—No; la conozco porque la he tratado sin el menor cariño, y aun así ella me vencía en egoísmo y en frialdad. Es una mujer que cree que tiene corazón porque tiene sexo. Llora, ríe, parece buena, parece ingenua: el sexo. Como esos animales lascivos y crueles, odia en el fondo al macho. Si tú te acercas a ella cándidamente, destrozará tu vida, te enemistará con tu padre y con tu madre, jugará contigo de la manera más cruel.

—¿Me dices de veras eso? —preguntó el suizo.

—Sí. Es la verdad, la pura verdad. Ahora —añadió Quintín—, si tú estás como la piedra en un barranco, que ya no puede menos de caer, caerás: pero si puedes defenderte, defiéndete. Ahora, ¡adiós!

—Adiós, Quintín; pensaré en lo que me has dicho.

Quintín fue a hospedarse a una de las fondas del Gran Capitán. Tenía la intención de marcharse cuanto antes.

Efectivamente, por la noche, después de cenar, salió de casa y se dirigió hacia la estación; pero al pasar por la Victoria notó que cuatro personas le seguían.

Volvió rápidamente, porque no quería meterse en sitios solitarios, seguido por aquella caterva, y se refugió en la fonda.

¿Quiénes serían los que le seguían? Quizás el hermano de Pacheco. Quizás alguno de los acreedores. Había que estar en guardia. Precisamente el cuarto de la fonda era de una situación estratégica admirable. Estaba en el piso bajo y tenía una reja que daba al paseo.

Quintín pudo comprobar al día siguiente que los amigos de Pacheco vigilaban constantemente la fonda. Luego, a éstos se unieron los usureros, que a cada paso iban a preguntar por Quintín.

De día no le importaba salir a la calle, pero de noche cerraba su cuarto y ponía un armario delante de la puerta. Sentía Quintín miedo al pensar si su última aventura sería para él fatal.

—Hay que salir de aquí, no hay más remedio, y hay que salir sin escándalo.

Un día, al siguiente de la batalla de Alcolea, iba Quintín seguido y vigilado por las huestes de Pacheco, cuando al pasar por delante de la Diputación, Diagasio el ferretero, que estaba en la puerta, le dijo:

—Allá arriba está don Paco.

Subió Quintín las escaleras, se coló por una puerta abierta y vio en un salón al terrible don Paco, rodeado de varios amigos, que estaba haciendo de las suyas.

Había mandado el gran revolucionario al portero mayor que descolgase un retrato de Isabel II, pintado por Madrazo, que ocupaba el centro de un testero, y después de llenar de improperios y de insultos a la retratada, ante el asombro y la estupefacción del pobre portero, tuvo don Paco una idea feroz, una idea digna de un bebedor de sangre.

Sacó del bolsillo del chaleco un cortaplumas, y entregándoselo al portero y señalando el retrato le dijo.

—Córtele usted la cabeza.

—¿Yo? —balbuceó el portero.

—Sí.

El pobre hombre temblaba ante la idea de cometer tal profanación.

—Pero, don Paco, ¡por Dios!, que tengo hijos.

—Córtele usted la cabeza —repitió inflexible el audaz revolucionario.

—Mire usted, don Paco, que dicen que este retrato está muy bien pintado.

—Imposible —replicó don Paco, con un gesto digno de Saint-Just—. Es de un pintor servil.

Entonces el portero, gimoteando, hundió el cortaplumas en la tela y fue rajándola con mano temblorosa.

En tal momento entraron en la sala varias personas, entre ellas Pablo Springer.

—¿Está usted haciendo de cirujano, don Paco? —le preguntó el suizo con un gesto burlón.

—Sí, señor; a los reyes hay que darles en la cabeza.

El portero, luego de cortar el lienzo, quedó con el trozo en la mano, y, vacilante, preguntó a don Paco:

—Y ahora, ¿qué hago con esto?

—Lleve usted esa cabeza —rugió don Paco con voz sorda— al presidente de la Junta revolucionaria.

Quintín miró al suizo y le vio sonreir irónicamente.

—¿Qué te parece esa ejecución en efigie de esta María Antonieta gordinflona?

—¡Magnífico!

—Lo que te decía yo. Somos el pueblo de los discretos.

Los dos amigos se despidieron riendo, y Quintín se marchó a su casa.