XXXI

LA NOCHE Y EL DÍA

Dos días después, por la noche, estaba Quintín en el café del Recreo. Seguía su mala racha en el Casino. María Lucena hablaba con Springer; Quintín, pensativo, contemplaba el techo, fumando. Aburrido, se levantó, con la intención de meterse en la cama.

En la calle se encontró con el dependiente Diego Palomares, que iba en su misma dirección.

—¿Qué hay, Palomares —le dijo?

—Nada. Estoy hecho la santísima.

—Y yo también.

—¿Tú? Tú lo que has hecho es entender la vida como pocos. Yo, en cambio…

—¿Pues qué te pasa?

—Tú eres revolucionario, ¿verdad? —dijo Palomares—. Pues si alguna vez vais contra los ricos, llámame. Iré con toda mi alma, hasta hacerles echar la higadilla. En el mundo no hay más que ricos y pobres, y ríete tú de progresistas y de moderados. ¡Ah, canallas!

—¿Te han hecho algo en casa?

—Hoy, no; pero me llevan haciendo muchos años. Veinte años trabajando como si fuera la casa de uno, y los ayuda uno a hacerse ricos, y ellos en la opulencia y uno con treinta duros al mes. Y ese hombre, porque me ve el otro día que llevaba un pollo a casa, porque tengo una niña enferma, me dice. Veo que os tratáis a lo príncipe. ¡Maldita sea la…! ¡Ojalá hubiese quedado en el mar!

Palomares había bebido, y con la excitación del alcohol se ponía a flote en aquel momento el fondo de su alma.

—Estás terrible —le dijo Quintín.

—¡Es que tú te crees que soy un mandria! No; es que tengo mujer y tres hijos pequeños… y yo ya soy una carraca… Créeme, debíamos unirnos contra ellos, y desearles la muerte. Sí. Como lo oyes; el cochero debía volcar el coche del amo, el labrador quemar las cosechas, el pastor despeñar el ganado, el dependiente robar al patrón… Hasta las nodrizas debían de envenenar la leche.

—Tú estás trastornado, Palomares.

—¿Por qué lo dices?

—Porque yo te creía una oveja, y casi casi eres un lobo.

—Cree que hay días que quisiera pegarle fuego a todo el pueblo. Yo estaría a la salida con un fusil, para acabar con el que fuera a escaparse.

—Ahora vendrá la gorda —dijo Quintín.

Se despidió de Palomares y se dirigió a su casa. Al abrir la puerta oyó desde el zaguán voces y lamentos tristísimos. Atraído por las voces siguió un corredor, atravesó un patio, y preguntó con voz fuerte:

—¿Qué pasa?

Se abrió una puerta, y salió una mujer desgreñada y llorosa, con una lamparilla en la mano. Con voz entrecortada por las lágrimas, contó a Quintín que se le había muerto un niño de dos años; el marido no estaba en el pueblo, y ella no tenía dinero para una caja.

—¿Quiere usted ver al niño, señorito?

Entró Quintín en un cuarto pequeño, encajado; encima de una mesa, sobre un colchoncillo doblado, estaba el cadáver del niño.

—¿Y cuánto necesita usted para enterrarle? —preguntó Quintín.

—Un par de duros.

—Yo veré si los tengo. Si no, empeñaremos algo de casa.

Volvió Quintín por el patio, seguido de la mujer; subieron los dos al piso principal; Quintín encendió una luz y registró todos los cajones. En la cómoda de María Lucena encontró cuatro duros y se los dio a la mujer. Hecho esto, cerró la puerta y se metió en la cama… Le despertaron las voces de María Lucena y de su madre.

—Aquí había cuatro duros —gritó la cómica—. ¿Quién los ha cogido?

—Los he tomado yo —dijo Quintín tranquilamente.

—¿Eh?

—Sí. Había una vecina que estaba llorando porque se le ha muerto un niño y no podía comprarle una caja, y se los he dado. Mañana te los traeré.

—Eso es. Muy bien —dijo la cómica—. Dale a esa mujer el dinero que gano yo.

—¿Pero no te digo que te los devolveré?

—Bastante le importa a esa mujer por su hijo —chilló María.

—Ese dinero, ahora lo tendrá para beber —añadió la madre.

—Señoras —dijo Quintín incorporándose en la cama— las encuentro a ustedes perfectamente repugnantes.

—El repugnante será usted —chilló la vieja.

—Está bien; aquí lo que se impone es marcharse de esta guarida de arpías, que ya empieza a oler.

—Pues hijo, vete y no vuelvas más —dijo María.

Se vistió Quintín rápidamente; se puso las botas y el sombrero.

—Bueno; venga la llave.

—La llave no se la doy a nadie —contestó la cómica.

—Mira, no acabes con mi paciencia, que te voy a dar un trastazo.

Al oír esto la vieja, encarándose con Quintín, empezó a insultarle, echándole las manos a la cara.

—¡Chulo! —le decía—. Es usted un chulo indecente. Un chulo fandanguero.

—Cállese usted, anciana Canidia —dijo Quintín desprendiéndose de la vieja a empujones—, y váyase usted a su laboratorio.

—A mi madre no le pongas motes, ¿oyes, tú?

—A mí nadie me pone motes.

—Bueno; ¿me das la llave o no? —preguntó Quintín.

—No.

Quintín se dirigió al balcón y lo abrió de par en par. Saltó al otro lado de la balaustrada, se descolgó a pulso, buscó la reja del piso bajo, y saltó a la acera.

—Hasta nunca —dijo desde la calle.

Tenía sangre en la cara de un arañazo que le había hecho la vieja. Se lavó en una fuente, se secó con el pañuelo, y se dirigió al Casino.

