XXVIII

EL RECADO DEL MASÓN

—¿De manera que no se sabe nada de él? —preguntó el suizo.

—Nada —respondió María Lucena—; salió aquella misma noche de aquí, cuando le quisieron prender, y ya no ha aparecido. Se dice que entre Pacheco y él han robado a la condesa.

—¡Demonio! Un secuestro.

—Sí. Crea usted que me está dando unos disgustos ese hombre, que ya me pesa haberle conocido.

Pablo Springer contempló con simpatía el rostro pálido de la cómica.

—Ya vendrá —dijo.

—¡Ojalá no viniera! —contestó ella.

—El suizo quedó algo turbado.

—¿Y cómo le conoció usted a Quintín? ¿Por el escándalo que armó aquí mismo?

—Por eso. Me dijeron que había habido una disputa entre un joven y un hombre muy soez que me estaba insultando. Y a este Cornejo, que es el que hace cantables de actualidad en las zarzuelas, le pregunté quién era mi defensor, y me dijo: «Yo se lo enseñaré a usted». Todas las noches le preguntaba: «¿Pero quién es? ¿Quién es?». Y él sin venir. Hasta que ya me impacientó la cosa y le dije a Cornejo: «Mire usted; dígale usted a su amigo que quiero conocerle, y que si no viene al teatro, que vaya por mi casa, que vivo cerca de aquí, en una casa de viajeros que llaman de la Mariquita». ¿Querrá usted creer? Yo, espera que espera un día y otro, y él sin venir.

—¿Y usted estaría indignada? —dijo Springer.

—¡Y es natural! Porque yo decía: si no me conoce, ¿a qué viene el defenderme? Y si me conoce, ¿por qué no quiere venir?

—¿Y al último, cómo fue el conocimiento?

—Pues verá usted; un día aparece aquí Quintín con Cornejo, y éste me lo presenta y me dice que era él el que me había insultado y se había pegado con mi defensor. Yo le dije una porción de barbaridades y de insolencias, y en esto entra un amigo y le saluda diciéndole: «Hola, Quintín». Entonces ya comprendí que era él el defensor y nos hicimos amigos.

—Sí, es muy aficionado a esas farsas.

—Pero, ¿para qué hace eso? Es un hombre que yo no le comprendo.

—Ni él mismo se comprenderá, probablemente; pero es un buen muchacho.

En el mismo momento en que pronunciaba el suizo estas palabras, entró Quintín en el café mirando a un lado y a otro con aire indiferente, y se acercó a la mesa en donde estaba María Lucena y Springer.

María, al verle, se puso súbitamente roja.

—¡Ah! ¡Ya has venido! —exclamó con rabia—. ¿Dónde has estado?

—Si hubiese sido por ti, hija mía, estaría en la cárcel.

—Allí es donde debías estar siempre. ¡Ladrón! ¡Mala víbora te pique, arrastrao! Di, ¿qué has hecho estos días?

—Pues he estado en un cortijo, huyendo de los polizontes.

—¡Como que te creo! Has estado con una mujer.

El procedimiento de sacar la verdad con la mentira dio resultados, porque Quintín dijo cándidamente:

—¿De dónde lo sabes?

—¡Ves como es verdad! Y ahora te has cansado con ella y vienes aquí otra vez. Pues hijo, ya puedes marcharte, que no está la carne en el garabato por falta de gato, y no quiero nada contigo. A mí me sobran los hombres que valen más que tú, que tienen más dinero que tú, y más corazón que tú.

—No digo lo contrario —replicó friamente Quintín.

—¡Ah! ¿No dices lo contrario? ¿No dices lo contrario? —gritó ella alzando la voz enfurecida—. ¿Pero tú qué te has figurado que soy yo? ¿Tú qué te has creído?

—Bueno, no chilles tanto —dijo suavemente Quintín.

—Chillo, porque quiero, mala sangre; ¿por quién me has tomado a mí? ¿Es que crees que puedes reírte de mí de esa manera?

—¡Es una lógica admirable! —replicó Quintín—. Aquí todo el mundo cree que su vida es el eje del universo; ahora, la de los demás, no tiene importancia.

—Es que…

—Hazme el favor, que estoy hablando. Salgo la otra noche del café, y gracias a la influencia del señor Gálvez, con quien estabas aquí…

—¡Yo! —dijo María—. No es verdad.

—Yo mismo te vi.

—¿De dónde pudiste haberme visto?

—De la puerta, hija mía.

—¡Si tú no conoces a Gálvez! —repuso ella, creyendo que la noticia la tendría Quintín de segunda mano.

Es verdad; pero conozco al mozo y a él le pregunté: «¿Quién es ese señor que está hablando con María?» Y él me contestó: «El señor Gálvez». De manera que no mientas. Bueno; pues gracias a la influencia benéfica de ese señor amigo tuyo, estuve a punto de que me llevaran a la cárcel, de caerme al río… y, sin embargo, no he venido chillando, porque no creo que mi vida sea el eje del universo.

