XXVI

EXPLICACIONES

—Pero, ¿qué hay? ¡Dios mío! ¿Quién es usted? —exclamó temblando la condesa.

—No se alarme usted, señora —dijo Quintín; no tratamos de hacerla daño.

—¿Qué quieren ustedes de mí? Aquí no llevo dinero.

—No buscamos su dinero.

—Pues entonces, ¿qué desean?

—Luego se lo diremos a usted. Tenga usted un poco de paciencia.

Pasaron en el interior del coche momentos sin que la dama dijera una palabra. Arrimada a una ventanilla, no se movía.

Los caballos, al cabo de algún tiempo, moderaron su marcha; se oía el gotear de la lluvia en la capota del coche. De pronto oyó Quintín el ruido del pestillo de la portezuela.

—No haga usted tonterías, señora —dijo rudamente—, ni trate de escaparse. Sería peligroso para usted.

—Les puede costar muy cara esta violencia —murmuró la condesa.

—Con seguridad. Somos hombres dispuestos a todo.

—Pero si no quieren mi dinero, ¿qué es lo que quieren? Dígamelo usted y concluyamos de una vez.

—Es un secreto que no me pertenece.

—Pero, señor —exclamó la dama—, yo les daré lo que quieran si me vuelven a casa.

En esto un relámpago iluminó la noche violentamente, y la condesa y Quintín pudieron contemplar sus caras pálidas ante aquella luz espectral; luego sucedió un trueno como un cañonazo.

—¡Jesús! ¡Dios mío! —balbuceó la condesa y se persignó devotamente.

Sintióse Quintín estremecido ante el tenor de la dama, y le dijo:

—Señora, no se asuste usted por nosotros. Tenga usted la seguridad de que no se trata de hacerla daño. Yo más bien creo que el que va en el pescante es algún caballero enamorado de usted, que no pudiendo conseguir nada a las buenas, la lleva a usted secuestrada.

El acento, la intención galante en aquellas circunstancias debieron chocar a la condesa y no contestó.

—¿No le parece a usted, señora? —dijo Quintín—. ¿No cree usted que sea alguno que trate de cortejarla?

—Buena manera de cortejar —replicó ella.

—Todas las maneras son buenas si dan buen resultado.

—¿Y usted cree que este modo de tratar a una señora puede dar buen resultado?

—¿Por qué no? Otras cosas más difíciles se han visto, y las mujeres, según dicen, les gusta lo novelesco.

—Pues a mí no me gusta ni pizca.

—¿Es usted tan prosaica que no le encante la perspectiva de encontrarse dentro de un momento con un secuestrador joven, apuesto, respetuoso, que le ofrezca su corazón y su vida?

—No, no me encanta. Es más; si a ese secuestrador pudiese llevarlo a presidio, lo haría con mucho gusto.

—Ya sabe usted que el amor es intrépido y…

Quintín se calló, recordando el romance hecho por Cornejo en La Víbora.

—No sé por qué —dijo la dama al cabo de algún rato— me parece que voy dando con el secuestrador. Se me figura que es un medio pariente mío que me quiere muy mal. Un granuja…

—Creo que se quema usted, señora.

—Uno que escribe injurias y calumnias contra una mujer que en nada le ha ofendido.

—En eso no acierta usted tanto. Vea usted. Anteayer ese pariente de usted andaba loco por esas calles de Dios, perseguido por una docena de corchetes, en una noche fría como un demonio, y estuvo a punto de caerse al río y de trabar relaciones con todos los sábalos que andan por allá.

—¿De modo que es usted Quintín?

—Soy el más humilde servidor de la señora condesa.

—¡Qué miedo me ha hecho usted pasar! No le perdono esta noche.

—Ni yo tampoco la que pasé anteayer.

—Y mi cochero, ¿va en el pescante?

—No, señora.

—¿Pues dónde está?

—Queda convenientemente embriagado en una taberna del Potro.

—¿Y quién es el que conduce el coche?

—Pacheco.

—¡Pacheco…! ¿El bandido?

—En persona. Todo un caballero, a quién tendré el gusto de presentar a usted esta noche en cuanto lleguemos al cortijo en donde vamos a parar.

