UNA CONFERENCIA
Unos días después, a las nueve y media de la noche, subía Quintín la escalera de una casucha de la calle del Cister.
Entró en el piso segundo, atravesó la escuela laica, un cuartucho con mesas en fila y carteles en las paredes, y pasó a la logia, que era un zaquizamí, con una mesa en el fondo, y un quinqué de petróleo por toda luz.
No sabía Quintín si los honorables masones, allí congregados estaban en una tenida blanca, o en una tenida de color; debía de haber terminado la sesión, y el presidente, don Paco, peroraba, pero ya desprovisto de su dignidad presidencial, entre las turbas del Aventino.
Don Paco era un río de palabras. Todas las grandes frases revolucionarias acudían de una manera fluida a sus labios. El derecho del ciudadano, el yugo ominoso de la reacción…, el esfuerzo heroico de nuestros padres…, esa libertad que nos ha costado mares de sangre…, justo castigo a su perversidad…
Todas estas frases las pronunciaba don Paco, como si por decirlas ya estuviesen realizadas.
Si a alguno de los compañeros masones se le encomendaba una misión peligrosa, y pretextaba que tenía familia, don Paco decía, como hubiese podido decir Catón:
—Antes es la patria que la familia.
Pero si el encargo peligroso era para él, don Paco argüía, diciendo: «que no quería comprometer la causa de la sacrosanta libertad con una imprudencia».
Ahora, en ciertas ocasiones, en vez de decir sacrosanta, decía veneranda, lo cual, para don Paco, tenía su valor y otro matiz.
Si se suponía que algún jefe progresista en Madrid había traicionado, ora a la veneranda, ora a la sacrosanta, don Paco, en la logia, gritaba: «¡A la barra ese ciudadano! ¡A la barra!».
Ni él mismo sabía qué era eso de la barra; pero la cuestión era el grito, que sonara bien, y eso sonaba admirablemente: ¡A la barra!
Cuando no estaba exaltado, don Paco admiraba, más que nada, el parlamentarismo inglés. Quintín le había dicho que se parecía a sir Roberto Peel.
Quintín había visto la figura de este orador en un anuncio de un betún para las botas; no tenía más que vagas noticias de la existencia de sir Roberto; a don Paco le pasaba lo mismo, pero la comparación le enorgullecía.
Fuera de estas farsas políticas, don Paco Sánchez Olmillo, maestro cirujano y maestro masón, era una buena persona, sin maldad: un viejecillo bajito, calvo, granujiento y apoplético. Tenía el cuello grueso, los ojos a flor de cara, tan abultados, que parecían metidos debajo de la piel. Al menor esfuerzo, enrojecía hasta los pelos; si lanzaba una exclamación de las suyas, entonces ya pasaba de rojo a violeta y hasta azul.
Don Paco tenía grandes admiradores entre los concurrentes a la logia; lo consideraban como un hombre formidable.
Quintín llamó a Diagasio, el ferretero longimano, y le dijo:
—Dígale usted a don Paco que le espero.
—Está hablando.
—Bueno; pues yo tengo prisa.
Fue Diagasio, y poco después se acercó don Paco rodeado de varios amigos, y perorando.
—No —decía—; lo afirmó y lo afirmaré siempre. Los españoles no estamos, por ahora, capacitados para aceptar la forma republicana. ¡Ah, señores! ¡Si estuviésemos en Inglaterra! ¡En ese país libérrimo, que es la cuna de las libertades… sacrosantas!
—Bueno —dijo Quintín vivamente—; a mí no me coloque ese discurso. He venido a decirle a usted que he recibido una contestación a la carta que envié, y me dan una cita.
Don Paco se dirigió a sus amigos, y durante algún tiempo se oyó decir: excursión peligrosa, misterios, policía, el resultado se sabrá después. Luego, el digno presidente se acercó a Quintín.
—¿Irá alguno con nosotros?
—No; ¿para qué? Cuanta más gente vaya, peor.
—Es verdad; se desconfía.
Se despidió don Paco de sus amigos como se hubiera despedido sir Roberto Peel, si a este sir le hubieran llevado al patíbulo; bajaron los escalones, y salieron a la calle.
Se dirigieron al Gran Capitán, de allí pasaron a la Victoria, y luego, por delante de la Puerta de Gallegos, se encaminaron hacia la de Almodóvar.
Quintín sentía una gran satisfacción viendo al viejo lleno de miedo. A cada paso, don Paco preguntaba a Quintín:
—Mire usted si nos siguen.
—No diga usted necedades. ¿Quién nos va a seguir?
—¡Ah! No sabe usted la policía terrible que tienen ellos.
Para don Paco, en la vida todo era misterio, oscuridades, espionajes, confabulaciones; en resumen: todo era miedo, y el miedo en aquel instante lo contrarrestaba hablando alto y tarareando trozos de zarzuela.