—¡Desaborío, más que desaborío! —gritó ella—; te machacaría los sesos ahora mismo.

—No machaques nada, y oye si quieres.

—¿Para qué? Si vas a mentir.

—Bueno; pues no oigas.

—Ojalá que te lleven a presidio y te tengan toda la vida con una argolla al cuello, por fulero.

—Si quieres oír, te diré con quién he estado.

—Oigo.

—Pues he estado con la condesa.

—Entonces es que tú no tienes ni pizca de vergüenza —dijo furiosa María.

—La condesa —siguió diciendo Quintín— estaba incomodada por los versos de La Víbora y quería vengarse, y había hablado al gobernador para que me prendieran.

—¿Y qué?

—Pues que Pacheco y yo nos reunimos, y en vez de prendernos a nosotros, la prendimos a ella, y en un coche la llevamos a un cortijo.

—Y allí, ¿qué ha pasado? —dijo la cómica.

—Allí, nada; que nos hemos hecho buenos amigos.

—¡Bah!

—¡Qué idea tienen las mujeres de las otras! —dijo Quintín sarcásticamente—. Para ellas todas las demás son unas perdidas.

—Todas, no; algunas, sí.

—¿Es que tú crees que la condesa es una corista? —preguntó Quintín con acritud.

María palideció y le miró a Quintín con una ira reconcentrada.

—¿Y qué ha hecho la condesa allá? —preguntó el suizo.

—Nada, pasear. Ha estado como lo que es: una gran señora. El que ha quedado loco por ella ha sido Pacheco.

—¿Y tú no?

—Ya sabes Springer, que para las mujeres soy de mármol.

—¡Qué farsante! —exclamó el suizo.

—¡Qué mentiroso! —añadió María Lucena.

—Que se me pelen las canillas, como dicen los gitanos, si no digo la verdad. Tú ya sabes, María, que soy como las cajas de mixtos buenas, que no tienen trampa ni cartón.

—No te creo.

—Pues di que eres un Santo Tomás con faldas.

Iba ya tranquilizándose María, y tomando un tono más amable, se disponía a marcharse al escenario, cuando un hombre alto, flaco, con unas barbas negras, unos brazos de canguro y unas manos formidables, se acercó a Quintín y después de hacer unas muecas misteriosas y de guiñar los ojos, le habló al oído.

—¿Qué te ha dicho ese hombre? —preguntó María.

—Ese hombre es un ferretero francmasón, que me dice que esta noche tengo que ir a la Logia Patricia.

—Vamos, otra vez me vienes con paparruchas. Mira que ya me tienes hasta el gollete. ¿Éste es un flay masón? ¿Tú crees que yo soy tonta?

—¡Eh! —llamó Quintín al ferretero, que ya estaba en la puerta.

—¿Qué hay? —preguntó el masón.

—Haga usted el favor, amigo: ¿quiere usted decir a esta mujer para qué me llamaba usted?

—¡Ah! Eso no puede ser —replicó el hombre sonriendo y poniéndose una de las zarpas, dignas de Artajerjes longimano, en el pecho—. No, no puede ser.

Luego el hombre se llevó la mano a la frente, después al hombro, e hizo una porción de extrañas gesticulaciones.

—¿Usted cree que será flay masón? —dijo María en voz baja al suizo.

—Sí; seguramente.

—Bueno, Diagasio, está bien —dijo Quintín.

—¡Ja…, ja…! —rió la cómica—; la verdad es que este pobre hombre tiene facha rara.

El ferretero se inclinó, hubo una sonrisa entre sus barbas negras, que pareció un rayo de sol en medio de la espesura, y moviendo sus grandes manos torpemente, se retiró pensativo, no sin haber tirado antes una botella de una mesa y de haber pisado a un perro.

—Pobre hombre —dijo Quintín—; está chiflado con esto de la masonería.

—¿Y cómo le has llamado? —preguntó el suizo.

—Diagasio. Él se llama Diego, pero a mí me parece más eufónico Diagasio. En la logia lo hemos bautizado por Marat.

Rió el suizo, y Quintín salió del café. Cruzó varias callejuelas, e iba por la calle de los Dolores Chicos a la del Cister, cuando un embozado se acercó a él.

—Alto ahí Quintín —dijo una voz.

—Hola, don Paco.

—¿A dónde se va?

—A la logia, que me han avisado hace un momento.

—Le he avisado a usted yo.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar a solas, Quintín.

—Cuando usted quiera.

—Esto va por la posta, amigo. La revolución va ganando terreno; pero aquí el Comité Revolucionario no hace nada o casi nada. Para ínter nos, los que forman parte de él no tienen bastante civismo, ¿sabe usted? Esto hay que activarlo, y usted, que conoce gente decidida, puede ayudar mucho.

—En eso, el que tiene más influencia que yo es Pacheco.

—¡Pero eso de aliarse con un bandido!