LA TABERNA DEL BODEGONCILLO
Era la taberna pequeña; tenía un mostrador rojo forrado de zinc, y a un lado una puerta, por la que se pasaba a un bodegón grande iluminado por dos quinqués de petróleo humeantes y varios candiles negros. Había aquella noche gran concurso y afluencia de gente en el chasbisque. Entraron Quintín y Springer; atravesaron la tabernucha; luego el bodegón, que tenía varias mesas ocupadas, y se sentaron en una pequeña, iluminada por un quinqué.
—Ésta es nuestra mesa —dijo Quintín.
Llamó, vino el bodegonero apodado el Pullí, le pidió unos cangrejos, una ración de pescado frito y una botella de Montilla, y luego le dijo:
—Tráigame usted la cuenta de todo lo que debo.
Volvió al poco rato el Pullí con los cangrejos, el pescado y el vino, y en un plato un papel en donde había garrapateado, con tinta azul, letras y números.
Lo cogió Quintín, sacó del bolsillo del chaleco unos cuantos duros, y los fue echando en el plato.
—¿Está bien? —le preguntó al Pullí.
—Estará bien si usted lo ha contado —repuso el hombre.
—Ahí va para el chico —añadió Quintín poniendo un duro encima de la mesa.
—Tengo dos, don Quintín —advirtió el Pullí maliciosamente.
—Pues ahí va para el otro.
En la taberna, aquel ruido de plata hizo un efecto extraordinario. Todos miraren a Quintín, el cual fingiendo que no se enteraba, se puso a comer y a charlar animadamente con su amigo.
En esto se acercaron a la mesa dos hombres; uno alto, sonriente, de unos treinta años, sin dientes, con la barba negra y los ojos rojizos e inyectados; el otro, bajito, rubio, de aire tímido e insignificante.
Quintín les saludó a los dos con una leve inclinación de cabeza, y les indicó que se sentasen.
—Aquí tienes —dijo Quintín a Springer señalando al de la barba— a todo un poeta; no tiene de malo más que el apellido; se llama Cornejo. Es un Corneille traducido al cordobés. Pero siéntense ustedes y pidan lo que quieran; luego hablaremos.
Los dos hombres se sentaron.
El poeta era una especie de tenca, con los ojos opacos y apagados. Llevaba pantalones muy cortos, a cuadros amarillos y negros; un bastón que se le había desgastado tanto, que para dar con él en el suelo tenía que extender el brazo. Por lo que contó Quintín, Cornejo era un ser fantástico; tenía un traje azul desgastado, al que llamaba mi ropa negra, y un gabancillo raído, de color de buey, al que llamaba mi sobretodo. Siempre llevaba cuchillos en los pantalones, unas veces de paño, otras de cuero vivo: vivía en combinación continua, el hambre en celo y el estómago vacío; no se alimentaba más que de alcohol y de vanidad; así sus composiciones poéticas eran tan aéreas, que más que poesías de alas parecían poesías de flato.
Él había dicho paseando con un compadre suyo, también poeta y también desarrapado, señalando a unas señoronas de coche: «Chico. Nos miran con un desdén… inexplicable».
Se pasaba este hombre la vida de taberna en taberna, recitando versos de Espronceda y de Zorrilla, haciendo él mismo, entre madrigal y madrigal y romance y romance, alguna poesía terrible, en la cual se manifestaba como un hombre feroz, a quien no le gustaba más líquido que la sangre, ni más perfume que el olor de les camposantos, ni más cielo que el tempestuoso.
Cornejo era popularísimo entre la gente del bronce, y conocía a todos los tahúres y rufianes que pululaban en las tabernas. El bajito rubio que le acompañaba estaba impaciente.
—Este señor —dijo el poeta a Quintín señalando al hombrecillo— es el impresor. Si le puedes dar algo…
—Está bien. ¿Qué se debe a usted? —le preguntó Quintín.
—Aquí está la factura —dijo el hombrecillo humildemente.
—¡A mí no me venga usted con facturas! ¿Cuánto es?
