EN DONDE CHARLAN UNA CONDESA, UN BANDIDO PROFESIONAL Y UN HOMBRE DE ACCIÓN
Unos días después, por la tarde, en la puerta del cuarto de la condesa llamaba Quintín.
—¿Se puede pasar?
—Adelante.
Abrió la puerta Quintín, y entró. El cuarto era grande, blanqueado, con una ventana muy chica de cuatro cristales, el suelo de ladrillos encarnados y el techo de vigas azules. Estaba todo limpio como la plata, en medio había una mesa cubierta de un hule blanco con una botella de cristal, convertida por la dama en florero de flores silvestres.
—Señora —dijo Quintín—, venía a decirle a usted si quiere algo para Córdoba.
—¿Se va usted?
—Sí, señora. Si está usted aburrida, la llevaremos en el coche cuando usted quiera.
—No, aburrida no estoy. Al contrario.
—Entonces ¿por qué no se queda usted aquí?
—No, no puede ser. ¿Usted cuándo se va?
—Pensaba marcharme hoy, pero si usted quiere que la acompañe, lo dejaré para mañana.
—Bueno, lo dejaremos para mañana.
La condesa tenía amigas en el cortijo; al caer de la tarde salía con su labor a la puerta, y a la sombra, entre las mujeres de la casa, trabajaba. Le contaban su vida y sus apuros, ella las escuchaba con gran interés. Quintín y Pacheco solían unirse al grupo y charlaban hasta que la campana del cortijo daba la señal a los braceros, y se hacía de noche, y volvían haciendo sonar las esquilas los rebaños de cabras.
Los chiquillos de los trabajadores solían jugar delante de la puerta; tres de éstos se habían hecho amigos de la condesa. Eran tres niños que se habían quedado sin madre; el mayor, Miguel, tenía siete años, la segunda, Dolores, cinco, y la tercera, Carmen, tres.
El mayor era muy vivaracho, ya un pillete; la segunda tenía una melena enredada, rubia, los ojos azules y melancólicos, la cara tostada por el sol; llevaba una chaqueta de su padre, un delantal sucio, las medias caídas y unos zapatos grandes. La pequeña, con el dedo metido en la boca, se pasaba las horas muertas.
Estos tres niños, acostumbrados a la soledad, se bastaban a sí mismos; jugaban dándose golpes, tirándose por el suelo, no lloraban nunca.
—Ésta los arregla a todos —le dijo a la condesa una de las comadres, señalando a la segunda.
—Pobre hija. ¿Cómo te llamas?
—Dolores.
La condesa miró a la niña, que bajaba la vista.
—¿Quieres venir conmigo, Dolores? —le preguntó.
—No.
—Te daré trajes bonitos, muñecas, ¿quieres?
—No.
La dama besó a la niña, y todas las tardes los tres hermanos se le acercaban esperando que les diera alguna moneda…
—Ve usted —dijo la condesa a Quintín señalando a la gallina que iba con sus pollitos, todavía sin pluma, por el raso del cortijo— yo la envidio.
—¿Sí? —preguntó Quintín—. Es usted más romántica de lo que yo suponía.
—¿Romántica, cristiano? ¿Por qué? Ésa es la verdad, la Naturaleza.
—¡Ah! ¿pero usted cree en la bondad de la Naturaleza?
—¿Y usted no?
—Yo no. La Naturaleza es una farsa.
—¡Usted sí que es una farsa! —dijo la condesa—. No podría vivir con un hombre como usted, Quintín.
—¿No?
—No. Si me hubiera casado con usted hubiésemos concluido mal.
—¿Nos hubiéramos pegado?
—Es probable.
—Pues mire usted, las dos cosas me hubieran gustado —replicó Quintín—; porque dejarme pegar por usted sería magnífico, pero darle a usted una somanta también sería bueno.
—¿Y se atrevería usted? —dijo la condesa con las mejillas ligeramente coloreadas y los ojos brillantes.
—Si fuera su marido de usted, sí —contestó Quintín con tranquilidad.
—No le haga usted caso a este hombre —dijo Pacheco—, porque todo eso no es más que fantasía.
Pacheco manifestaba por la condesa un entusiasmo respetuoso, pero a veces pensaba si Quintín, con sus barbaridades y salidas de tono, no interesaría más a la dama.