Se metió en una sala muy grande, con espejos enormes, que había entrando a la derecha.

Un mozo, soñoliento, se le acercó.

—¿Quiere usted algo, don Quintín? —le dijo.

—Sí; que apague usted esta luz, como si ya no hubiese nadie.

—¿Se va usted a quedar aquí?

—Sí.

—Pero no está permitido.

—¡Bah! Qué importa.

Se apagaron las luces, y Quintín, al poco rato, dormía en un diván.

Dos mozos, con mandiles blancos, uno que estaba poniendo las sillas sobre las mesas, y el otro con un escobillón y un cepillo, con el que limpiaba los divanes, le despertaron a Quintín.

—¿Se ha quedado usted dormido, señorito? —le dijo riendo uno de ellos.

—Sí. ¿Qué hora es?

—Muy temprano. ¿Sabe usted que hay por las calles la gran zaragata?

—¿Qué sucede?

—Que Pacheco ha entrado en Córdoba con una gavilla de perdidos, y van todos por esas calles de Dios gritando y alborotando.

Quintín se levantó de golpe. Había un cubo de agua en el suelo.

—¿Está limpia? —preguntó a los mozos.

—Sí.

Quintín se arrodilló en el suelo, y se chapuzó dos veces. Los mozos se reían, suponiendo que todo era efecto de una borrachera.

—Ya estoy despejado —dijo Quintín.

—Le traeré a usted una toalla —le advirtió un mozo.

Se secó Quintín y se echó a la calle.

Se dirigió de prisa a las Tendillas; había por allí gran animación y todos eran comentarios y charlas. Preguntó a un hombre por dónde iba Pacheco.

—Ahora va cerca de la Trinidad.

Corrió Quintín, abriéndose camino a codazos entre la gente.

—Pero ese hombre es un idiota —pensaba—. ¿Se habrá figurado de veras que va a hacer él la revolución?

Tras de mucho bregar, Quintín comenzó a ver a dos jinetes que marchaban al frente de las turbas. Uno de ellos era Pacheco; el otro su hermano.

«¡Viva la libertad! ¡Viva la revolución!», gritaba el bandido, levantando el brazo en el aire.

Y la gente repetía sus vivas con entusiasmo, y añadía después: «¡Viva el segundo Prim! ¡Viva el general Pacheco!». «Nada, que este tío está malo del sentido —murmuró Quintín—. ¿Y si ese hombre ha cobrado ya? —pensó después—. ¿Y si lleva el dinero ahí? Me ha fastidiado.»

Seguía Quintín avanzando, repartiendo codazos a derecha e izquierda, para poder ponerse al habla con Pacheco. De pronto se oyó el estampido de un tiro, y al momento, casi instantáneamente, otro; un poco de humo salió de una de las ventanas, ocultas por persianas, del cuartel de la Trinidad.

La multitud espantada retrocedió; la gente comenzó a correr en tropel, y en las callejuelas el taconear de los que huían resonaba como un escuadrón de caballos al galope. Quintín tuvo que guarecerse en un portal para no ser atropellado. Otras varias personas se metieron también allá a empujones.

—¿Qué pasa? —se preguntaban unos a otros.

—Que empiezan a disparar, y hay por ahí el gran fandangazo —contestó uno.

Otro, que acababa de entrar, dijo:

—Es que han matado a Pacheco.

—¿Usted lo ha visto? —preguntó Quintín.

—Sí, señor. Pasaba por ahí, sin saber nada de lo que ocurría, cuando he visto caer a Pacheco. El hermano ha saltado de su caballo, se ha inclinado sobre el cadáver y ha dicho llorando: «Está muerto».

Quintín salió a la calle.

«Si ese hombre tenía el dinero en el bolsillo, no hay modo de recogerlo. Habría que explicar de dónde procede… ¿Y si lo tuviera en casa? ¡Cristo! No hay que desperdiciar el tiempo.»

A zancadas salió al Gran Capitán, y tomó un coche.

—A la Mezquita —dijo—, de prisa.

El cochero lo dejó en una de las puertas de la catedral.

—Espéreme usted aquí —le advirtió Quintín—; tardaré algo. Salto del coche, cruzó la iglesia, atravesó como una bala el patio de los Naranjos, bajó por el Triunfo, pasó el puente y entró en casa de Pacheco.

Sacó la llave, hecha por Diagasio el masón, y abrió la puerta.

Estaba la cama intacta; reconoció la mesilla de noche, no había nada dentro; luego se dirigió a la mesa, sacó un cortaplumas y descerrajó el cajón. Sobre unos libros había una cartera de piel de Rusia, atada con una cinta. La abrió; allí estaban los billetes. No los contó.

«Soy el favorito de la casualidad», dijo Quintín sonriendo.

Cerró la puerta, cruzó el puente, y tiró la llave al río. Por allá todavía no debía saberse la noticia, porque la gente estaba tranquila y no había corrillos. Quintín subió por el Triunfo, atravesó de nuevo el Patio de los Naranjos, luego la iglesia y montó en el coche.

—Al Gran Capitán —dijo.

Ya por todas partes se conocía la noticia; las comadres se la comunicaban de puerta a puerta y de ventana a ventana.

«¿En dónde podría yo dejar este dinero con seguridad?», se preguntó Quintín.

A cualquiera que se le confiase había de hacerle preguntas indiscretas. ¿Su padrastro? Imposible. ¿Palomares, quizás? Pero Palomares, en su exaltación contra los ricos, era capaz de quedarse con los cuartos. ¿La señora Patrocinio? Estaría indignada contra él. ¿Springer? Éste era el mejor.

«Voy a su casa», pensó; y dio las señas al cochero de la relojería del suizo.