Esta mezcla de petulancia y de jindama constituía para Quintín un gran entretenimiento. Cuando le veía al viejecillo muy animado, haciendo florituras en un aire de Marina o del Dominó azul, le decía:
—Calle usted, don Paco; me ha parecido ver entre los árboles un hombre espiándonos.
Al instante, la animación del digno presidente se transformaba en un silencio de mal agüero…
Mientras los dos fueron bordeando la muralla, la luna roja, enorme, como un sol extinguido, se levantó sobre el pueblo; la torre de la catedral apareció muy blanca en el cielo azul oscuro… Pasaron por delante de un tejar, y Quintín, viendo a don Paco mustio le dijo:
—Ya creo que podemos estar tranquilos, porque de aquí en adelante no hay guardias ni serenos que puedan espiarnos.
Estas palabras tranquilizaron al viejo; un momento después, don Paco tarareaba un trozo del Dominó azul, diciendo que no quería su paloma tan cerca del gavilán.
Luego, tranquilizado por completo, comenzó diciendo con voz campanuda:
—Hay momentos en la vida de los pueblos como en la de los individuos…
—¡Un discurso! don Paco, ¡por Dios! ¡A estas horas! —exclamó Quintín…
El viejo, viendo que no podía seguir su discurso, dijo en tono familiar:
—¡Las cosas que uno ha hecho en esta vida, Quintín! Cuando nos reuníamos ahí, en el café de Pepón, en la calle de Antonio de Morales, éramos un puñado los que teníamos ideas avanzadas… Hoy, en cambio, ya ve usted. Y todo por mí, Quintín. Yo he inaugurado el Centro de lectura de artesanos y la logia Patricia…; he sido de los del Club del Hacha, y uno de los fundadores del Comité. Y siempre conspirando.
—Es usted un valiente —dijo Quintín con sorna.
—No; no tengo más que civismo, créame usted, Quintín. ¡Cuántas veces, de noche, he salido disfrazado, ya por el Gran Capitán, o por cualquiera de los postigos de la izquierda, y por derredor de la muralla he ganado el puente! Allí solía correrme por delante de los fosos del castillo de la Calahorra, bajaba al otro lado del Guadalquivir, y seguía corriente abajo hasta tomar el camino de Montilla. Otras veces pasaba el río por el vado del Adalid, para salir después por detrás del campo de la Verdad a un terreno que se llama los Barreros, donde me acogía un guarda de toda confianza.
—¿Y para qué estas mojigangas, don Paco?
—Crea usted que todo era necesario.
Seguían don Paco y Quintín bajando hacia el río, cuando, de pronto, entre la Puerta de Sevilla y el cementerio de la Salud, se oyó una voz fuerte y ruda, que resonó poderosa en el silencio de la noche.
—¡Alto! ¿Quién vive?
—Dos hombres —contestó en broma Quintín—: por lo menos, en apariencia.
—Por Dios —exclamó don Paco—, que pueden disparar.
La voz, aún más fuerte y amenazadora, gritó de nuevo:
—¡Alto a la Guardia civil!
—Estamos quedos —balbuceó don Paco temblando.
—Acérquense.
Se aproximaron al lugar donde se oían las voces; uno de los guardias, después de mirarles atentamente, les dijo;
—¿Qué andan ustedes haciendo a estas horas?
—A este señor —dijo Quintín— le han llamado a un cortijo para sangrar a un enfermo.
—¿Es sangrador?
—Soy médico —dijo don Paco.
—¿Y usted?
—Yo soy su ayudante.
—¿Por qué no han contestado ustedes en seguida?
—La impresión que nos ha hecho —dijo Quintín con sorna.
—Pues de buena se han librado —indicó el guardia.
—¿Pues qué pasa? —preguntó Quintín.
—Que Pacheco ha andado por aquí estas noches.
Don Paco comenzó a temblar como un azogado.
—Bueno; vamos a sangrar a ese enfermo —dijo Quintín—. Adiós, señores.
—Buenas noches.
Dieron la vuelta a la muralla, y de pronto, don Paco se detuvo con decisión.
—No; no voy —exclamó.
—Pero, ¿qué le pasa a usted?
—Es una imprudencia ir a ver a Pacheco —balbuceó el viejo—; desacreditamos la causa.
—Eso lo podría usted haber pensado antes.
—Bueno; pues no voy.
—Está bien; iré yo solo.
—No, no… ¡Ay, Dios mío!
—¿Está usted malo, don Paco?
—Sí; creo que me he constipado —contestó el terrible revolucionario con voz temblorosa—. Además, no veo la necesidad de visitar a Pacheco a estas horas.
—Pues iré yo, si usted quiere.