… Y mientras charlaban, la tarde solía avanzar, el sol caía de plano, cegaba al reflejar su luz en las piedras y en las matas, y el aire, que vibraba por el calor, hacía temblar los contornos de la sierra y del paisaje lejano.
—¿Quiere usted que demos una vuelta, señora? —dijo Pacheco.
—Vamos.
—¿La ensillo a usted el caballo?
—Bueno.
Montó la condesa, luego Pacheco y Quintín, y los tres se dirigieron hacia lo alto de la sierra por un sendero ancho que corría entre corpulentas encinas.
Estaba el otoño avanzado, los días eran abrasadores, pero al comenzar a caer el sol el aire refrescaba.
Aquella tarde estaba espléndida la sierra. El aire seco, limpio, tenía una trasparencia tal que acercaba los objetos más lejanos, los árboles amarilleaban y se despojaban de sus hojas secas, los prados segados no habían comenzado a verdecer. En los caminos y senderos las zarzamoras mostraban sus frutas negras y los escaramujos sus bayas de carmín entre sus ramas espinosas.
—Y usted, ¿qué piensa hacer Quintín? ¿Qué se trae usted entre manos? —dijo de pronto la condesa.
—Cualquiera lo sabe —replicó Pacheco—. Éste es un pez de muchas agallas.
—Ca, hombre —contestó Quintín—. Si soy un infeliz. Ahora sí, por llegar a tener dinero y vivir bien, soy capaz de todo.
—Se contradice a cada momento —exclamó la condesa algo irritada—. Ya empiezo a no creer nada de este hombre; ni cuando dice que es malo, ni cuando asegura que es un infeliz.
—Es que no estoy clasificado en las casillas comunes. Tengo medio lado de buena persona y otro medio de mala. A veces me parece que soy demagogo, y resulto un reaccionario. Tengo dentro de mí todas las humildades y todas las arrogancias. Que mañana me dicen, por ejemplo. «Vendiendo a todos los habitantes de Córdoba como esclavos, se puede hacer una fortuna», pues los vendería.
—¡Mentira! —replicó la condesa—, no los vendería usted.
—Si usted me dijese que no los vendiera, no.
—¡Vaya usted a paseo!
—¿Saben ustedes lo que yo pensaba cuando estaba en Inglaterra? —dijo Quintín.
—¿Qué? —preguntó Pacheco.
—Poner una capilla. Ustedes habrán visto en Madrid una capilla, creo que en la calle de Fuencarral, donde la gente echa mucho dinero. Pues yo la vi al pasar por la corte, y en el colegio siempre pensaba: «Cuando llegue a España pongo cuatro o cinco capillas, y todo el dinero que se recoja para mí».
—Vaya unas ideas que tiene usted —dijo la condesa.
—Yo siempre he pensado que lo primero es hacerse rico.
—¿Y por qué no trabajar?
—Trabajando es como no se puede uno hacer rico. Yo tengo dos aforismos como regla de mi vida; son éstos: Primero, sea tuyo o de otro, no te acuestes nunca sin dinero; segundo, la pereza siempre tiene su premio, y el trabajo su castigo.
—Usted es un farsante, con quien no se puede hablar —dijo la condesa—. ¿Y usted, Pacheco?
—¿Éste? Éste es otro romántico —replicó Quintín.
—¿De veras? —preguntó la dama.
—Sí, hay algo de eso —respondió el bandido suspirando.
—El día menos pensado —añadió Quintín— oye usted que Pacheco ha hecho una barbaridad o uno heroicidad muy grande.
—Dios le oiga a usted —murmuró el bandido.
—¿Ve usted?
—¿No vale más hacer algo sonado que no vivir como un sapo en su agujero toda la vida?
—¿Y qué quisiera usted hacer? —preguntó la condesa con curiosidad.
—¿Yo?, tomar parte en una batalla, y dirigirla a ser posible.
—Vamos, desearía usted ser militar.
—General quiere decir —interrumpió Quintín riendo.
—¿Y por qué no, si tuviera suerte?
—¿Qué se necesita para ser general? —preguntó Pacheco—. Tener alma, ser valiente, estar dispuesto dejar la vida a cada momento.
