XXX

PROYECTOS

Le convenía a Quintín que Pacheco estuviera en Córdoba. Éste llevaba la cuestión del chantaje como una seda; se había entendido con el secretario del conde de doña Mencía, el cual no esperaba para pagar más que la venta en Madrid de unos títulos de la Deuda. También le convenía a Quintín que Pacheco agitara el pueblo; si la agitación tenía éxito, se aprovecharía; si no, se retiraría tranquilamente.

Unos días después, Quintín aún no se había levantado cuando se presentó Pacheco en su casa. La madre de María Lucena le abrió la puerta y le hizo pasar a la alcoba.

—No se levante usted —dijo Pacheco—; siga usted en la cama.

—¿Qué hay? ¿Qué le trae a usted por aquí?

—Vengo a estas horas, porque no quiero encontrarme con nadie en la calle; podría parecer una provocación. He hablado con uno de los señores de la Junta, y me ha vuelto a asegurar que no tenga cuidado, que no me prenderán; pero después me ha dicho si tengo algún plan, algún proyecto, y yo le he contestado que todavía no se lo puedo explicar. ¿Comprende usted? Ahora resulta que algunos creen que yo tengo la revolución preparada.

—Tiene gracia —dijo Quintín.

—¿Y qué hago yo?

—Usted, lo que debe hacer, primeramente, es sacar ese dinero al conde.

—Esta semana me lo darán.

—Bueno, después, va usted comprando armas y organizando una partida.

—¿En Córdoba mismo?

—Sí, sin salir a la calle; que cada cual esté en su casa. Hacemos un recuento de fuerzas, y esperamos la ocasión.

—Y después…

—Después lo dirán las circunstancias. Que hoy nos conviene armar un escándalo, pues lo armamos: que mañana hay que disparar unos tiros en la calle, pues se disparan. Nadie sabe lo que puede suceder. Ahí están las tropas en el puente, y van y vienen recados, y cartas y líos. Aquí, la cuestión es tener fuerza y estar siempre en acecho.

—De manera que yo empiezo ya a reclutar gente.

—Claro.

—Bueno. Me he ido a vivir fuera del pueblo, a un casuco del campo de la Verdad, porque no quiero estar dentro de la población.

—Ha hecho usted bien.

—Es una casa que da frente al río, que tiene en el zaguán un herrador. Vaya usted por allá mañana.

—¿A qué hora?

—A la tarde.

—Allá estaré.

Los días siguientes por la tarde, Quintín iba a la casa de Pacheco en el campo de la Verdad; se sentaba en una mecedora de tela, ponía los pies en el marco de la ventana, y fumaba su pipa.

Oía las conversaciones y miraba indiferente el pueblo.

Con los ojos medio entornados, veía la puerta del puente, medio arruinada; más atrás, como por encima de ella, se levantaban los muros pardos de la Mezquita, con sus almenas dentelladas; sobre estos paredones amarillentos, pesaba la cúpula negra de la catedral y se erguía graciosa la torre, brillante de sol, con un ángel en la punta que se incrustaba en el gran zafiro de piedra del cielo.

A un lado del puente, el jardín del Alcázar mostraba sus altos y negruzcos cipreses y sus achaparrados naranjos; luego la muralla romana, gris, manchada de un verde polvoriento por las hierbas parásitas, continuaba hacia la izquierda, y se extendía, cortada de trecho en trecho, por cubos de piedra hasta el cementerio de la Salud.

Al otro lado, las casas de la Ribera formaban un semicírculo, siguiendo el arco de herradura del río, que avanzaba como a socavar los cimientos del pueblo.

Eran estas casuchas, que se reflejaban en la superficie del río —serpiente que a todas horas cambiaba de color—, pequeñas, grises y derrengadas. En sus paredes, que el sol calcinaba continuamente, crecían las hiedras oscuras; entre sus tapias brotaban chumberas de grandes pencas entrecruzadas; y de sus patizuelos, de sus corrales, salían las copas de los cipreses y la rama de las higueras de hojas blanquecinas.

Los tejados eran grises, roñosos, montados unos sobre otros, con azoteas, con miradores, con torrecillas; en algunos, una vegetación de jaramagos los convertía en verdes praderas.

Por encima de estas casuchas se destacaba en el cristal del cielo la línea quebrada de los tejados del pueblo, interrumpida por alguna torre, y esta línea iba bajando hacia el río hasta terminar en unas cuantas casas azules y rosadas, próximas al molino de Martos.

