XVII

SOY UN PEQUEÑO CATILINA

Esta tertulia era la más selecta del casino. Solían reunirse allá, para hablar mal de todo el mundo, una porción de gente, hombres jóvenes que no hacían más que montar a caballo, derribar reses bravas, y jugarse hasta el alma; viejos y cuya única ocupación era charlar de política, y una gran variedad de tipos que habían hecho oficio el de divertirse, lo cual no era obstáculo para que en su aspecto se leyera un aburrimiento solemne.

Esta reunión de aristócratas y plebeyos, de ricos y pobres, de empleados vagos y de vagos sin empleo, tenía un carácter raro, constituido por una preponderancia de prejuicios aristocráticos, mezclada con una gran llaneza.

En esa tertulia, al parecer democrática, altos y bajos metían baza; los mismos mozos del Casino terciaban en la conversación; había ese carácter entre llano y soez que ha tenido la aristocracia española hasta que las ideas y costumbres extranjeras la han ido transformando y puliendo.

En aquella reunión se despellejaba alegremente al prójimo. Entre risas y bromas desfilaban, flagelados por una sátira jovial, todas las personas de significación del pueblo, por sus méritos o por sus vicios, por su estupidez o por su gracia. Era la ciudad, a creerlo que allí se contaba, un semillero de líos, de torpezas y de barbaridades.

Entre las familias aristocráticas aparecían una turba de alcoholizados y de enfermos, productos podridos por la vida viciosa y los matrimonios consanguíneos. Había en estas familias una gran cantidad de individuos que parecían estar empeñados en quedarse sin nada, en marchar pronto a la ruina; otros iban a ella sin querer, por los robos de sus administradores y de los usureros; la mayoría eran solamente idiotas; los listos, los avisados, se marchaban a Madrid a politiquear, dejando desmantelada la vieja casa solariega.

Los escándalos de la gente del pueblo se mezclaban con los de la aristocracia, y los chistes ingeniosos de los piconeros y las gracias desgarradas de las Celestinas, se comentaban y se celebraban con fruición.

Se hablaba también a todas horas de los bandidos de la Sierra; se sabía quiénes eran sus protectores en Córdoba y fuera de Córdoba, en dónde estaban sus guaridas, y esto no se miraba como una desdicha, sino como algo que constituía, si no un timbre de gloria, un atractivo sabroso y picante del pueblo.

—Aquí mismo, en la cárcel, se organizan las partidas, y andan por la ciudad los bandidos.

—¿Pero, es de veras? —preguntaba algún forastero horrorizado.

—Lo que usted oye —le decían riendo—; hasta los secuestros de Málaga y de Sevilla se preparan aquí.

—¿Y cómo no acaban ustedes con esa plaga?

Al oír esto, el cordobés miraba sonriendo al forastero, y añadía que en Córdoba nunca se había considerado mal a los caballistas.

Mientras que aristócratas y plebeyos daban pasto a las murmuraciones, la clase media laboraba: abogados, curas y comerciantes se enriquecían, hacían negocios, y una nube de gente de Soria caía, como la langosta, sobre el pueblo, y se apoderaba con malas artes, prestando a usura, del dinero y de las tierras de los antiguos ricos…

Una noche, ya a la entrada del Otoño, estaban charlando unos cuantos señores en un salón del Casino. Era el resto de la tertulia de primera hora. Unos cuantos leían periódicos, y otros charlaban, sentados en los divanes o paseando de arriba a abajo.

Había entrado Springer, el hijo del relojero suizo, a leer un periódico, y, mientras leía, oyó hablar de su amigo Quintín, a quien hacía tiempo no veía. Prestó atención.

—¿Pero es verdad que ha heredado? —preguntó un señor grueso y rojo, de bigote gris.

—Yo no sé —contestó uno, calvo, de barba negra—; que tiene dinero es indudable. Dicen que le ha comprado una casa a María Lucena.

—Eso no lo creo.

—Es un niño de suerte ese Quintín —añadió otro.

—Vaya si lo es —repuso el de la barba negra—. Afortunado en el juego y afortunado en amores.

—¿No le habrá dado algún dinero el marqués? —preguntó el señor grueso.

—¡El marqués! Si no tiene un céntimo.

—¿Pues de dónde saca el dinero ese muchacho?

—Yo no lo sé. A no ser que robe.

—Pero eso se sabría.

Quedaron silenciosos todos los contertulios, y el señor grueso descabezó un momento el sueño; luego dijo:

—¿Y ustedes saben si ese periódico que se ha empezado a publicar es de él?