—Pero, ¿para qué? —añadió el viejo con voz insinuante—. Allí todo el mundo habrá creído que hemos ido a ver a Pacheco. Usted no ha de decir que no, y yo tampoco; ¿para qué vamos ahora a exponernos a un disgusto serio? Además, está fresca la noche, y este frío no es sano.
—Pero se le ha dado una cita a Pacheco.
—¿Y eso qué importa?
—Además, hay otra cosa —repuso Quintín.
—¿Qué?
—Que si ahora volvemos en seguida y nos ven los guardias, van a entrar en sospechas.
—¿Pues qué hacemos?
—Creo que lo mejor es ir adelante.
Don Paco suspiró, y a regañadientes siguió detrás de Quintín. La luna iba levantándose en el cielo. El viejo marchaba presa de profundo abatimiento. A la media hora dijo:
—Ya nos podemos volver.
—¿Para qué? Si no nos falta casi nada.
Un momento después se desviaron de la carretera y se acercaron a una casa. Quintín metió dos dedos en la boca, y lanzó un silbido estridente.
—Van a venir —dijo don Paco temblando.
A los pocos segundos se oyó otro silbido. Quintín se acercó a la puerta de la casa; en el mismo momento se abrió un ventanillo, y Pacheco dijo en voz queda:
—¿Es usted, Quintín?
—Sí; yo soy.
—Ahora bajo.
Se abrió, sin hacer el menor ruido, la puerta, y don Paco y Quintín pasaron a un zaguán oscuro.
—Por aquí —dijo la voz de Pacheco.
—¿Por qué no encienden una luz? —preguntó don Paco.
—La luz se ve desde lejos.
Atravesaron el zaguán, y entraron en una cocina iluminada por un candil.
—Sentarse, caballeros —dijo el bandido; y cerró la puerta de la cocina, y echó un brazado de ramas secas al hogar—. La noche está fresquita —añadió.
Se sentaron don Paco y Quintín, y este último tomó la palabra.
—El señor —dijo— es don Paco Sánchez Olmillo, que, como sabe usted, es uno de los individuos de la Junta revolucionaria y jefe de la logia Patricia.
—Jefe, no —repuso don Paco—; los masones no tienen jefe.
—Aquí no vamos a discutir las palabras; la cuestión es entenderse. Este señor, y los demás individuos de la Junta, han pensado que usted, compadre, podría servirles para intentar un movimiento; y quieren ponerse de acuerdo con usted.
—El caso es —dijo don Paco, que creyó que Quintín le comprometía demasiado— que yo no tengo poderes…
—Aquí no se trata de poderes legales, ni de cosas de abogado —replicó Quintín—. Entre nosotros basta la palabra.
—Es la fija, compadre —añadió Pacheco.
—Usted, don Paco, quería saber si Pacheco podría organizar ese movimiento, ¿no es eso?
—Sí; en principio, eso es.
—Bueno; pues ya lo sabe usted, Pacheco. Usted dirá si puede trabajar, y en qué condiciones.
—Mire usted, Quintín —dijo el bandido—. Usted ya sabe mis ideas, y que soy más liberal que Riego. Yo, por ayudar a la revolución, no quiero nada, ni dinero ni premio alguno, que yo no voy a logrear con eso. Lo que sí quiero es que no me jueguen una mala pasada. Porque ésos de la Junta, y no lo digo por este señor, son capaces de dársela al lucero del alba. Ye iré a Córdoba, y veré con qué gente se puede contar, y trabajaré lo que haya que trabajar; pero con una condición, y es que todos los señores de la Junta me garanticen a mí que no me va a pasar nada con la justicia. Es decir, que yo no tengo inconveniente en exponerme a que me peguen un tiro; lo que no quiero es que me metan en la trena por una cosa de nada.
—Yo —dijo don Paco— no tengo poderes… ni atribuciones.
—Habrá que tratar eso con los de la Junta —dijo Quintín—. ¿Por qué no va usted allá, compadre?
—No; yo no voy a Córdoba.
—¿Por qué?
—Porque me temo que me han vendido, y el que lo ha hecho no lo va a pasar bien.
—Ahí, unos civiles nos han parado y nos han dicho que le esperaban a usted —dijo Quintín.
—¿En dónde?
—Cerca del cementerio de la Salud.
—Pues que esperen allá sentados —dijo Pacheco—. Pero vamos a lo que vamos. Si usted, compadre, me quiere hacer el favor de ver a esos señores de la Junta y de hablarles, les expone usted claramente lo que yo deseo. Si ellos aceptan, se lo dice usted al Cuervo; él se encargará de enviarme a mí la contestación, y al día siguiente estoy en Córdoba.
—Entonces, no hay más que hablar.
Se levantaron los tres.
—Bueno; vamos, don Paco —dijo Quintín.
—Hombre, ¿no sería mejor que ya nos quedáramos a pasar la noche?
—Lo que usted quiera.
—¿Habrá camas aquí?