—¿Y qué van ustedes a hacer allí conmigo?

—Lo pensaremos.

—Creo que no tendrán intenciones de matarme.

—¿Nosotros matarla?… Nada de eso. La obsequiaremos, paseará usted por la sierra, se pondrá usted un poco morena… Además la estamos haciendo un gran favor.

—¿A mí? ¿Cuál?

—El de impedirle que conteste a ese torerillo que ha tenido el atrevimiento de dirigirle una carta.

—¿A mí?

—Sí, señora, a usted. A la salida del teatro. Lo he visto con estos ojos que se han de comer la tierra.

—Será verdad si lo ha visto usted.

—¡No ha de serlo! Y ese torerillo, primeramente es un maleta y un pamplinoso muy grande, e iría jactándose por ahí diciendo que usted le miraba con simpatía y que…

—Nada, que aún tengo que darles las gracias por haberme traído aquí.

—Y que es verdad.

La condesa se había tranquilizado e iba perdiendo por momentos su temor.

—¿Y cuántos días me van ustedes a tener secuestrada? —preguntó con cierto tono zumbón.

—Los que usted quiera. Cuando se aburra mucho, mucho la llevaremos a Córdoba. Entonces, si usted nos guarda rencor, nos denuncia.

—¿Y si no?

—Y si no, nos permite usted que vayamos a saludarla un día cualquiera.

—Ya veremos cómo se portan ustedes.

En esto se detuvo el coche. Quintín se preparó a bajar y dijo a la dama:

—No sé qué querrá Pacheco. Quizás esté cansado de ir en el pescante.

—No me deje usted sola con él —murmuró la condesa.

—No crea usted, Pacheco es todo un caballero y no había de propasarse.

—No importa.

—Entonces le advertiré su deseo. Si usted quiere ir sola, dígamelo usted y yo iré en el pescante.

—No, no; prefiero que venga usted conmigo.

Pacheco había saltado del pescante, y acercándose a Quintín le dijo:

—Me parece que he cumplido como un hombre y que es hora de que me sustituya usted un rato.

—A mí también me lo parece. Venga usted, que le voy a presentar a la señora.

Abrió Quintín la portezuela del coche y dijo:

—Señora condesa, aquí tiene usted a mi amigo.

—Buenas noches, Pacheco.

—Muy buenas noches, señora.

—Vaya un ajetreo que se están ustedes dando por culpa mía.

—¡Señora condesa! —balbuceó el bandido turbado.

—Son ustedes muy amables —añadió ella con gracia.

—Para mí que también usted es muy guasona —replicó Pacheco.

—No; los guasones son ustedes.

—¿Pero usted va apenada, señora? —preguntó gravemente Pacheco.

—¡Yo…! Todo lo contrario; voy muy divertida.

—Más vale así, señora. Usted no debe temer nada; porque si usted me manda, ahora mismo nos volvemos.

Reflexionó un momento la condesa, después, jovialmente, exclamó:

—Ya… Sigamos adelante. Vamos donde ustedes quieran. Usted acompáñeme, Quintín, porque le tengo que hablar.

Volvió a subir Pacheco al pescante, arreó los caballos y siguió el coche su marcha. Comenzaba a escampar, y entre los nubarrones negros aparecía el cielo estrellado.

—Parece un hombre fino —dijo la condesa, ya completamente tranquilizada cuando de nuevo Quintín y ella se vieron solos.

—Es que para encontrar caballeros de veras hay que desengañarse, no hay más que dos sitios: el monte o el presidio.

—¡Qué barbaridad! —exclamó ella.

—Es que como los extremos se tocan —replicó él—, cuando un hombre es un perdido muy grande, muy grande, y no hace caso de las ideas de la gente ni de nada, está en el punto en que el bandido se toca con el caballero.

—Y oiga usted, señor bandido —dijo la condesa con desenfado—, ¿y usted, por qué me tomó a mí ese odio para sacarme en los papeles? ¿Porque dije que Rafaela era una gilona, que se había casado con Juan de Dios por el dinero?

—Sí, señora.

—¿Y no es verdad lo que dije?

—Verdad es que se casó, pero no porque ella quiso ni porque ella ambicionaba ser rica, sino porque la familia le obligó.

