XX

LOS FILÓSOFOS SIN NOTARLO

Al día siguiente, Quintín, ya tranquilizado de su fiebre nebulosa y anglómana, iba a cenar por la noche al café del Recreo. María Lucena, con su madre y una amiga corista le esperaban.

—Pues no has tardado poco —dijo María Lucena al verle entrar en el café.

Quintín se encogió de hombros, se sentó y llamó al mozo.

María Lucena era hija de un aperador de un cortijo del ruedo de Córdoba. Tenía poca voz, pero mucha gracia cantando y bailando, unas caderas fuertes que al andar oscilaban con un movimiento agitanado, una cara pálida e incorrecta y unos ojos negros y brillantes. María Lucena estaba casada con un traspunte, que a los tres o cuatro meses de matrimonio consideró natural y lógico vivir a costa de su mujer; pero ésta le quebró la combinación despachándole de casa.

La muchacha que estaba con María Lucena en el café era una corista de las que se distinguen y comienzan a hacer papeles cortos. Era una mujer bajita, con los ojos negros y muy vivos, la nariz afilada, la boca con una sonrisa burlona que levantaba las comisuras de los labios para arriba, y el pelo rubio, adornado con dos claveles rojos.

La vieja que les acompañaba era la madre de María, una vieja gorda, arrugada y llena de lunares, con la mirada viva y suspicaz.

Quintín se puso a cenar con las tres mujeres. Se le había pasado la murria melancólica del día anterior, pero se manifestaba triste por dignidad y por ser algo consecuente consigo mismo.

María Lucena, que había notado la preocupación de Quintín, le miraba de cuando en cuando atentamente.

—Bueno, vamos —dijo María.

Se levantaron las dos muchachas y la vieja, porque era hora de comenzar la función, y Quintín quedó solo, distraído en hacer esfuerzos para convencerse a sí mismo y a los demás de que estaba muy triste.

En esto entró Springer el suizo y se sentó al lado de Quintín.

—¿Qué te pasa? —le dijo, tomando en serio su aire fúnebre.

—Hoy estoy melancólico. Vi a ayer a una muchacha que me gustaba. La nieta del marqués. La que se casó con Juan de Dios.

—¿Y qué? ¿Qué le pasa?

—Que tiene muy mal aspecto. No dura mucho tiempo.

—¡Pobrecilla!

Quintín, con voz lúgubre, contó sus amores, con todo el amontonamiento de detalles insignificantes y de tiquismiquis aburridos.

Springer le escuchaba sonriendo. Su cara fina y espiritual seguía con atención lo que contaba su amigo. Luego habló él confusamente. Sí, él también había tenido amores románticos…, muy románticos…, con una señorita…; pero era un pobre plebeyo suizo.

Cualquiera hubiese dicho al oirles que los amores de Quintín habían durado años, y días los del suizo. Era todo lo contrario. La fidelidad de Quintín alcanzó hasta dos o tres meses, al cabo de los cuales se enredó con María Lucena. En cambio, el suizo seguía durante años y años fiel a unos amores imposibles.

Mientras charlaban, apareció en el café don Gil Sabadía, el arqueólogo. Estrechó la mano del suizo y de Quintín, y se sentó en la mesa.

—Hace mucho tiempo que no le veo a usted —le dijo a Quintín—. ¿Qué, vamos tomando la tierra?

—¡Pchs! Si pudiera marcharme…

—Hoy no le haga usted caso —dijo Springer—; tiene spleen.

—¿Pues qué le pasa? —preguntó el arqueólogo.

—Cosas de mujeres.

—Es que las hembras de aquí tienen un gancho, compadre, que hay que verlas.

—A mí me parecen insignificantes —dijo Quintín.

—Hombre, no digas eso —replicó el suizo.

—Paliduchas, ojerosas, débiles, mal alimentadas…

—¿No les negarás también la gracia? —preguntó Springer.

—Sí —contestó Quintín—; hacen muchos gestos y tienen una manera de hablar fantástica y recargada de imágenes. Un hablar de negro. Yo, cuando cuenta algo María Lucena, me fijo en que siempre las cosas, materiales o no, las compara con algo material: «es más bueno que el pan», «es más soso que la calabaza…»; todo necesita materializarlo; si no, yo creo que no lo entiende… Es como un niño…, como un niño impertinente.