A casi todas horas sonaba alguna campana. Quintín las oía adormecido, soñoliento, mirando el cielo nublado por la calina y el río de mudable color.

La casa de Pacheco tenía un cuarto con una ventana que daba al otro lado, a una plazoleta en donde una porción de vagos tomaban tranquilamente el sol.

Había entre ellos un tipo que a Quintín le interesaba. Llevaba este tipo un pañuelo rojo en la cabeza, patillas hasta la altura de las orejas y una gran raja hecha pedazos. Solía sentarse en un poyo, y con la frente apoyada en la mano estudiaba los andares y los movimientos de un gallito de plumas color de fuego.

Este observador del gallo era, al mismo tiempo, pedagogo del alado bípedo, lo cual debía tener serias dificultades, a juzgar por el aire reflexivo que tomaba el hombre en algunas ocasiones.

Quintín escuchaba lo que decían las reuniones que allí se celebraban.

¡Qué lejos solía estar su pensamiento en aquellos instantes! De vez en cuando, Pacheco o alguno de los conspiradores le hacía una pregunta, que él contestaba maquinalmente. Su silencio se traducía por reflexión.

Quintín excitaba el amor propio del bandido. Esperaba el momento de que cobrase el dinero del conde para tomar su parte y marcharse a Madrid. No quería que este intento suyo se transparentase, y daba a entender al bandido que deseaba el dinero únicamente para ejercer una acción revolucionaria.

Todos los días Quintín jugaba en el Casino y perdía. Tenía mala suerte. Se había entregado a los usureros y firmaba pagarés al ochenta por ciento, con la sana intención de no pagarlos nunca.

Después de conferenciar con todos los hampones que venían a verle, Pacheco consultaba a Quintín. El bandido tenía aspiraciones románticas, leía por las noches libros en donde se narraban grandes batallas, y esto le perturbaba, haciéndole creer que era hombre nacido para altas empresas.

—¿Sabe usted lo que he pensado? —le dijo una tarde Pacheco a Quintín.

—¿Qué?

—Que si para antes que se decida la batalla en Alcolea tengo yo organizada mi gente, me hago dueño del pueblo.

—No sea usted loco —le dijo Quintín—; usted no tiene fuerza para eso.

—¿Que no? Usted lo verá. Tengo en el pueblo más partidarios de los que usted se figura.

—Pero no tiene usted armas.

—Deje usted que venga el dinero del conde, que ya no puede tardar.

—¿Y va usted a ponerse en contra de la tropa?

—La tropa se unirá con nosotros.

—¿Y luego, qué? ¿Qué va usted a hacer después?

—Si triunfo, proclamar la República.

Quintín contempló atentamente a Pacheco.

«El pobre hombre —pensó— tiene monomanía de grandezas».

En este momento el Taco, un perdido que se había hecho lugarteniente de Pacheco, entró a decirle que unos hombres le esperaban abajo.

—Ahora vuelvo —dijo el bandido.

Quintín se quedó solo.

«Este hombre va a hacer alguna barbaridad —murmuró—; y lo peor es que me va a quebrar la combinación. No hay que dejarle a sol ni a sombra hasta coger el dinero. ¿Y si lo guarda aquí y luego le pegan un tiro en la calle? Se acabaron los cuartos. ¿Cómo se demuestra que el dinero le corresponde a uno? Le podía pedir una llave de este cuarto; pero se escamará… y no conviene que desconfíe. Vamos a ver esa llave.»

Quintín se acercó a la puerta; la llave era pequeña, la cerradura nueva; sin duda la había puesto Pacheco.

«Hay que sacar un molde de esto», se dijo Quintín.

Al día siguiente, con dos pedazos de cera blanca en el bolsillo, se presentó en casa de Pacheco. Como de costumbre, escuchó, tendido en la mecedora, las discusiones y cábalas de los conspiradores. Y cuando notó que iban a marcharse, dijo al bandido:

—Oiga usted, compadre; deme usted un poco de papel y tinta, que voy a escribir.

—Bueno; ahí tiene usted. Nosotros nos vamos a la taberna del Cuervo; allí le esperaremos.

Quintín se sentó a fingir que escribía; pero notó que alguien se quedaba allí. Era el Taco. Siguió escribiendo palabras sin sentido, y el Taco siguió en el cuarto. Ya incomodado e impaciente Quintín, se levantó.