—¡Ríase usted de eso, compadre! —replicó la condesa—. ¡A bien que no es sacudida la niña! Una mujer, cuando no quiere casarse con un hombre, no se casa… Por supuesto, que usted iba por el parné.

—Yo, ¡ca!

—No sé por qué se me figura que lo he calado a usted. Usted es un ambicioso muy grande, y con todas esas locuras que dicen que hace usted no trata más que de pescar algo. A mí no me la da usted.

—Pues se engaña usted —dijo Quintín—. ¿Yo ambicioso? Si yo no ambiciono nada.

—Eso se lo cuenta usted a su abuela, a mí no. Usted es un ambicioso y ella una damisela muy romántica, pero muy arrimada a los cuartos. Si se casan ustedes, ¡vaya un chasco que se hubieran llevado los dos…! Y ella estaba por usted, lo puede creer; pero como usted no es marqués ni duque, sino un pobretillo hijo de un tendero, pues no quiso nada con usted Quintín se sintió hondamente mortificado por la frase y se calló. Ella al poco rato se echó a reír con donaire.

—¿De qué se ríe usted? —dijo Quintín, picado.

—De que con todos sus alardes vale usted menos que yo y tiene usted sus reconcomios por cosas que no valen la pena. A mí no me importa nada que me llamen la Aceitunera, y usted, en cambio, está acharao porque le he dicho que es hijo de un tendero.

—Sí, es verdad —asintió ingenuamente Quintín.

—¿Y por qué, cristiano? —preguntó la condesa—. Si la gente del pueblo valemos más que todos esos duques y marqueses, con sus ceremonias y ringorrangos. ¿Dónde está la sal? En el pueblo… ¿Por qué soy yo como soy? Porque me casé con su tío de usted que es un cabestro. La ambición de mi familia me fastidió; me llenaron la cabeza de viento con el título y las grandezas y me hicieron un mal avío… Teniendo corazón, lo mismo da ser hijo de un duque, que de un aceitunero como yo, o de un ultramarinos, como usted.

Ante los ojos de Quintín la condesa crecía. Este desdén, sentido, sincero por las cosas aristocráticas, le pareció a él un rasgo de superioridad. Quintín era íntimamente, con relación a estas cuestiones de cuna, de casta y de categoría social, de una susceptibilidad vidriosa; y aunque ocultaba lo mejor que podía estos sentimientos, muchas veces se traslucían en él claramente.

La condesa comprendió que era aquel uno de los puntos vulnerables de Quintín y se entretuvo en herirle.

—En aquella tienda se debía de vender mucho. Era una tienda muy hermosa, muy grande…

—Señora —dijo Quintín cómicamente cuando la molestia que le ocasionaban las palabras de la dama comenzó a tomar un carácter irónico y alegre—, es usted muy mordaz, pero comprendo que está usted en su derecho.

—¿Lo comprende usted?

—Sí, señora; y si sigue usted así le voy a pedir a Pacheco me sustituya en esta delicada misión.

—No le permito a usted que salga de aquí —dijo burlonamente la condesa.

—Pues si este viaje dura mucho, me van a encontrar en el suelo del coche muerto.

—¡Muerto! ¿De qué, Quintín?

—De los alfilerazos que me está usted dando en medio del corazón. Me va usted a recordar por quinta vez el chocolate que fabricamos en casa, que está falsificado… Ya lo sé.

—No, si yo no he dicho nada.

—Me va usted a hablar del café, que está mezclado con achicoria, y por último, sacará usted a relucir el apodo de mi padrastro para que la ofensa sea más completa.

—El Pende, ¿no se llamaba así?

—Sí, señora; así se llamaba.

—Pues para que vea usted que soy más generosa que usted, ya no vuelvo a hablar de eso. Guárdeme usted, de hoy en adelante, el secreto de mis aceitunas, como yo guardaré el de las especias. Dígame usted: ¿es verdad que tiene usted tan buena voz? ¿Por qué no canta usted algo?

—¡Por vida de Dios! Que se está usted ensañando, señora. Tenga usted lástima y compasión de un pobrecito como yo.

—Ande usted, ande usted.

