PERSECUCIONES Y ESCAPATORIAS
No las tenía Quintín todas consigo, y a pesar de las dos pistolas y del bastón de estoque que llevaba, temía que a la mejor ocasión le tendieran un lazo y le dejaran en un estado parecido al de Cornejo.
Desconfiaba mucho de María Lucena, porque ésta iba tomándole odio, y era capaz de jugarle una mala pasada.
Unos quince días después del ataque nocturno, Quintín se acercó al café del Recreo. Como andaba muy escamado, antes de entrar miró por un cristal, y vio a María Lucena que hablaba con un señor elegante. Esperó un momento, y al pasar un camarero, le dijo:
—Oye, ¿quién es aquel señor que está allí?
—¿Aquel afeitado, de traje negro?
—Sí.
—El señor Gálvez.
—¿Periquito Gálvez?
—Sí, señor.
Entró Quintín en el café, e hizo como que no se fijaba en el vecino. Encontró que María Lucena estaba más amable con él que los demás días.
«Aquí hay gato encerrado —se dijo—. Éstos me preparan algo.»
Quintín no era celoso; María Lucena pesaba ya mucho en su vida, y si alguien se la hubiera llevado, en vez de indignarse le hubiera dado las gracias.
«Entre estos dos —pensó Quintín refiriéndose a Gálvez y a María— han tramado algo contra mí.»
De pronto, Quintín se levantó, y sin saludar a María se fue del café.
«Voy a ver a Pacheco», murmuró.
Iba por la calle del Arco Real, cuando al volver la cabeza vio que dos hombres caminaban tras él.
«Mala os espera», dijo empuñando una pistola.
Se levantó el embozo de la capa, y echó a andar muy de prisa. Hacía una noche fría y desapacible; la luna, en creciente, brillaba entre grandes nubarrones, que pasaban por delante de ella. Trató Quintín de despistar a sus perseguidores, deslizándose rápidamente por las tortuosas callejuelas; pero los dos hombres conocían, sin duda, muy bien las vueltas y revueltas del pueblo, porque si durante un instante no los veía, al poco rato ya los tenía tras él.
A la media hora de persecución, Quintín notó que ya no eran dos los perseguidores, sino cuatro, y que entre ellos había un sereno; poco después eran seis.
Quintín trató de buscar la salvación en las piernas, y echó a correr como un gamo; salió frente a la Mezquita, bajó por el triunfo, atravesó la Puerta Romana, y siguió por el puente hasta llegar al pie de la torre de la Calahorra. Se oían por todas partes el pito de los serenos.
En la salida del puente había una pareja de guardias civiles. Podían no estar advertidos; ¿pero, y si lo estaban?
Quintín retrocedió. Desde allá se veía la catedral y el muro negro de la Mezquita, que cortaba con sus almenas la claridad suave del cielo.
Un hálito de humedad subía del río; abajo, el agua negruzca borboteaba en las arcadas del puente; a lo lejos parecía de azogue, y en su superficie se reflejaban, temblando, las casas de la Ribera.
Al volver hacia el pueblo, vio Quintín, a la entrada del puente, a sus perseguidores.
«Me han cazado», exclamó Quintín con rabia.
Debían ir reconociendo el puente a un lado y a otro; el farolillo del sereno oscilaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
Quintín se acercó a una de las dos hornacinas del centro del puente.
«¿Si me metiera aquí? Pero esto lo registrarán mejor que nada. ¿Qué hago?»
Tirarse al río era demasiado peligroso. Atacar a los perseguidores una barbaridad.
Para mayor desdicha, la luna comenzó a salir del nubarrón que la había tenido oculta, y esparció su luz por el puente. Quintín se metió en la hornacina.
Lo que más le indignaba era ser preso de un modo tan estúpido. No temía la cárcel, sino el prestigio ante la gente. Los que se habían entusiasmado con sus hazañas, al saber que estaba preso comenzarían a tenerle por un hombre vulgar, y esto no le convenía.
«Hay que hacer algo. Cualquier cosa. ¿Qué podría intentar?».
Hacer frente a sus perseguidores a tiros desde la hornacina sería gallardo, pero era exponerse a que lo matasen allá o ir a presidio.
Revolviéndose dentro de la hornacina, Quintín tropezó con un pedrusco.
«A ver. Intentemos una farsa.»
Quintín se quitó la capa y envolvió en ella el pedrusco, haciendo como una muñeca. Luego cogió el lío en brazos y se subió en el pretil del puente.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —dijeron sus perseguidores.