—¡Qué ha de haber!
—Yo duermo en el pajar —dijo Pacheco—. Les acompañaré, si ustedes quieren.
Don Paco vaciló en recorrer el camino de nuevo o pasar una mala noche, y optó por esto último.
—Vamos al pajar —dijo con resignación.
Pacheco tomó un farolillo, abrió la puerta de la cocina, atravesó un patio, luego otro, y por una escalerilla subió a un agujero; era el pajar.
—Vaya, a tenderse —dijo Pacheco—. Mañana amanecerá, y verá el tuerto sus espárragos. ¡Buenas noches!
Quintín se quitó las botas, y al poco rato estaba dormido.
Por la mañana, una voz fuerte le despertó.
—¡Arrieros! ¡que está amaneciendo!
Se incorporó Quintín; el sol entraba por las rendijas del pajar; cantaban los gallos. Pacheco se había marchado. Don Paco, sentado sobre la paja, con un pañuelo de color en la cabeza, gemía.
—¡Qué noche, Dios mío! ¡Qué noche! —le oyó decir Quintín.
—Qué, ¿no ha dormido usted, don Paco?
—Ni un momento. En cambio, usted ha dormido como un tronco.
—Bueno; vámonos.
Se levantaron; se quitaron las pajas como quien se despluma.
Salieron del cortijo. Hacía un día soberbio. Al llegar cerca del cementerio de la Salud bajaron hacia el río, y por la alameda del Corregidor, entre el Seminario y el molino árabe, salieron a la puerta del puente.
—Esta tarde en el Casino —dijo don Paco, que dentro del pueblo iba adquiriendo ya su presencia de ánimo.
—¿A qué hora?
—Al anochecer.
—Allí estaré.
—Ya ve usted lo que uno hace por las ideas —decía don Paco en el Casino—. Se sacrifica uno por la revolución y por la patria; se afronta durante años y años el odio de los moderados; se expone uno a todos los peligros imaginables, y nada, no le cuentan a uno entre los iniciadores. Hablan de Olózaga, de Sagasta… Le digo a usted que es una infamia.
—Hola, don Paco —le saludó Quintín—. ¿Ya ha descansado usted de la mala noche?
—Sí; tenemos que ver a esos señores.
—Cuando usted quiera.
—Vamos ahora mismo.
—¿A dónde tenemos que ir?
A casa del conde de doña Mencía. Allí estarán reunidos los de la Junta.
El conde vivía en una de las calles céntricas de Córdoba. Entraron en el zaguán, y llamaron. Abrió un criado la cancela y les acompañó hasta el piso principal, a una gran sala con artesonados, iluminada por dos bujías. En las paredes se veían retratos muy charolados, con enormes marcos llenos de molduras. Un joven de barba negra que allí estaba saludó a don Paco y a Quintín, y les hizo pasar a un despacho en donde se hallaban reunidas ocho o diez personas.
No interrumpieron la conversación con la entrada de ellos, y siguieron hablando; la revolución se extendía por toda Andalucía; las tropas revolucionarias marchaban a Córdoba.
Don Paco se enteró de estas noticias, y después habló a uno de los señores de su conversación con Pacheco. Este señor se acercó a Quintín y le dijo:
—Dígale usted a Pacheco que por mí puede estar tranquilo. Haré todo lo que esté de mi parte para que no le prendan.
—¿Oye usted lo que dice el señor conde de doña Mencía? —preguntó don Paco a Quintín.
—Sí; pero eso no basta —contestó Quintín, que al oír aquel nombre sintió una profunda irritación—. Yo he ido a ver a Pacheco, porque don Paco me dijo que Pacheco podría ser útil a ustedes organizando la gente del pueblo. Si mi amigo tiene fuerza o no, eso yo no lo sé; lo que sí sé es que Pacheco, para venir a Córdoba, pone como condición el que ustedes se comprometan a que no le prendan cuando venga aquí, y que no le hagan una canallada. Ahora ustedes verán si eso les conviene o no.
El tono violento empleado por Quintín sorprendió a los señores de la Junta; algunos protestaron, pero el conde se acercó a los protestantes, y les habló en voz baja. Discutieron la proposición de Pacheco; unos decían que tal complicidad con un bandido era deshonrosa; otros no querían tener en cuenta más si era útil o no. Por último se decidieron, y uno de ellos, acercándose a Quintín, le dijo:
—Puede usted decir a su amigo —y el señor recalcó la palabra—, que en Córdoba no le molestarán.
—¿Responden ustedes todos por él?
—¡Sí!
—Está bien. Buenas tardes.
Y Quintín hizo una ligera inclinación de cabeza, salió del despacho, cruzó la sala, y salió a la calle. Se dirigió a la taberna del Cuervo, y le dijo al tabernero que avisara al señor José que podía venir libremente a Córdoba.