Quintín tarareó la canción de bravura de Rigoletto: «Questa o quella per me parí sono».

—Pero cante usted alto —dijo la condesa.

Quintín cantó con toda su voz:

La costanza tiranna del core

detestiamo qual morbo crudele;

sol chi vuole si servi fedele

non v’ha amor se non v’e liberta.

Y esta última frase, que Quintín lanzaba con verdadero entusiasmo, resonaba en el aire de la noche, húmedo y tibio…

—¿Es una canción de circunstancias? —dijo la condesa riendo.

—Sí, señora —contestó Quintín, sin comprender bien lo que ella quería decir.

—Y oiga usted… otra cosa. ¿Por qué no hace usted el amor a Remedios?

—¡A Remedios! Si es una chiquilla.

—Tiene catorce años. ¿Usted, cuántos tiene?

—Yo, veinticuatro.

—Pues muy bien.

—Sí, pero ¿y los ultramarinos?

—Ella pasa por eso. Esa niña, créame usted a mí, tiene alma. La mayor de las hijas de mi marido es buena, yo no diré lo contrario; pero es una pava. Lo mismo que se ha casado con Juan de Dios, se hubiera casado con cualquiera, y le será fiel como a cualquiera, porque no tiene brío para otra cosa; pero la chiquita, no; ésa se las trae.

Quintín recordó a las dos hermanas y pensó que quizás la condesa tuviera razón. Con el recuerdo, enmudeció largo rato.

—Bueno —dijo ella—, si sigue usted así, tan silencioso, va a parecer que soy yo la que le secuestro a usted, y no me conviene. ¡Pues nada, si se entera algún gacetillero de esos que hacen versos tan desaboríos! Me ponen verde.

—No seré, yo, señora, el que vuelva a decir nada contra usted, porque…

—¿Por qué, cristiano? ¿Qué iba usted a decir?

—Nada, que allí donde vaya, diré que es usted una de las mujeres de más…

—¿De más qué?

—De más… que ya hemos llegado al cortijo.

Y Quintín abrió la portezuela del coche.

—Yo le creía a usted un hombre más terne —dijo la condesa.

Se detuvo el coche y saltó Quintín al camino lleno de barro. Empezaba a llover de nuevo.

—¿No se podría acercar más el coche a la casa? —preguntó Quintín a Pacheco.

—Tome usted de la brida a uno de los caballos. Eso es.

—¿Llamo aquí?

—Llame usted.

Quintín dio dos aldabonazos sonoros.

Pasaron algunos minutos sin que apareciese nadie a la puerta.

—Vuelva usted a llamar —dijo Pacheco.

Dio Quintín nuevos aldabonazos y los adornó con un estrepitoso repiqueteo.

—¡Ya va! ¡Ya va! —dijeron de adentro.

Se vio una rendija de luz en la juntura de la puerta; luego se abrió un postigo y apareció en él un hombre con un farol en la mano.

—Soy yo, tío Frasquito —dijo Pacheco—, que vengo aquí con unos amigos.

—Buenas noches tenga el señor José y la compaña —dijo el hombre.

—¿Estará el suelo imposible? —preguntó la condesa desde el interior del coche.

—Sí, está lleno de barro —contestó Quintín.

—¿Y cómo salgo con estos zapatos blancos? Me voy a poner perdida.

—¿Quiere usted que la saque yo en brazos? —dijo Quintín.

—No, señor.

Entonces, Pacheco, que había bajado del pescante, se desembozó, cogió la capa como si fuera a dar un quiebro y la dejó extendida sobre la tierra mojada, desde el estribo del coche hasta la puerta.

—Vaya, ahora puede usted salir.

La condesa, riendo, recogiéndose la falda de seda, pasó por encima de la capa con sus zapatos blancos y entró de prisa en el zaguán.

—¡Viva mi reina! —exclamó Pacheco en el colmo del entusiasmo—, y ¡olé las mujeres valientes!

Comenzaba a diluviar.

—¿Qué hará esa pobre doña Sinda? —dijo Quintín.

—¿Quién es doña Sinda? —preguntó Pacheco.

—Esa mujer que hemos dejado en la azotea al pasar por el tejado. Debe estar hecha una sopa.