Quintín inclinó el muñeco hacia el río.
—¡Se va a tirar! Quintín lanzó un grito y tiró el pedrusco envuelto en la capa al agua, en donde se zambulló con gran estrépito. Hecho esto, se tiró hacia atrás; luego, a gatas, volvió de prisa a la hornacina, se subió a ella, y quedó dentro agazapado junto a la pared.
Pasaron corriendo los perseguidores por delante de las hornacinas, sin mirar al interior de ninguna de las dos.
—Pero, ¡qué bárbaro! —decía uno de ellos.
—Pues no se le ve.
—Yo creo que sí.
—Vamos al molino del Medio —dijo el que parecía el jefe—. Ahí debe haber una barca. Usted, sereno, quédese aquí.
Quintín oyó esta conversación, acurrucado en su agujero; sintió los pasos de todos, y cuando el ruido de éstos se fue alejando, se levantó y miró por una estrecha aspillera lateral que tenía la hornacina. El sereno había puesto el farolillo sobre el pretil del puente, y miraba al río.
«No hay que perder tiempo», murmuró Quintín.
Se sacó rápidamente la corbata y el pañuelo, salto de la hornacina sin meter el menor ruido, y se acercó al sereno. Simultáneamente, una mano cayó sobre el pescuezo del vigilante, la otra sobre la boca.
—Si gritas, vas abajo —murmuró Quintín con voz sorda.
El hombre, del susto no resolló. Quintín le amordazó con el pañuelo, luego le ató las manos por detrás, le quitó la gorra, le metió su sombrero hasta los ojos, y cogiéndole como a un niño, lo metió en la hornacina.
—Si intenta usted salir de ahí, es hombre muerto —dijo Quintín.
Hecho esto, se caló la gorra del sereno, cogió el chuzo y el farolillo, y fue andando con lentitud hacia la puerta del puente.
Había dos hombres allá, de guardia.
—Por ahí, por ahí va —les dijo Quintín indicándoles la Pradera del Corregidor.
Los dos hombres echaron a correr en la dirección indicada. Quintín atravesó la puerta del puente, tiró el farolillo y el chuzo al suelo, y echó a correr como un desesperado. Se seguían oyendo los silbidos de los serenos; Quintín, al ver un farolillo, se escabullía por cualquier callejuela, y galopaba. Por fin, pudo dar con la taberna del Cuervo, y llamó desesperadamente.
—¿Quién es? —dijeron de adentro.
—Yo, Quintín. Que me vienen persiguiendo.
Abrió el Cuervo la puerta, y levantó el candil hasta la cara de Quintín para cerciorarse de que era él.
—Bueno. Pase usted. Tome usted la luz.
La tomó Quintín, y el tabernero corrió un par de cerrojos formidables.
—Ahora, déme usted el candil y sígame usted.
Cruzó el Cuervo la taberna, salió a un sucio patizuelo, abrió una puertecilla, y comenzó a subir, seguido por Quintín, una estrecha escalera, adornada por telarañas. Habrían llegado a una altura de un segundo piso, cuando el tabernero se detuvo, clavó el candil en una viga de la pared, y agarrándose a unas ripias salientes se encaramó a un alto camaranchón.
—Déme usted el candil —dijo el Cuervo.
—Allá va.
—Ahora suba usted.
El camaranchón estaba lleno de listones y de cascotes. El Cuervo, agachado, lo recorrió hasta un extremo, allí apagó la luz, se deslizó entre dos vigas que no parecían pudiesen permitir el paso de un hombre, y desapareció. Quintín, aunque con algún trabajo, hizo lo mismo, y se encontró en el caballete de un tejado.
—¿Ve usted aquella buhardilla? —dijo el Cuervo.
—Sí.
—Bueno; pues va usted a ella, tomando siempre a este lado. Empuja usted la ventana, que cederá, y entra usted, baja usted cuatro o cinco escalones, se encuentra usted con una puerta, la abre usted con esta llave, y está usted en su cuarto más seguro que el rey de España.
—¿Y salir?
—Ya se le avisará a usted.
—¿Y comer?
—Se le enviará la comida. Cuando venga el señor José le irá a visitar.
—Bueno; venga la llave.
—Ahí la tiene usted. Adiós, y buen viaje.
El tabernero desapareció por donde había salido. Quintín, de aprendiz de gato, avanzó rompiendo tejas.
Desde allá arriba se veía la ciudad, acariciada por la luz de plata de la luna. En el silencio de la noche resonaba el murmullo del río. En el fondo, por encima de los tejados del pueblo, iba apareciendo la sombra negruzca de Sierra Morena, con sus huertas blancas bañadas de luz azul y su contorno, que se destacaba en el cielo velado por una ligera bruma.