—Y además tener una carrera —repuso irónicamente Quintín—, tener buenas recomendaciones…
—Pero usted todo lo ve pequeño y raquítico —exclamó el bandido, exaltado.
—Y usted, compadre, quiere encontrar en una sociedad raquítica cosas grandes y fuertes. Está usted engañado.
Calló Pacheco, Quintín enmudeció, y la condesa contempló a los dos hombres que iban silenciosos…
Caía la tarde. De la tierra seca, caldeada por el sol, se exhalaban las aromas del romero, del tomillo y de la hierba seca. En los cabezos redondos de la sierra se destacaban los árboles, las matas, las piedras, todo con los más pequeños detalles, en el aire diáfano.
El sol iba poniéndose. Las peñas desnudas, los matorrales de brezo y de retama enrojecían como si fueran a incendiarse. Entre el follaje amarillo de los árboles aparecían de trecho en trecho, blancas y sonrientes, las fachadas de algunos cortijos…
Luego comenzó a anochecer; franjas de violeta oscuro corrieron por las laderas, se oía a lo lejos el cacareo de los gallos y el tintineo de las esquilas que resonaban más fuerte en el crepúsculo lleno de reposo; el aire quedó tranquilo, el cielo azul… Por los descampados, cubiertos de matojos secos, se desparramaron los rebaños, y por los húmedos senderos, bordeados de grandes piteras grises, pasaron las ovejas y las cabras como un torrente, seguidas del pastor y del gran mastín blanco, de dulce mirada.
Al volver al cortijo, el tío Frasquito le dijo a Pacheco:
—Les estábamos esperando a ustedes.
—¿Pues qué hay?
—Que han bautizado a una criatura en el cortijo de ahí al lado, y hay un poquillo de baile, y si ustedes quieren ir…
—¿Vamos? —preguntó Pacheco a la condesa.
—¿Por qué no?
—Entonces cenaremos en seguida, y allí estamos dentro de un momento.
Cenaron, y a pie y bien abrigados, porque hacía fresco, marcharon por sendas y vericuetos al cortijo próximo.
Al acercarse, desde fuera se oía el rumor de las conversaciones y el tañer de la guitarra. El zaguán donde se celebraba la fiesta era grande y muy blanco de cal. Tenía una crujía en medio, en dos columnas, y colgando de la viga del techo dos candilones negros de tres mechas cada uno. Sentados en bancos y en sillas de cordel había una porción de mozas, de viejas, de hombres negruzcos y de chiquillos que habían asistido al bateo.
En medio quedaba un espacio libre para los bailadores. Sentado cerca de una mesita, que sostenía una jarra y un vaso, un viejo tañía la guitarra, un hombre con una cara y unas patillas de hacha que estaban pidiendo el trabuco.
Se celebró la entrada de la condesa y de sus acompañantes con gran algazara, y uno de los braceros preguntó no era fácil saber si en broma o en serio, si aquella señora era la reina de España.
El casero del cortijo, después de instalar en el sitio más aparente a los tres convidados, trajo para ellos unos mostachones y unas copas de vino blanco.
Alternaron boleras y fandangos, y en los intermedios se bebió aguardiente y vino a discreción. La condesa visitó a la madre del niño bautizado.
—¿Y usted no va a bailar, Pacheco? —preguntó Quintín.
—¿Y usted?
—Hombre, yo no tengo gracia para eso. Yo tocaré la guitarra. Invítele usted a la condesa.
—No querrá.
—¿Quiere usted que se lo diga yo?
—Bueno.
Al volver se lo dijo Quintín. Ella se echó a reír.
—Eh, ¿quiere usted?
—Sí, hombre.
—Ole por las mujeres valientes. Señores —dijo Quintín dirigiéndose a la concurrencia—. La señora va a bailar con Pacheco, yo tocaré la guitarra y la mejor cantaora de aquí que se ponga a mi lado.
Se sentó Quintín en la silla en donde antes estaba el viejo, y a su lado una muchachita morena, de ojos grandes. Templó la guitarra, apretando una clavija y luego otra, y comenzó un rasgueado de dos mil demonios. Poco a poco este rasgueado tosco se fue afinando, y se convirtió en un punteado que era la finura misma.