—¡Qué retrato! —exclamó el suizo riendo.

—Luego, en cualquier cosa hace divisiones y subdivisiones; cada objeto tiene veinte nombres. Hay en casa un botijillo con aguardiente de guindas, ese aguardiente de guindas que aquí lo tienen como cosa sagrada; pues María unas veces le llama el loro, otras el verderón, otras el pájaro verde… Pues aún no le basta El otro día le decía a su madre desde la cama, señalándole el botijillo: Madre, tráeme ese fulano… Es decir, que el lenguaje para esta gente no es lenguaje ni nada.

—¿Y eso no indica ingenio? —preguntó el suizo.

—¿Pero yo para qué quiero el ingenio, Springer? —exclamó Quintín a grandes voces—. ¡Si una mujer no necesita ingenio! Le basta con ser guapa, sumisa, y nada más…

—Eres tremendo —dijo el suizo—. ¿De manera que la inteligencia de la mujer para ti no tiene valor?

—¡Pero si eso no es inteligencia! Eso es para la inteligencia lo que es para la actividad el movimiento de esos hombres que andan a saltitos, y saludan a uno, y hablan a otro. Ni una cosa es inteligencia, ni la otra es actividad… La cuestión es tener un núcleo de ideas grandes, fuertes, que dirijan la vida… Lo que les pasa a los ingleses.

—A mí los ingleses me son muy antipáticos —dijo el suizo—. Respecto a Andalucía, yo creo que si esta tierra tuviera más cultura, constituiría uno de los pueblos más comprensivos y entusiastas. Los demás españoles regatean siempre su aprecio o su admiración; el vicio nacional de España es la envidia; los andaluces no. Están dispuestos a admirarse por cualquier cosa.

—Debilidad de raza —exclamó Quintín—; todos son unos boleros.

—No digas eso, que eres andaluz.

—¿Yo? Nunca. Yo soy un hombre del norte. Aquel Londres, aquel Windsor… ¿Para qué habré venido yo aquí?

Vinieron María Lucena, su amiguita y su madre.

Las saludaron el suizo y don Gil.

—Defienda usted a los andaluces —dijo Springer a la cómica—, porque Quintín les está poniendo de vuelta y media.

—¿Para qué está aquí entonces? —preguntó ásperamente María.

—Eso decía yo —añadió Quintín—. ¿Para qué habré venido a este pueblo?

—Ya sé toda esa tristeza de qué viene —dijo María Lucena al oído de Quintín.

—¿Sí? Pues me alegro.

—Viste el otro día a la prima, a la que tiene cara de mal de estómago. Dicen que no se puede consolar todavía de que el novio antiguo la dejara. Así está de esmirriada.

Quintín se encogió de hombros.

—¿Ha parido ya, o es que tiene hidropesía?

Quintín tampoco se dignó contestar. Ella, indignada, volvió a la carga.

—Y porque la has visto hecha una lombriz venías ayer tan triste y afligido, ¿eh?

—Es posible —dijo fríamente Quintín.

—Si me hubieses visto a mí de ese modo, lo hubieras sentido menos.

—¡Qué penetración!

—Pues hijo, a tiempo de concluir estamos —replicó rabiosamente la cómica—. Si a ti no te importa nada por mí, a mí me pasa lo mismo contigo.

Quintín se encogió de hombros. Los demás, notando aquel preludio de tempestad, se callaron.

La voz de María Lucena iba haciéndose chillona y desagradable.

—¿Sabes lo que ha dicho su madrastra, la condesa? Pues ha dicho: «Esa gilona, después de hacer tantos dengues, se ha casado con Juan de Dios por el dinero».

—Lo que haya dicho ese pendón no tiene importancia.

—Para ti todas las mujeres son pendones…

—Y es verdad.

—Pues si eso lo dices por mí…

—Bueno, bueno; aquí no demos espectáculos, y no grites.

—¿Me vas a pegar? Di, ¿me vas a pegar?

