XXV

SE PREPARA UN SECUESTRO

Quintín, al anochecer, salió al tejado, tendió la raspa en un caballete y esperó a que llegara Pacheco. Daban las ocho en el reloj de la catedral, cuando apareció el bandido gateando en dirección de la buhardilla.

—¡Eh! —le llamó Quintín.

—¿Qué hay? ¿Es usted?

—Sí.

—¿Por qué me espera usted fuera?

—Para que hablemos aquí y no se entere esa señora. La he convencido de que se marche tranquilamente a su casa.

—Muy bien. Pero oiga usted, compadre, vengo dispuesto a que hagamos una sonada.

—Yo estoy con usted para todo. ¿Qué ha pensado usted?

—Secuestrar a la Aceitunera esta noche.

—¿Pero eso es posible?

—Y tanto. La condesa va a ir al teatro. Irá en coche, como es su costumbre, y a no ser que haya vuelto de Cabra Periquito Gálvez, y éste la acompañe, volverá a su casa sola en el coche. Que está Periquito y la acompaña, no se hace nada; que sale sola, pues la robamos.

—Pero bueno, ¿cómo?

—Primeramente, yo me encargaré de ajumarle al cochero y de ocupar su sitio; mientras tanto, usted va al teatro, ve usted que sale sola, pues se planta usted en la otra acera, enfrente de la puerta, quieto; que sale acompañada, pues enciende usted un fósforo como si fuera usted a fumar, ¿comprende usted?

—Y en ese momento, ¿usted dónde está?

—En el pescante. ¿Que la condesa va acompañada? La llevo a su casa, y dejamos la cuestión para otro día. ¿Que va sola? Pongo los caballos al trote y voy al Campo de la Merced; allí paro, usted monta, y ¡hala!

—Muy bien. ¡Chóquela usted, compadre! Pero veamos con frialdad los inconvenientes.

—Vamos a verlos.

—Primeramente, la salida de aquí. Están rondando la calle, según ha dicho el Cuervo.

—Ah, ¿pero usted cree que yo soy tan pipi que voy a salir por la taberna del Cuervo? ¡Ca, hombre!

—¿No?

—Claro que no.

—¿Pues por dónde?

—Ya lo verá usted.

—Bueno. Está resuelta la primera dificultad: segunda, yo tengo que ir al teatro para ver si la condesa sale sola o no, y a mí me conocen, y si alguno de la policía…

—No pasa nada. Tome usted esta entrada. Usted se cuela cuando la representación haya empezado, y sube usted hasta arriba, abre usted uno de los palcos altos, que suelen estar siempre vacíos, y si viene el acomodador le da usted una peseta. Es amigo mío.

—Bueno, entonces avisemos a esa señora, y andando. ¿Cenamos antes? —preguntó Quintín.

—No; hay que tener la cabeza despejada. Cenaremos en el cortijo del Pino o en la cárcel.

—Ha hablado usted como un hombre. Vamos allá.

Entraron en la buhardilla.

—Doña Sinda —dijo Quintín— vamos a gatear un poco por ahí.

—Espere usted un instante, compadre —advirtió Pacheco—. A mí no me han de hacer nada, pero si a usted le ven lo trincan; —y al decir esto, abrió un armario, sacó una capa parda, un pañuelo de hierbas y un sombrero ancho.

—¿Eso para quién es?

—Para usted.

Hizo Pacheco un lío con estas prendas, y dijo:

—Andandito; primero iré yo, luego la señora y después usted, Quintín.

Se pusieron en fila y echaron a andar. La noche estaba oscura, amenazando tormenta, algunos relámpagos lejanos iluminaban de cuando en cuando el cielo.

Doña Sinda marchaba despacio penosamente.

—Vamos, señora, vamos —le decía Quintín—, que ya estamos cerca.

—Me lastimo las manos y las rodillas —murmuró ella—. Si pudiera andar a pie…

—No es posible —dijo Pacheco—. Iría usted a caer a un patio.

—¡Ay, Dios mío! Yo no voy más allá.

—Vamos siquiera hasta aquella azotea.

