XXI

HABLA EL SEÑOR JUAN

Al día siguiente, por la tarde, Quintín fue a la calle del Sol, a ver a su abuelo, como había prometido a Rafaela. En la puerta había un coche. El señor Juan, con el sombrero en la mano, hablaba con una dama elegante, de ojos negros.

—¿Es que no puedo pasar? —dijo ella con voz agria.

—Las señoritas me han dicho que no reciben a nadie.

—¿Ni a mí tampoco?

—Esa orden me han dado.

—Está bien. Esperaré a que venga mi marido.

—Será inútil —dijo el señor Juan enérgicamente.

—¿Y por qué? —preguntó ella con altivez.

—Porque el señor marqués me ha dicho que no quiere verla a usted.

La mujer no replicó.

—¡A casa! —dijo al cochero con tono de rabia.

Quintín se acercó al señor Juan.

—¿Qué hay? ¿No se puede pasar? —le preguntó.

—Usted, sí —replicó el jardinero—; pero no esa pécora.

—¿Quién es?

—La condesa. Después de que está diciendo enormidades de la señorita Rafaela y del abuelo, viene aquí esa tiaca a echárselas de caritativa.

—¿Cómo está el señor marqués?

—Muy mal.

—¿Pero se ha agravado, o sigue la enfermedad su curso?

—Se ha agravado… Y, mientras tanto, el señor conde, ¿sabe usted lo que hace? Pues está vendiendo todo lo que encuentra a mano. Ha vendido hasta las cañerías de plomo y las losas de la cuadra, que él mismo ha arrancado. Le digo a usted que es una vergüenza…

—¿Y cómo no se lo impiden?

—¿Quién?… Es una cosa que da pena. Mientras el señor está en la cama, vienen los baratilleros, y a carros se lo llevan todo. Han sacado tapices, bronces, los bargueños que había en la sala, el bufete, los tocadores… y esta tunanta, que lo sabe, quiere venir aquí a tomar parte en el robo. Al conde no le puedo decir nada; pero a esta mala mujer, sí. ¡Y si viera usted! Yo no sé cómo se atreve a mirarme, después de lo que ha pasado entre los dos.

—¿Entre quiénes? ¿Entre usted y ella?

—Sí, señor. ¿No se lo han contado?

—No.

—Pues yo tengo un hijo, ¿sabe usted? y ahora no tanto; pero hace unos años, era un niño muy bonito, más blanco que la nieve, y con unas mejillas que chorreaban sangre. Era, además, fuerte, muy robusto, y muy inocentón. Bueno; pues de pronto, el chico se me empieza a poner muy pálido, y flaco, y ojeroso. Y su madre, y yo, ¿qué le pasará al chiquillo? ¿y qué tendrá? Y nada, sin poder comprender lo que le pasaba; hasta que una noche, el cochero le ve que iba saltando por los tejados. El hombre se puso en acecho, y lo averiguó todo. La condesa, entonces, vivía aquí con su marido, y mi hijo iba a buscarla. Cuando le dije al marqués lo que pasaba, fue, cargó una pistola, y quería pegarle un tiro a su nuera. Y ella, la muy tiaca, se acerca a mí y me dice: «Si necesita usted algo para su hijo, avísemelo usted». «Lo que es usted, señora, le contesté, muy viciosa, y a mi hijo no le volverá usted a ver más.»

—¿Y ahora ella con quién está?

—Ahora, con Periquito Gálvez.

—¿Y quién es ése?

—Un labrador rico.

—¿Joven?

—No; tiene ya más de cincuenta años. Pero se la pega con cualquiera. Cuando se entendió con ella, dicen que Periquito encontró una vez una liga de la condesa, y esta liga tenía un letrero que decía:

Intrépido es amor;

de todo sale vencedor.

Periquito mandó hacer un par de ligas iguales, con el letrero en diamantes y perlas, y se lo regaló.

—¡Qué rumboso!

—Eso sí lo es.

Se separó Quintín del señor Juan, y subió a ver al enfermo.

En un gabinete, próximo a la alcoba, estaban Rafaela y Remedios hablando con un señor delgado, esbelto, muy acicalado. Era el Pollo Real, el hermano del marqués y de la señora Patrocinio. De cuando en cuando, Colmenares, el jorobado, salía de la alcoba, con los ojos enrojecidos y volvía en seguida.

—Voy a ir a rezar a la ermita de la Fuensanta —dijo Remedios a Quintín—. ¿Quieres acompañarme?

Fueron Remedios, la criada joven y Quintín, al caer de la tarde.

Rezaron ellas, y volvieron de la ermita charlando. Remedios contó a Quintín que habían llegado a oídos de Rafaela las invectivas de su madrastra; Quintín prometió a la niña que haría callar a la condesa. Pensó dedicarle en La Víbora unas cuantas picaduras que la mortificasen. Después, Remedios habló de su cuñado. Sentía por él una gran antipatía, y reconociendo que era bueno y amable, no podía verle en pintura.

Para prolongar la conversación, marcharon a casa por el camino más largo.

Era un día de otoño; el cielo estaba azul, muy profundo.

En el poniente se estratificaban largas y estrechas nubes de color rojo.

Pasaron por delante de la iglesia de San Lorenzo. La torre, cuadrada, se erguía, con su angelote en la punta; el gran rosetón, iluminado por la luz rojiza del anochecer, parecía una cosa aérea, inmaterial, y sobre este rosetón se destacaba un santo blanco dentro de una hornacina.

Volvieron por la calle de Santa María de Gracia. Remedios, al pasar, leía los letreros de las tiendas y los nombres de las calles. Una de éstas se llamaba de Puchinelas, otra de Juan Palo, otra del Verdugo…

Una porción de preguntas se le ocurrieron a la niña, a las cuales no supo contestar Quintín.

Siguieron por la calle de Santa María. Arriba, las dos líneas quebradas de los tejados limitaban el cielo de rosa; las cañerías avanzaban en el aire desde los aleros, como las gárgolas y canecillos de una iglesia gótica; las casas estaban bañadas por una luz llena de misterio…

En la pared blanca de un convento antiguo, con altas celosías verdes, palpitaba suavemente el resplandor escarlata del cielo, y a lo lejos, al final de la calle, el campanario vetusto de una iglesia, que recibía de lleno los últimos rayos del sol, brillaba como un ascua de oro.

Al volver a casa, ya el cielo perdía su color de púrpura; un velo amarillo pálido, de ópalo, invadía toda la bóveda celeste; hacia el poniente era verde; al otro lado, azul, de un azul intenso, con grandes fajas moradas.