Llegó Quintín a la buhardilla, empujó la ventana, bajó los escalones que le habían indicado, abrió Ja puerta, encendió un fósforo, y no acababa de hacerlo cuando oyó un grito de terror. Quintín tiró el fósforo, asustado. En la buhardilla había alguien.
—¿Quién está aquí? —preguntó.
—Caballero —contestó una voz quejumbrosa—, no me haga usted daño, por Dios.
Quintín, que vio que le pedían auxilio, supuso que no había peligro, y encendió otro fósforo, y luego un velón. A la luz de éste vio a una señora incorporada en una cama, con la cabeza llena de papillotes.
—Señora, no tenga usted cuidado —dijo Quintín—: yo me he debido equivocar, y he entrado en un cuarto en vez de entrar el otro.
—Pues, si es así, ¿por qué no se va usted?
—Es que me choca que sea así. No había más que esta buhardilla enfrente. ¿Quiere usted que nos expliquemos? Yo he venido aquí porque el Cuervo, el tabernero de esa esquina, me ha dicho que venga, que esta buhardilla es suya.
—Pues yo he venido aquí porque me ha traído José Pacheco.
—¿Pacheco?
—Sí.
—Entonces, es la misma buhardilla.
—¿Conoce usted a Pacheco? —preguntó la dama.
—Es muy amigo mío. ¿Usted también le conoce?
—Sí, caballero. Es mi amante —y la señora suspiró.
Quintín sintió unas enormes ganas de soltar una carcajada.
—Pues, señora —dijo—, yo lo siento mucho; pero vengo perseguido por la policía y no puedo marcharme de aquí.
—Pues yo, caballero, tampoco puedo permitir que esté usted en mi alcoba.
—¿Y qué quiere usted que haga?
—Salga usted a dormir fuera.
—¿A dónde? ¿Al tejado? Usted no sabe la noche que hace.
—Es usted muy poco galante, caballero.
—La pulmonía sería menos galante conmigo, señora.
—¿Cree usted que le voy a dejar estar aquí toda la noche en el cuarto?
—Mire usted, señora, yo no trato de violentarla a usted, ni mucho menos. Permítame usted sacar un colchón y me tenderé en el suelo.
—Imposible.
—Si tiene usted miedo, deje usted la luz encendida. Además, para más tranquilidad y para defensa de su honor, le entrego a usted estas dos pistolas. Están cargadas —dijo Quintín descargándolas cuidadosamente.
—Bueno; así me avengo —repuso la dama.
Quintín sacó un colchón, lo tendió en el suelo, y se echó encima.
—Ay de usted, caballero —dijo la dama con voz terrible—, si se atreve usted a propasarse en algo.
Quintín, que estaba cansado, a los pocos minutos roncaba como un aguador. La dama se incorporó en la cama y le miró atentamente.
«¡Oh! ¡qué ser tan antipoético!», murmuró.
Al despertarse Quintín y encontrarse en el cuarto, por donde entraba un rayo de luz por un alto ventanillo entornado, se levantó para abrirlo. La poética dama roncaba en aquel momento, con una pistola agarrada entre sus dedos.
Abrió Quintín el ventanuco, y al hacer esto encontró con que atada al pestillo de la ventana había una cuerda. Tiró de ella, vio que tenía peso, y fue atrayéndola hacia sí, hasta que apareció una cesta cerrada.
«Aquí está el almuerzo», dijo Quintín.
Efectivamente; dentro había un pollo asado, pan, una botella de vino, y en la servilleta un papel escrito con letras gruesas, que decía: «No salga usted, porque andan rondando la calle».
Quintín arrojó la cesta por la ventana, y la fue bajando hasta que se acabó la cuerda. Luego se disponía a almorzar con buen apetito, cuando la dama abrió los ojos.
—Buenos días, señora —le dijo Quintín—. Me han enviado el almuerzo. Si quiere usted, la convido. Saldré a dar un paseo por el tejado, y mientras tanto usted se viste. Si luego quiere usted que calentemos la comida…
—Oh, yo no. Cosas de cocina, no —replicó ella—. Me pongo malísima.
—Bueno; pues comeremos el pollo frío.
Quintín salió al tejado. Sacó un lápiz y un cuaderno, y se puso a escribir un artículo para La Víbora.
Cuando terminó volvió a la buhardilla.
—Aún no me he vestido —dijo la dama.