—No; me marcharé antes prudentemente —contestó Quintín levantándose y disponiéndose a marchar.

En esto entraron en el café el poeta Cornejo, acompañado de un señor alto, flaco, de nariz aguileña, barba larga negrísima y tipo de moro. Se acercaron los dos a la mesa y se sentaron.

Salían el poeta y este señor de la última función y discutían. Para Cornejo, la zarzuela que acababan de ver no estaba del todo mal; el hombre alto de la barba negra aseguró, por su parte, que se había aburrido soberanamente.

Este hombre tétrico afirmó después que para él la vida daba poco de sí, y que de todas las vidas desagradables y enojosas, la más enojosa y la más desagradable era la de las capitales de provincia, y de todas las vidas de las capitales de provincia, la peor la de Córdoba.

Contrarió en todo a Leibnitz y a su discípulo el doctor Pangloss, el hombre de la barba negra hubiese afirmado con verdadero convencimiento que vivía la peor vida en el peor pueblo del peor de los mundos posibles.

—Está usted en lo cierto —dijo Quintín, con la sana intención de molestar a los oyentes—; nada tan antipático como estas capitales de provincia.

El arqueólogo don Gil hizo un gesto como quien no quiere tomar en cuenta lo que oye, y dijo dirigiéndose a Springer:

—Usted también es como yo, ¿verdad? Partidario de lo antiguo.

—En muchas cosas, sí —contestó el suizo.

—Era la vida mucho mejor. ¡Qué sabiduría la de nuestros antepasados! Todo clasificado, todo en orden. En la calle de la Zapatería, los zapateros; en la de Librerías, los libreros; en la de la Plata, los plateros. Cada oficio con su calle: pleitineros, barberos, letrados… Hoy todo al revés. ¡Un desbarajuste tremendo! En la calle de Zapaterías apenas hay zapateros, ni en la de Librerías libreros. Estos ediles varían de nombre a todo… La calle de Mucho Trigo, en donde había antes almacenes de ese cereal, hoy tiene la especialidad de fabricar arropías. ¡Qué absurdo, señor! ¡Qué absurdo! ¡Y a esto lo llaman progreso! Tratan, los hombres de ahora de borrar el recuerdo de toda una civilización, de toda una historia.

—¿Y para qué le sirve a usted ese recuerdo? —preguntó el hombre de la barba negra.

—¡Para qué me sirve! —exclamó don Gil, asombrado.

—Sí, ¿para qué le sirve?

—Siquiera para saber que estamos en la decadencia. No comparando la Córdoba de hoy con la del tiempo de los árabes, sino comparándola con la del siglo XVIII, se ve una diferencia enorme. Había aquí cientos de telares, fábricas de papel, de botones, de espadas, de cueros, de guitarras. Hoy… nada. Se han cerrado fábricas, talleres, hasta los mesones.

—Será verdad; pero usted, don Gil, ¿para qué quiere saber esas calamidades?

—¡Para qué quiero saber, Escobedo! —exclamó don Gil, a quien las preguntas del hombre de la barba negra dejaban estupefacto.

—Sí, porque yo no veo que ese conocimiento sirva para nada. Que desaparece Córdoba, pues otro pueblo aparecerá. ¡Si eso es igual! ¡Ojalá —siguió diciendo Escobedo— se pudiera borrar la historia, y con la historia todos los recuerdos que entristecen y marchitan la vida de los hombres y de las multitudes! Una generación debía aceptar de la que le precedió lo que es útil, la ciencia únicamente; por ejemplo: el azúcar se extrae de esta manera, las patatas se fríen así… Lo demás olvidarlo. Qué necesidad tenemos de que nos digan: ese amor que tienes, ese sufrimiento que padeces; ese acto heroico que has presenciado, no es ni siquiera nuevo; lo tuvieron, lo padecieron, lo presenciaron hace cinco o seis mil años otros hombres lo mismo que tú, igual que tú. ¿Qué adelantamos con eso? ¿Me quiere usted decir?

El arqueólogo se encogió de hombros.

—Creo que está usted en lo cierto —dijo Quintín.