—Cuarenta duros.
—Bueno. Está bien.
Quintín llenó un vaso de vino, y el impresor le miró con cierta ansiedad.
—Para asegurar la tirada del periódico durante tres meses, ¿cuánto se necesitará?
El impresor sacó un lápiz y un papel, e hizo rápidamente unos números.
—Doscientos duros —dijo.
—Bueno —repuso Quintín, y sacó de la cartera unos cuantos billetes y los colocó en la mesa—. Aquí están los doscientos duros. Los cuarenta que le debo a usted se los pagaré cuando pueda.
—Está muy bien —dijo el impresor recogiendo el dinero y sin atreverse a contarlo—. ¿Quiere usted que le dé un recibo?
—¡Yo! ¿Para qué?
El impresor se levantó, saludó inclinándose ceremoniosamente, y se fue.
—Y tú, Cornejo —murmuró Quintín—, ¿necesitas algo?
—Echa para acá diez o doce duros.
—Ahí van veinte; pero que hay que trabajar, tú. Si no, os echo a todos a puntapiés.
—Descuida; y el poeta se metió el billete en el bolsillo como quien no hace nada, y se puso a escuchar la conversación de los tipos que hablaban en una mesa próxima.
Uno de ellos era un hombre de una cabeza muy gorda, a quien llamaban el Sardino; el otro, un piconero de cara tiznada, conocido por el Manano.
—Oigan ustedes esta conversación —dijo el poeta—, porque vale la pena.
—¿Pero qué te da ese hombre? —decía el Manano al Sardino, haciendo extraños visajes con su cara tiznada, y moviendo los brazos.
—No me da nada —replicó el otro muy serio—; pero me refiere.
—¡Qué te refiere! ¡Serás longui!
—Y es verdad.
—¿Pero de que te ha servido su conocencia?
—Me ha servido de mucho, y yo soy agradecido.
—Eso es ya casi escarbar para echarse, compadre —dijo el Manano con intención.
—Pues yo soy así —replicó el Sardino—, y a claro no me gana nadie, y yo siempre me descubro para que me vean el peinado.
—Pues habérmelo dicho antes.
—Yo no entiendo nada de lo que hablan —dijo el suizo riendo.
—Ni ellos tampoco se entienden —añadió Quintín.
—Hablan a su manera —repuso el poeta.
—¿Y quiénes son estos tipos? —preguntó Springer.
—El Sardino es un vendedor ambulante —respondió Cornejo—; hace trabucos para los chicos, con ramas de adelfa, y pitos de culantrillo, de esos que tienen una semilla dentro para que suenen. El Manano es piconero.
—¿Y de quién hablan?
—Probablemente de Pacheco.
—¿Del bandido? —preguntó Springer.
Cornejo enmudeció; miró a Quintín, y después, tragando saliva, murmuró:
—No lo diga usted muy alto, que hay aquí amigos suyos.
—Nosotros lo somos —repuso Quintín.
Al poeta no debió agradarle esta conversación, porque, sin añadir palabra, se dirigió al piconero discutidor:
—¡Adiós, Manano! —le gritó—. ¡Parece que la hemos cogido, eh! Pues anda con cuidado de que no te lleven a la Higuerilla.
—¿A la Higuerilla a mí? —exclamó el borracho—. ¡No hay quién!
—¿Ya no quieres ir por allá?
—No.
—¿Y por qué? Antes ibas a gusto.
—Porque antes le trataban a uno bien; pero ahora, como usted ha dicho en el verso, allí no dan más que agua, algún estacazo de vez en cuando, y ese fulano que huele mal… el armoniaco.
Sonrió el poeta con este testimonio de su popularidad.
Siguieron discutiendo el Sardino y el Manano de la misma manera parabólica, cuando entró tarareando en la taberna un hombre bajito, derechete, con un bigote negro y corto que parecía pintado, sombrero ancho sobre los ojos, cadena de reloj grande, que le cruzaba el chaleco, y bastón nudoso y retorcido.
Sonrió Springer burlonamente al ver un tipo tan cómico, y el poeta dijo:
—Aquí está Carrahola.