—Se me ha olvidado el tabaco —dijo—; ¿hay por aquí algún estanco?

—Sí, aquí cerca.

—Voy a comprar una cajetilla.

—Yo se la traeré a usted.

—Bueno. Sacó Quintín una peseta, y se la dió al Taco. Inmediatamente que salió el hombre apretó la cera entre los dedos hasta ablandarla, sacó la llave, e hizo el molde. Estaba ablandando el otro trozo de cera, por si acaso el primero salía mal, cuando oyó los pasos del Taco, que subía las escaleras a saltos; apresuradamente, introdujo Quintín la llave en la cerradura y se sentó a la mesa. Siguió haciendo como que escribía, metió el papel en un sobre, y salió de casa. El Taco cenó la puerta.

—Vamos a la taberna del Cuervo —dijo Quintín.

Cruzaron el puente y entraron en la taberna.

Estaban allá, sentados en grupo, Cornejo, ya curado de los palos; Currito Martín, Carrahola, el Rano, dos o tres desconocidos, y un hombre feroz a quien llamaban el Ahorcado, porque, aunque pareciese extraño, lo había sido por mano del verdugo. Este hombre tenía una historia terrible. En otro tiempo había sido dueño de una venta próxima a Despeñaperros. Una noche se le presentó en la venta un hombre, al parecer rico. Entre la mujer y él asesinaron al viajero para robarle; luego resultó que este hombre era hijo del ventero, que en la niñez se había ido a América y enriquecido allí. Condenado a muerte el Ahorcado, fue al patíbulo; pero el aparato del verdugo no funcionó y lo indultaron. Enviado a Ceuta, cumplió su condena y volvió a Córdoba.

El Ahorcado tenía los nombres de los afiliados en su barrio a la banda de Pacheco, y los leía poniéndose una mano en la garganta, pues de otro modo, no lograba emitir sonidos.

—Bueno. Vamos a ver la lista —dijo Pacheco.

El Ahorcado comenzó a leer.

—Argote.

—Ése es bueno; un hombre de pelo en pecho —comentó Currito.

—Matute, el Mochuelo, Pata al Hombro —siguió leyendo el Ahorcado—, el Mocarro.

—Éste es el tío de más nariz de Córdoba —interrumpió Currito—; como que tiene que limpiarse con el embozo, porque no le bastan los pañuelos.

Siguió así la lista de los nombres, con su correspondiente comentario de Currito.

—El Penducho.

—Buena persona.

—Cuco Pavo, el Cimborrio.

—Ése es un hombre que se limpia la cara con una calceta usada, y ensucia la calceta.

—Malpicones, Ojancos.

—Ése es un usurero que presta al mil por ciento.

—Muñequitas, la Madamita.

—Ésos son de Benamejí.

—Acaban de salir los dos del presidio de la Carraca —dijo el Rano.

—El Poyato.

—Eso ya es basura —saltó diciendo Currito.

—No lo crea usted —replicó el Ahorcado—, que el Poyato no es una rana, y aunque le dé el trigo en el pecho cuando sale al campo, es un hombre muy terne.

—Verdad —dijo Carrahola, defendiendo por compañerismo a un hombre bajito.

—Boca Muerta —siguió leyendo el Ahorcado—; el Zurrió, Cantarote, Once Dedos.

—Ése tiene un brazo más largo que otro, y un dedo de más —dijo Currito.

—Ramos Lechuga.

—Ése es un pamplinoso muy mayor —dijo uno.

—Y muy blando de boca —repuso otro.

—¿Y de mujeres? —Preguntó Pacheco.

—Están apuntadas en este otro papel —contestó el Ahorcado—. La Canasta, la Bardesa, la Cachumba…

—Vaya unas tiacas —dijo riendo Currito.

—La Cometa, la Saltacharcos, la Chirivicha…

—Está bien —dijo Pacheco—; dentro de tres días se cobrará aquí.

Quintín supuso que el bandido tendría la seguridad de que en ese tiempo habría cogido los cuartos. Salió de la taberna, y en la logia preguntó por la ferretería de Diagasio. La tenía en una calle próxima a la Corredera. Fue a ver al longimano, y con grandes misterios, llevándole a un rincón de la trastienda, le contó lo que deseaba.

—Mañana le entregaré a usted la llave en la logia.

Quintín estrechó la mano del ferretero, y se fue a su casa.