—Hale ahí —dijo Quintín—. ¡A ver ese cuerpecito serrano!
Se levantó la condesa riendo a carcajadas y con los brazos en alto; Pacheco, muy serio, se levantó también y se plantó frente a ella. Una vieja, maestra en el arte, comenzó a repicar las castañuelas con ritmo lento.
—Niña —dijo Quintín a la cantaora—. Vamos a ver.
La muchacha, en voz casi baja, cantó:
Con abalorios, cariño,
con abalorios
Hicieron los bailadores la salida con cierta languidez.
La muchacha siguió:
Con abalorios,
tengo yo una chapona,
tengo yo una chapona,
¡cariño!, con abalorios.
Hicieron los bailarines la parada con más brío, las castañuelas repicaron más fuerte, y la voz de la muchacha, de tiple, muy alta, se elevó en el aire:
Están bailando
el clavel y la rosa
están bailando
el clavel y la rosa
¡ay!, están bailando.
Esta frase final, algo triste, estaba acompañada de un castañeteo formidable, como si con él se quisiera hacer olvidar la melancolía del canto.
La muchacha siguió:
Porque la rosa,
entre más encarnada,
porque la rosa,
entre más encarnada,
¡ay!, es más hermosa.
Ya las castañuelas repicaban locas y todo el concurso jaleaba a los bailadores. Pacheco perseguía a su pareja con los brazos abiertos, y ella parecía provocarle y huir y escaparse cuando él iba a dominarla, y en estas mudanzas y movimientos, las faldas de la condesa iban y venían y se replegaban sobre sus muslos, y sus caderas se dibujaban poderosas, y había en toda la estancia como un efluvio de vida.
Quintín seguía rasgueando la guitarra, entusiasmado. La cantadora le había ofrecido una copa de vino blanco, y él, sin dejar de tocar, alargó los labios y vació la copa.
Se repitió varias veces el baile, hasta que rendidos los bailadores, se sentaron.
—Qué norte ni qué nada —exclamaba Quintín con las lágrimas en los ojos.
De pronto la muchachita que había cantado le dijo que se marchaba.
—¿Por qué?
—Porque algún guasón va a apagar las luces.
Quintín dejó la guitarra y se acercó a la condesa.
—Salga usted —la dijo—, porque van a apagar la luz.
Ella se levantó, pero no tuvo tiempo de salir. Dos mocetones, de un soplo cada uno, apagaron los candiles, y el zaguán quedó a oscuras. Quintín condujo a la condesa a un rincón y estuvo protegiéndola por si acaso. Hubo una de chillidos agudos de mujer, de risas y de voces, todos se dirigieron a la puerta, pero estaba atrancada adrede. Quintín sentía a su lado a la condesa, palpitante.
—Bueno, bueno —dijo el amo de casa— ya basta de broma, y encendió de nuevo la luz.
Se normalizó la fiesta, y poco después comenzaron todos a desfilar.
El día siguiente era el fijado para la marcha. Pacheco tenía, según dijo, razones para no ir a Córdoba, y no fue. Quintín se puso en el pescante del coche y condujo a la condesa.
Al anochecer estaban en la cuesta de Villaviciosa. Se veía desde allá arriba, a la luz del sol a medio extinguir, Córdoba, muy llano, muy extenso, entre campos de amarillos rastrojos y negruzcos olivares. Una bruma tenue se levantaba del cauce del río. A lo lejos, muy a lo lejos, se erguía un monte alto y puntiagudo de la sierra de Granada.
Volvían los carros por el camino dando tumbos y traqueteos; se oía la canción moruna del carretero, tendido sobre los sacos o los pellejos de aceite; pasaban jinetes en caballos gallardos, sobre la silla vaquera, la manta en un arzón y la escopeta en el otro…
Al entrar en Córdoba era ya de noche: el cielo estaba estrellado; a los lados del camino, que terminaba ya entre casas, grandes piteras de muchos brazos brillaban en la oscuridad.
Quintín llevó el coche hasta el palacio de la condesa, y saltó del pescante con gran asombro del portero.
—Adiós, señora —dijo él alargándole las manos y ayudándole a bajar del carruaje.
—Adiós, Quintín —contestó ella con cierta melancolía.