—¡Qué tipo más gracioso!
—Pues es un hombre terne —repuso Cornejo.
—¡Bah! —exclamó Quintín—; un pobre hombre que, como es tan bajito, tiene la manía de llevar todo grande; el bastón, el sombrero, la petaca.
Efectivamente, como para demostrar esto, el Carrahola sacó del bolsillo del chaleco un reloj de plata, blanco, y grande como una cazuela, y después de enterarse de la hora, preguntó al tabernero:
—¿Ha venido el señor José?
—No, señor.
—Pero, ¿vendrá?
—No le puedo decir a usted. Creo que sí.
Carrahola se acercó a la mesa en donde estaban Quintín, Springer y Cornejo, acercó una silla, y, sin saludar, se sentó.
—Vaya una noche para buscar borricos mohínos, Carrahola —dijo el poeta, dirigiéndose al hombrecillo.
Éste volvió la cabeza como si hubiese oído la voz en otro lado, y no hizo caso. El Carrahola venía, sin duda, de bravo; notó la espectación de toda la taberna, y cogió la copa de Quintín, la contempló al trasluz y la vació de un sorbo. Quintín cogió la copa, y sin decir nada, apuntó a un ventanillo que estaba abierto y la tiró por él. Luego batió palmas, y al acercarse el Pullí, le dijo:
—Un vaso, y haga el favor de avisarle a este hombre —y señaló a Carrahola— que aquí molesta.
—Anda tú —le dijo el tabernero—, que esta mesa está ocupada.
El Carrahola se hizo el desentendido; sacó de la chaqueta un chicote y una navaja, y se puso a picar tabaco; luego, de un golpe, colocó la herramienta en la mesa.
—¿Y eso, para qué le sirve a usted? —dijo Quintín, e indicó la chaira con el dedo—; ¿para correr?
El Carrahola se levantó trágicamente de la mesa, guardó despacio su navaja, cogió su enorme y nudoso garrote, se caló el ancho sombrero ecijano, dio un tironcito a las solapas de su chaquetilla, y dijo con taño seco y desdeñoso:
—Hay quien habla aquí lo que no hablaría en la calle.
Dicho esto, escupió en el suelo, mató la salivilla frotándola con la suela del zapato, y se quedó mirando por encima del hombro.
—Y eso, ¿qué significa? —preguntó Quintín.
—Eso quiere decir que, si usted es un hombre, ahora mismo nos vamos a tomar dos copas y a sacarnos después las tripas.
Quintín, sin replicar nada, se puso de pie, agarró al Carrahola por el cuello de la chaqueta, lo levantó como a un muñeco, y lo dejó caer burscamente sobre las suelas de sus zapatos, que sonaron cómicamente en el piso. Todo el mundo se echó a reír. El Carrahola, bajando la cabeza, embistió furioso contra Quintín; pero éste, con un movimiento hábil de boxeador, le dio una vuelta sobre su cadera y lo alzó en el aire; luego lo cogió con sus dos manos robustas, lo metió a empujones por el ventanillo, y con su reloj, su navaja y su ancho sombrero ecijano, lo tiró a la calle.
—Que aprenda a tratar a las personas —dijo Quintín después de verificada la operación.
—Vaya un gachó —exclamó el Manano—; le ha tirado por el buzón como una carta.
En la taberna se escucharon por todas partes murmullos de admiración. En esto un muchacho o un hombrecillo, no se distinguía bien su edad, con el pelo bermejo y la cara muy pecosa, un calañés estropeado y una chaquetilla de dril, se acercó a Quintín andando a saltitos.
—Buenas noches —dijo—. Esos amigos dicen que si ese carretero, el Garroso, echara un pulso con usted, quizás se lo llevara, y nosotros decimos que no. ¿Quiere usted echar un pulso con él, don Quintín?
—No, ahora no; gracias.
—Dispensen ustedes si he faltado; pero unos apostaban por usted y otros por él.
—¿Y tú, por quién apostabas?