Volvió Quintín al tejado; escribió dos sueltos para el periódico, uno insultando al Gobierno y otro al alcalde; luego dio una vuelta por el tejado. Allá lejos, en una azotea, una muchacha arreglaba unos tiestos. Probablemente sería bonita… Quintín se acercó a verla.
En este espionaje le sorprendió Pacheco, que venía gateando por el caballete de un tejado.
—Buenos días, compadre —dijo Pacheco.
—Hola, amigo.
—Le tengo que dar a usted la enhorabuena, compadre, porque lo que usted ha hecho ayer es una de las cosas más saladas del mundo.
—¿Quién se lo ha contado a usted?
—¡Pero si en todo el pueblo no se habla de otra cosa! Esta mañana, todavía algunos apostaban a que el cadáver de usted estaba en el fondo del río, y han ido en lanchas, y en vez del atún que esperaban coger, han sacado una piedra envuelta en una capa. Todo Córdoba se está riendo del caso. Ha estado usted pero que muy bueno.
—Pero oiga usted, compadre —dijo Quintín señalando la buhardilla—, ¿qué calandria tiene usted en esa jaula?
—¡Ah! ¡Es verdad! Es una señora que está mala del sentido. Dice que está enamorada de mí, y yo, para librarme de ella, me la he traído a este rincón, donde no me fastidia.
—¿Y cómo ha venido? ¿Por los tejados también?
—Sí; disfrazada de hombre. Tenía una facha con pantalones, que estaba para darle una patada en el ombligo y tirarla a un patio.
—Bueno; vamos a la buhardilla, que allí espera el almuerzo. Lo que siento, compadre, es no poder salir.
—Pues por ahora, imposible; la gente de justicia está ojo avizor.
—¿Y a usted no han intentado prenderle, amigo?
—¿A mí? No hay quien… Tengo cada sabueso que husmea desde aquí lo que pasa en el otro extremo de Córdoba, y a cualquiera de ellos le da usted un recado y corta el aire mejor que un galgo.
Llamaron en la buhardilla.
—No estoy vestida aún, —dijeron de dentro.
—Vamos, señora —exclamó Quintín—, que está usted abusando de mi apetito. Si no quiere usted abrir, deme usted la cesta. Le advierto que está aquí Pacheco.
Al oír esto, la dama abrió la puerta y se echó en los brazos del bandido. Llevaba todo el pelo rizado, lleno de lazos, y un peinador blanco.
Quintín cogió la cesta.
—Bueno —dijo—; si ustedes quieren, les dejare solos.
—¡No! —exclamó Pacheco con terror; luego, dirigiéndose a la dama, añadió—: Este señor y yo tenemos que hablar de asuntos importantes. Nos jugamos la vida.
—Antes tomaremos un bocado —dijo Quintín—. Es una idea.
—Una idea… alimenticia.
Se repartieron el pollo.
—¿Y se dice en el pueblo quién mandó perseguirme? —preguntó Quintín.
—Todo el mundo lo sabe: que ha sido lo Aceitunera —contestó Pacheco—. Se ha empeñado usted en desacreditarla, y ella se ha crecido al castigo, y ya no quiere más picaduras de La Víbora. Luego, según se dice, al gobernador no le parece la gachí costal de paja, y ella se ha dejado galantear y ha pedido que le metan a usted en la cárcel y que acaben con el periódico.
—Eso habrá que verlo.
—Eso se verá. El que manda hace aquí lo que quiere —repuso el bandido—. Ya sabe usted lo que se dice en Córdoba: La caridad en el Potro, la salud en el cementerio, y la verdad en el campo.
—Pues nos echaremos al campo a buscarla —dijo Quintín.
—Eso no —replicó Pacheco—; que yo no permito que usted se pierda; pero si usted quiere que a esa mujer le demos un susto…
—¿Tiene usted pensado algo?
—Todavía no; ¿usted es capaz de hacer una gorda?
—Yo soy capaz de todo, compadre.
—Bueno. Espéreme usted hasta la noche.
—Está bien —dijo Quintín—. ¿Quiere usted llevarme de paso esos papeles a la imprenta?
—¿Qué son?
—Veneno para La Víbora, o artículos, si le parece a usted mejor.
—Vengan. A las siete estoy aquí. —Luego el bandido, dirigiéndose a la dama, la dijo—: ¡Adiós, alma mía!
—¿No te quedas un momento, José? —le preguntó ella.
—No. Me va la vida —contestó él con voz bronca—; y salió por la ventana del desván.