Doña Sinda se conformó; recorrieron el caballete de un largo tejado, bajaron a la confluencia de dos tejadillos y salieron a la azotea. Saltaron el barandado.

—¡Ay, Dios mío! Yo me quedó aquí —exclamó doña Sinda.

—Pero señora, si falta poco —dijo Quintín.

—Pues yo no me muevo ya.

—Bueno, pues nos iremos nosotros —dijo Pacheco.

—¿La vamos a dejar aquí? —preguntó Quintín.

El bandido se encogió de hombros, y sin más explicaciones saltó el barandado de nuevo, le siguió Quintín y los dos rápidamente recorrieron una larga distancia.

—Ahora, cuidado —advirtió Pacheco— hay que pasar esta cornisa, hasta salir a aquella ventana.

Era un reborde de piedra de medio metro de ancho. Al final se veía un balconcillo iluminado, que al echar la luz hacia la pared, daba la impresión de que la cornisa corría sobre un abismo. Con mucho cuidado a gatas fueron adelantando uno tras otro. Al llegar cerca del balcón, Pacheco se agarró al barandado y saltó dentro de la escalera; Quintín hizo lo mismo.

—¿Sabe usted, compadre —dijo Quintín—, que la cosa estaba apuradilla?

—Esa luz, además, le vuelve a uno loco. De día no da ningún miedo pasar. Bueno, póngase usted la capa y los otros avíos.

Se ató Quintín el pañuelo de hierbas a la cabeza, se caló el chapeo, se embozó en la capa, y bajaron los dos por una ancha escalera hasta un huerto. Cruzándolo, salieron a la calle.

—¿Y esta casa qué es? —preguntó Quintín.

—Es un convento de monjas —contestó el bandido—. Bueno, ahora no vayamos juntos. Venga usted veinte o treinta pasos detrás.

Le siguió Quintín de lejos y salieron, después de cruzar varias intrincadas callejuelas, a la plaza de Séneca, y de aquí a la calle de Ambrosio de Morales, donde estaba el teatro. Una luz de gas iluminaba la puerta, sin esclarecer apenas la calle. No había comenzado la función. Entró Pacheco en una freiduría próxima, y Quintín le siguió.

—Quédese usted aquí —le dijo el bandido—, y cuando haya entrado todo el mundo, entra usted. Yo voy a casa de la condesa.

Iba pasando la gente al teatro, llegaron dos o tres coches, alguna que otra familia, unos cuantos artesanos. Cuando ya no se vio nadie en el vestíbulo, Quintín salió de la tiendecilla, entró en el teatro, dio su billete, subió a zancadas las escaleras hasta el último piso, y al ver al acomodador le alargó una peseta.

El acomodador abrió la puerta de un palco.

—¿Cómo está el señor José? —le preguntó.

—Bien.

—Es una buena persona.

—Es verdad.

—Yo le conozco desde hace mucho tiempo, y no es que yo sea de Écija, precisamente, pero soy de un pueblecillo que está cerca de Montilla y que no sé si usted habrá oído nombrar…

—Mire usted —dijo Quintín—, yo he venido aquí porque soy pariente del barba y tengo interés en oír la función y en ver cómo trabaja; si se pone usted a hablarme, no oigo nada.

—¿De González? ¿Es usted pariente de González?

—De González, o de Martínez, o del demonio. Tome usted otra peseta y déjeme usted solo, que voy a estudiar las condiciones de actor que tiene mi pariente.

—Es un buen cómico.

—Bueno, bueno —dijo Quintín—, y empujando al acomodador charlatán hacia el pasillo, cerró la puerta.

Allá arriba apenas había luz y nadie podía conocer a Quintín. El teatro estaba casi vacío; representaban un melodrama lacrimoso, en donde aparecía un cura evangélico, un coronel que gritaba. «¡Voto a mil bombas!», un traidor usurero, con los ojos torcidos, que hacía apartes en los que confesaba sus malas intenciones, una paloma, un palomo, y acompañamiento de marineros, marineras, polizontes, magistrados y demás plebe…

Mientras Quintín se aburría en las alturas, Pacheco, recostado en la pared de la casa de la Aceitunera, esperaba la llegada del coche de vuelta del teatro.