—Yo, por usted.
—Bueno, pues vamos allá.
—El Rano siempre haciendo apuestas —dijo Cornejo.
—¿Se llama el Rano?
—¿No se ha fijado usted en su cara?
Se volvió el hombrecito, y Springer tuvo que disimular la risa. Parecía completamente una rana, con los ojos salientes, abultados y entontecidos; la cara ancha, la nariz de alcuza y la boca de oreja a oreja.
—¿Y en dónde está el Garroso? —preguntó Quintín.
—Ahí, en esa mesa.
Se levantó sonriendo un hombretón cargado de espaldas, con las piernas arqueadas y los brazos lo mismo, la cabeza cuadrada, el cuello de toro, y un bulto a manera de testuz, sobre el entrecejo.
El Rano, el Garibaldino y el Animero colocaron una mesa en medio de la taberna y dos sillas. Se sentó el Garroso, y poco después Quintín.
—Bueno; aquí no se trata de reñir —dijo Quintín al Garroso—. Echaremos dos pulsos. ¿Eh?
—Sí, señor.
Se fijaron los codos sobre la mesa, se agarraron las manos, y comenzaron a crujir las sillas, la tabla de la mesa y hasta los huesos de los dos contrincantes.
El Garroso iba poniéndose colorado; una vena de su frente, gruesa como un dedo, parecía que se le iba a saltar. Quintín estaba impasible.
—¿Tú crees que voy a perder, Rano? —le dijo Quintín al hombrecillo.
—Yo, no.
—Haces bien. Ahora verás. Y sin hacer esfuerzo aparente, crac, el brazo del Garroso cayó sobre la mesa y sus nudillos dieron fuertemente en la tabla.
Todo el mundo se quedó admirado.
—Bueno, vamos otra vez —dijo Quintín.
—No, no. Tiene usted más fuerza que yo —murmuró el Garroso.
Quintín dijo que era cuestión de costumbre, y estaban hablando, cuando el Carrahola, que no debió hacerse daño en la caída, levantándose sin duda con las manos e izándose hasta llegar con la cabeza a la altura del ventanillo por donde había salido tan bruscamente, gritó alargando la o:
—¡Gallego!
—Voy a salir y le voy a arrimar un estacazo —dijo el Pullí—, que va a ver lo que es canela; y el hombre cerró el ventanillo y lo atrancó con un palo.
Poco después la voz del Carrahola, por el agujero de la puerta de la calle, gritó:
—¡Oscurantista!
En esto llamaron a la puerta, abrió el Pullí, y penetraron Pacheco y un amigo embozados en la capa, y tras ellos, el Carrahola.
—A la paz de Dios, caballeros —dijo Pacheco—. ¿Quién es el que se entretiene en tirar a mis amigos por las ventanas?
—He sido yo —contestó Quintín.
—¡Ah! ¿Es usted? No le había visto.
—Sí, señor; y le tiraré otra vez si me molesta.
—Si es usted, es otra cosa —dijo Pacheco—; porque yo sé que a usted no le gusta meterse con nadie.
Springer vio con asombro el prestigio que tenía Quintín entre aquella clase de gente. Se sentaron Pacheco y el amigo que iba con él, que era un torero llamado Bocanegra, y Quintín los presentó al suizo y charlaron todos animadamente.
El Carrahola se mantenía apartado, en actitud de recelo.
—Vaya, Carrahola —le dijo Pacheco—, que usted tiene la culpa.
—Pues dispensad si he faltado —dijo Carrahola.
—Aquí no ha pasado nada —dijo Quintín tendiéndole la mano—; tome usted una copa, y tan amigos.
Bocanegra, el torero, irónicamente dijo:
—Vaya Carrahola, que ésta no es la primera soba que te han dado.
—Ni será la última —contestó el otro muy serio.
Springer contemplaba con curiosidad a aquella gente. Le extrañaba la finura de Pacheco; se veía que era un hombre culto, de distinción natural, muy atildado, con las manos muy cuidadas. El torero era un hombre de bronce, con los ojos brillantes y los dientes blancos.