—La historia, como todo lo que es conocer, nos envejece —siguió diciendo Escobedo—. El saber es el enemigo de la felicidad. Ese estado de paz, de sosiego, que los griegos llamaban con relación al organismo euforia, y con relación al alma ataraxia, no se puede obtener más que no conociendo. Así, en la vida, al principio, a los veinte años, cuando se ve todo de una manera superficial y falsa, las cosas aparecen brillantes y dignas de ser codiciadas. El teatro es relativamente bonito, la música agradable, la función divertida; pero el mal instinto de conocer hace que un día uno se asome a los bastidores y empiece a enterarse y a desilusionarse. Las actrices son feas…

—¡Gracias! —dijo María Lucena secamente.

—No lo dice por ustedes —arguyo Springer.

—Y además de feas son tristes y pintarrajeadas —siguió diciendo Escobedo, sin hacer caso de la interrupción—: los cómicos son estúpidos, torpes, soeces; los telones, de cerca están mal pintados. Se ve que todo es pobre, raquítico… Las mujeres parecen primero ángeles, luego supone uno si serán demonios, y poco a poco empieza uno a comprender que son hembras, como las yeguas, como las vacas… Un poco peor, por lo que tienen de personas.

—Es verdad —asintió Quintín.

—Son ustedes muy groseros —dijo María Lucena levantándose can un gesto de desdén y de rabia en la boca—. ¡Adiós! Vamos.

Las tres mujeres salieron del café.

—Y lo malo es —siguió Escobedo— que nos engañan miserablemente. Nos hablan de la eficacia del esfuerzo; nos dicen que hay que luchar con voluntad, con tesón, para alcanzar el triunfo, y luego vemos que no hay luchas, ni triunfos, ni nada; que la fatalidad baraja nuestros destinos y que la esencia de la infelicidad está en nuestra misma naturaleza.

—Lo ve usted todo muy negro —dijo sonriendo el suizo.

—Yo creo que lo ve tal como es —repuso Quintín.

—Luego se podría pasar —dijo Escobedo— que algunas cosas altas, hermosas, no fueran tan sublimes como dicen los poetas; por ejemplo, el amor; pero las otras más humildes, más modestas, debían de ser hondamente verdaderas, y no lo son. ¡La amistad! No hay amistad más que cuando de dos amigos uno se sacrifica por el otro. ¡La sinceridad! Imposible también; ni aun en la soledad creo que se puede ser sincero. Grande o chico, ilustre o humilde, todo hombre que se mire al espejo verá siempre reflejado en el fondo un solemnísimo farsante.

—Estoy con usted —dijo Quintín.

—Creo —replicó el suizo— que ve usted sólo el lado de sombra de las cosas.

—Me esfuerzo en ver los dos —respondió Escobedo—: el lado del sol y el lado de sombra. Creo que sí, que en cada acción, en cada hombre, hay luz y hay oscuridades, hay también casi siempre una faz seria y trágica y otra burlona y grotesca. Yo, a fuerza de mirar continuamente la faz trágica, comienzo a ver la grotesca.

—¿Y de qué le sirve a usted eso? —preguntó don Gil.

—De mucho. De un hombre fúnebre y lacrimoso, me voy transformando en un misántropo jovial. Cuando llegue a viejo pienso ser alegre como unas castañuelas.

—¡Filosofía griega! —dijo con desdén don Gil.

—Señor Sabadía —repuso Escobedo—, usted tiene el derecho de molestarnos a todos hablándonos de los letreros de las calles de Córdoba y de las costumbres de nuestros respetables antepasados. Concédanos usted el permiso de comentar la vida a nuestro modo.

Risum teneatis —dijo don Gil.

—¿Ven ustedes? —replicó Escobedo—. Es otra de las cosas que me molestan. ¿Qué necesidad tenía don Gil de espetarnos una cita tan vulgar que hasta los mozos de café la saben?

El arqueólogo, desdeñando lo que oía, comenzó a recitar un antiguo romance cordobés que decía así:

Jueves, era jueves, día de mercado,

y en Santa Marina tocaban rebato.

Escobedo siguió filosofando; un mozo de café comenzó a colocar las sillas sobre las mesas, otro apagó los mecheros de gas, y los parroquianos se fueron a la calle.