No se hizo esperar mucho. Se detuvieron los caballos delante del portal, y antes de que abriesen las puertas, el bandido se acercó al cochero y le dijo:

—¡Hola, señor Antonio!

—¡Hola, señor José!

—Tenía que hablar con usted un momento.

—¿De qué se trata?

—De unos caballos que me han encargado que compre, y como usted es tan entendido…

—Ahora mismo salgo.

Se abrió la puerta de la casa, el cochero metió su coche en el portal, y al poco rato salía a reunirse con Pacheco.

Era un viejecillo charlatán y alegre.

—Vamos a entrar aquí en cualquier lado a tomar un poco de vino y hablaremos —dijo el bandido—. ¿Usted tendrá tiempo?

—Hasta las once y media estoy libre.

—Y son las nueve.

Entraron en una taberna, y Pacheco explicó a su amigo cómo le habían encargado que fuesen los caballos. La cuestión debía de ser ardua y difícil, porque el cochero se perdió en un laberinto de consideraciones hípicas que no tenía fin. El bandido le llenaba el vaso a cada momento, y el otro bebía.

—Hombre —dijo Pacheco—, hoy me han llevado a una taberna en donde había un vino superior, como no se bebe en otra parte.

—¿De veras?

—Ya lo creo. ¿Quiere usted que vayamos a ver si la encontramos?

—El caso es que yo tengo que ir a las once y media.

—Hay tiempo de sobra.

—Bueno, haga usted el favor de avisarme cuando sean las once.

—Sí, no tenga usted cuidado. ¿Tiene usted que volver a recoger a la señora?

—Sí.

—¿Y enganchar los caballos de nuevo?

—No los caballos los dejo enganchados. Entro en casa al volver del teatro, ¿sabe usted?, doy la vuelta al coche en el patio y lo dejo en el zaguán, de cara a la calle, luego voy, abro la puerta, y arranco en seguida.

Pacheco condujo al cochero, por Callejuelas, a la taberna del Cuervo.

—¿Pero dónde está esa taberna, comparito? —preguntó el viejecillo.

—Aquí al lado.

Entraron en la taberna.

—Traiga usted ese vino, el mejor —dijo Pacheco, guiñando un ojo al Cuervo.

El tabernero trajo una jarra grande y llenó dos vasos. El cochero olió el vino, sorbió despacio, paladeándolo, luego chasqueó la lengua, y después vació el vaso de un golpe.

—Vaya un vinillo —murmuró.

—¿No le parece a usted que es un poquito fuerte?

—¡Pues, vaya una falta que le pusieron a las migas!, compadre.

Pacheco se levantó y dijo al Cuervo:

—A este gachó hay que entretenerle aquí.

El Mochuelo y el gitano Cantarote se acercaron a la mesa en donde estaba Pacheco, con el pretexto de que en las otras no había luz y se pusieron a jugar al rentoy.

—¿Quiere usted jugar? —le dijo Cantarote a Pacheco.

—Yo no.

—¿Y usted? —preguntó el gitano al cochero.

—¿Yo? El caso es que tengo que hacer. ¿Qué hora es?

—Las diez y cuarto —dijo el Cuervo.

—Bueno, echaré una partidilla.

—Después de todo, ¿usted qué tiene que hacer? —preguntó Pacheco—. Nada, llamar, que le abran la puerta, subir al pescante…

—No, si tengo lo llave aquí —respondió el cochero, dándose con la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Pacheco miró a Cantarote, le hizo una seña y un movimiento con la mano como quien arrebaña. Cantarote bajó los párpados dando a entender que había entendido, y con la mayor pulcritud metió la mano en la chaqueta del viejecillo, sacó la llave, y mientras tenía las cartas en la izquierda, alargó, por detrás de la espalda del cochero, con la derecha, la llave a Pacheco.

El bandido se levantó.

—Dame una gorra —le dijo al Cuervo.

Este trajo una.

—Entretenedle hasta dentro de una hora.

