LAS AMABLES IRONÍAS DE LA REALIDAD
Unos días después, un domingo por la tarde, fue Quintín a pasear a caballo. Antes de dirigirse a la sierra se detuvo en el paseo de la Victoria a ver la gente que transitaba por allí.
La reputación de jugador, de calavera y de hombre terrible y fuerte, hacía que Quintín tuviera sus éxitos entre las señoras, y más de alguna le miraba con una mirada larga, fija y penetrante, de mujer no del todo comprendida por su marido.
Como de costumbre, los días de fiesta iban los coches dando vueltas al paseo, y entre ellos algunos jinetes en caballos briosos. En una de las vueltas, Quintín vio a Rafaela y a Remedios solas en un coche. Ninguna de las dos advirtió su presencia, y para que no sucediera esto, la vez siguiente Quintín se colocó de manera que al volver, por necesidad le viesen.
Remedios fue la primera que le conoció, y se lo dijo a su hermana. Quintín las saludó muy ceremoniosamente. Al llegar al extremo de la fila, Rafaela debió decir al cochero que dejara el paseo, porque siguieron adelante. Remedios volvió repetidas veces la cabeza. Quintín se acercó al coche y se puso al habla con las dos hermanas. Rafaela estaba pálida y ojerosa; se hallaba embarazada, ya en el último mes; tenía los ojos hundidos y las orejas transparentes.
Remedios estaba más bonita; en el comienzo de ese período intermedio en que una niña se convierte en mujer.
—¿Están ustedes bien? —las preguntó Quintín con verdadero interés.
—Yo bien —contestó Rafaela con la voz un poco débil—. Esperando de un día a otro… Y a Remedios ya la ve usted, más guapa y más rozagante que nunca.
Remedios se echó a reír con su risa silenciosa.
—Sí —contestó Quintín—. Se ve que a Remedios le sienta bien el campo.
—Pues no creas —exclamó la niña—, preferiría vivir en nuestra casa.
—Y usted está hecho un hombre terrible, según dicen —indicó Rafaela—; creo que escribe usted en los periódicos…, que anda usted con muy mala gente…
—Nada. Habladurías.
—Y ya no va usted por casa tampoco. Le ha abandonado usted al pobre abuelo.
—Eso es verdad. Siempre estoy pensando en ir por allá y nunca voy.
—Pues él pregunta a todas horas por usted. El pobrecito está muy malito, y tan solo… nosotras, desde que estamos aquí vamos todos los días a verle.
—Pues yo también iré, no tenga usted cuidado.
—Vete mañana —dijo Remedios.
—Bueno, iré mañana. ¿Pero ustedes han dejado el paseo por mí?
—No —respondió Rafaela—, a mí no me gusta andar en esa fila mucho tiempo. Me mareo. Vamos ya hacia casa. Adiós, Quintín.
—Adiós.
Quintín tomó el camino de la sierra e hizo trotar su caballo hasta el merendero del Brillante.
Le había producido el encuentro una impresión mezclada de tristeza y de ironía, algo que le parecía tan pronto muy penoso como muy grotesco.
«¿Y tiene algo de particular?», se preguntaba a sí mismo.
No, no tenía nada de particular. Era lo lógico. Se había casado; su marido era joven; iba a tener un hijo. Era lo natural; y, sin embargo, a Quintín le admiraba.
Muchas veces se ven en el aire extraños pájaros que vuelan junto al cielo, como las ilusiones de los hombres. A veces estos pájaros caen heridos por algún cazador, y al verlos en la tierra, sus ojos tristes, sus plumas blancas, son una sorpresa para el que los mira…, y es que el hombre poetiza todo lo lejano.
Quintín, dominado por su impresión entre dolorosa y grotesca, volvió despacio al pueblo.
Cuando llegó a la Victoria era ya el anochecer. Continuaba el paseo. La sierra se llenaba de brumas; el sol se ponía sobre la campiña, y su gran disco rojo iba ocultándose por encima de los campos amarillos, y en el fondo del horizonte, envuelto en un aire de color de rosa, se destacaba un ceno azulado con un castillo en la punta.
Ya iban quedando pocos coches; por encima de la vieja muralla y de la puerta de Almodóvar aparecía en el cielo azul, que se iba cuajando de estrellas, la torre amarillenta de la catedral.
De la Victoria, todos los coches pasaron a dar vueltas por el Gran Capitán.
Quintín entró en un café.
«Yo debo marcharme de aquí —pensó—. Debía irme a Londres.»
Y recordó la lluvia menuda, los cocheros calados, en sus cabs, la niebla azul de los campos próximos a Windsor, y los barcos que se deslizaban por el Támesis entre la bruma.
Salió del café. Los coches seguían dando vueltas por el Gran Capitán, envueltos en una atmósfera polvorienta.
Fue Quintín a su casa. María Lucena se preparaba para ir al teatro.
—¿Qué te pasa? —le dijo.
—Nada.
Se tendió Quintín en un sofá y pasó horas enteras recordando la niebla, y la humedad, y el ambiente fresco de Inglaterra, hasta que se quedó dormido.