—Un momento —dijo Quintín—; haga usted el favor Pacheco.
Se levantó el bandido, y fueron los dos a un extremo de la mesa y hablaron.
—¿Le ha visto usted al conde? —preguntó Quintín.
—Sí.
—¿Qué dice?
—Que esa mujer está loca; que él no se ha casado más que una vez, como todo el mundo.
—Basta con ir al pueblo en seguida y sacar la partida de matrimonio. Envíe usted alguno de su gente.
—Para eso se necesita dinero, compadre.
—Lo tengo. Le voy a dar a usted lo que me queda. Si tiene usted tiempo, páguele usted lo que le debo al Cuervo.
—Está bien.
Vació Quintín el bolsillo sobre una mesa.
—Aquí sobra —dijo el bandido—. Quédese usted con algo.
Guardó Quintín unos billetes, y se acercaron de nuevo al grupo.
La conversación volvió a girar de nuevo sobre las ideas revolucionarias, que a Pacheco y a Bocanegra les entusiasmaban. Hablaba el bandido con gran devoción del general Prim.
—Yo creo que en el mundo no hay un hombre como ése, y usted no se ría, compadre —le dijo Pacheco a Quintín—, porque usted no es tan patriota como yo.
—Cada cual admira lo que es semejante a él —replicó con frialdad Quintín.
—¿Y usted cree que yo me parezco a Prim? —preguntó el bandido.
—No. Es Prim quien se parece a Pacheco.
—Creo que me debía incomodar con usted…
De pronto, interrumpiendo la conversación, se oyó la voz aguda del Sardino, que gritaba:
—Mira, déjame ya, que me estás calentando la cabeza.
El Manano, en medio de su confusión, recordó sin duda en aquel instante su oficio de carbonero; miró atentamente la cabeza de su interlocutor, que era de enormes proporciones, y murmuró con voz parda:
—¡Pero si para templártela sólo, se necesita un carro de jara!
Rieron todos viendo la expresión indignada del Sardino, y siguieron charlando.
—Aquí —dijo Pacheco a Springer— no se puede hacer nada. Se habla mucho y todo se queda en palabras. Nosotros, los andaluces, somos como los potros de esta tierra: mucha planta y poca suela.
—No diga usted eso, señor José —saltó indignado Cornejo.
—Lo digo porque es verdad. ¿Qué hacen todos esos hombres del Comité? ¿Me lo quiere usted decir? ¿Para qué sirve esa logia?
—Eso no lo sabe ni el intrépite de Dios —dijo el Manano, que se había acercado al grupo ya en el último grado de la intoxicación alcohólica—. Pero aquí —y se golpeó el pecho— hay un hombre, señor José… para otro hombre… y para morir en las barricadas. Sí, señor… y el día que usted o don Quintín señale, nos veremos con los oscurantistas… ¡Y viva la constipación, y muera Isabel II!
—Bueno, bueno. Vete —le dijo el bandido.
—Pero liberal siempre, señor José… aquí y en todas partes…
—Vámonos —dijo Quintín—, porque éste nos va a dar la gran soba.
Se levantaron, y el tabernero fue alumbrándoles hasta la puerta de la calle con un candil. Marcharon juntos hasta el Gran Capitán; Cornejo, Bocanegra y Pacheco, se dirigieron hacia los Tejares; Quintín y el suizo bajaron por la calle de Gondomar.
—Pero tú, ¿qué esperas de esta gente? —preguntó de pronto Springer.
—¡Yo! No sé, chico; por ahora, tener fuerza…; luego, ya veremos.
—¿Tú lees a Maquiavelo?
—Yo no leo nada. ¿Para qué?
—Eres un hombre extraordinario, Quintín.
—¡Bah!
—De veras. Un tipo de estudio.
—Pues mira, si quieres estudiarme, vete al café del Recreo alguna noche. Allí conocerás a la muchacha que vive conmigo.
—Iré.
Habían llegado a las Tendillas; era muy tarde, y los dos amigos se despidieron dándose un apretón de manos.