Dicho esto, Pacheco echó a andar de prisa a casa de la condesa, abrió la puerta de par en par, se subió al pescante y sacó el coche; luego cerró las puertas, volvió a montar, y se plantó en el teatro.

Quintín, desde su escondrijo, había encontrado algo curioso y digno de llamar la atención. En uno de los palcos próximos al telón de boca estaba la condesa sola, de espaldas al escenario, y miraba a alguien con los gemelos. Siguió Quintín la visual, e inclinándose mucho, y sacando el cuerpo fuera, vio que el palco adonde dirigía sus miradas se hallaba ocupado por el gobernador y dos personas más; pero miraba la condesa también a otra parte, y era a una platea en donde estaban un torero y varios señoritos.

«¿A quién mira? —se preguntó Quintín—. ¿Es al gobernador o es al torero?»

La condesa dejó sus gemelos distraídamente en el pasamanos del palco.

«Quizás no mira a nadie», pensó Quintín.

En el escenario se vertía un mar de lágrimas: el cura, con sus cabellos de nieve, diciendo a cada paso: «Hijos míos», se ocupaba en hacer felices a sus semejantes.

La condesa arrojó una mirada distraída a la escena; tomó los gemelos y apuntó.

«Es al gobernador», dijo Quintín.

Después los gemelos de la dama bajaron, y Quintín tuvo que rectificar:

«Es al torero», repuso.

Tras de muchas vacilaciones, Quintín pudo comprender que la condesa jugaba con dos barajas y repartía sus miradas entre la primera autoridad de la provincia y el torerillo aquel, recién salido a la vida elegante, de una carnicería del barrio del Matadero.

El gobernador muy serio, muy enguatado, miraba a la dama; el torerillo, de pie en el palco, se pavoneaba y sonreía, enseñando una dentadura blanca de animal sano.

Al comenzar el último acto, el torero, que había estado escondido tras de las cortinas de la platea, apareció con un papel cuadrado en la mano, que parecía una carta; lo mostró disimuladamente y le dio varias vueltas entre sus dedos.

Poco después la dama, mirando al escenario, movió la cabeza dos veces con ademán afirmativo.

Se iba a acabar la función; ya todos eran felices en la escena, desde el cura y los dos tortolitos hasta el coronel ¡Voto a mil bombas!; sólo el de los ojos atravesados, en el momento de su mayor maldad, había sido agarrado por la policía. Quintín abrió su palco, y a saltos bajó la escalera y se colocó frente por frente de la entrada del teatro. Comenzaban a caer gruesas gotas de agua y los truenos seguían gruñendo arriba. En la puerta del teatro había dos coches. En el primero no estaba Pacheco, en el segundo no se advertía si era él o no.

Comenzó a salir la gente del teatro; al ver las gruesas gotas que manchaban las aceras, algunos vacilaban en salir, luego se decidían y echaban a andar de prisa, arrimados a las paredes.

En el primer coche entraron una señora gorda y un caballero, el coche bajó por la plazuela de Séneca. El segundo coche avanzó. En el pescante estaba Pacheco. Quintín y él se miraron. Todo iba bien.

En esto salió la condesa al vestíbulo del teatro envuelta en una capa blanca, abrió la portezuela del coche y subió rápidamente. Tras de la dama, apareció el torero, y cuando el coche iba a partir, el torerillo alargó la mano, y por la ventanilla echó la carta adentro.

Pacheco arreó los caballos, el coche subió calle arriba hacia la confluencia del Arco Real y la Cuesta de Luján. Quintín echó a andar rápidamente hacia el campo de la Merced; corría a todo correr temiendo encontrarse con algún sereno o policía que lo conociese. Cuando llegó al sitio de la cita estaba rendido. Esperó, aguantando una lluvia torrencial. No tardó en aparecer a toda prisa un coche que se detuvo ante él. Quintín abrió la portezuela y subió al estribo. Se oyó un grito agudo de mujer. Quintín cerró de golpe la portezuela, restallaron dos latigazos formidables, y en medio de la lluvia y de la oscuridad el coche partió, llevado por los caballos al galope…