—¿Qué periódico? ¿La Víbora? —preguntó el calvo.

—Sí.

—Yo creo que no.

—Pues dicen eso.

—A mí se me figura que ese periódico es de los masones.

—Ah, ¿pero usted no sabe que Quintín es masón? —dijo un señor bajito, moreno, de bigote negro.

—¿De veras? —dijeron todos.

—Ya lo creo. Lo sé positivamente; ha entrado en la logia este verano.

—Vivirá de eso quizás —dijo el señor gordo.

—De eso no vive nadie —replicó el bajito riendo—. A mí se me ocurrió en Madrid, de estudiante, ser masón; ¿y sabe usted lo que me pasó? Que me llevaron de un lado a otro, con los ojos vendados, y concluyeron sacándome cinco duros.

Se echaron todos a reír. En esto, entró un joven, y se tendió, con aire de abatimiento, en una butaca.

—¿Qué hay, Manolillo? —le preguntó el señor calvo.

—Nada. Quintín está allá arriba desplumando a todo el mundo. Si se retira a tiempo va a salir bien; si se queda, es posible que pierda todo.

Springer que oyó esto, y era hombre de buenas intenciones y amigo de sus amigos, se levantó, dejó el periódico en la mesa, salió del salón, cruzó una galería con el suelo de mármol, subió una escalera y entró en la sala de juego.

Quintín tallaba; tenía delante un montón de billetes y de monedas de oro. Springer se acercó a él y le puso la mano en el hombro. Quintín se volvió.

—¿Qué hay?

—Vengo —dijo Springer en voz baja— a darte un consejo de un jugador, que acaba de salir de aquí desplumado. Ha dicho: Si se retira a tiempo va a salir bien; si se queda, es posible que pierda todo.

—¿De veras? —exclamó Quintín levantándose como si le acabaran de dar una noticia importantísima—. Pues entonces, no tengo más remedio que salir. Señores —añadió dirigiéndose a los puntos— volveré dentro de poco; —y guardó los billetes en su cartera, y recogió con rapidez las monedas de oro.

Se oyó un murmullo de indignación entre los jugadores.

—¡Vámonos! —dijo Quintín a Springer.

Salieron de prisa del salón, bajaron las escaleras y no pararon hasta la calle.

—Pero, ¿qué te ha pasado? —preguntó allí el suizo, en el colmo del asombro.

—Nada; ha sido una estratagema —contestó riendo Quintín—. No encontraba el momento de marcharme decorosamente. Estaban todos como perros contra mí, y yo echándomelas de hombre a quien no le importan cuatro o cinco mil pesetas más o menos. Se habrán quedado echando chispas.

A la luz de un farol, Quintín sacó un manojo de billetes, separó los que le parecieron, los guardó en una cartera, y desabrochándose primero la americana y luego el chaleco, los guardó en un bolsillo interior.

—¿Y no tienes miedo de que te pase algo en la calle? —preguntó el suizo.

—¡Ca!

—¿Sabes que estás preocupando al pueblo. Quintín?

—¿Sí?

—De veras. Tienes, además, una reputación tremenda.

—¿De qué?

—De Tenorio, de calavera, de jugador y de masón.

Quintín se echó a reír a carcajadas.

—Ahí, en la tertulia del Casino, he estado oyendo —siguió diciendo Springer— que ya no vives en tu casa, sino con una actriz.

—Es verdad.

—¿Reñiste con tu familia?

—Sí; le mandé a paseo a mi padrastro. Me dan asco los usureros.

—También parece que has heredado de no sé que pariente tuyo. ¿Es verdad?

—Chico, no lo sé —dijo ingenuamente Quintín—; he inventado tantas cosas, que ya no sé lo que es verdad y lo que es mentira. —Luego, poniéndose melancólico añadió—: Lo que a mí me pierde, es que no estoy en mi centro. Soy un hombre del norte.

—¡Tú! —dijo Springer; y comenzó a reírse de tan buena gana, que Quintín rió también.

—¿De qué te ríes?

—De lo bien que te conoces. De manera que te pierde el ser del norte. ¡Qué farsante eres…! Lo que me choca es que te hayas hecho masón. Eso es una majadería.

—Sí; es una majadería para ti y para mí, pero no lo es para mucha gente.

—¿Y dónde tenéis la logia?

—En la calle del Cister, cerca del Silencio. ¿Quieres venir?

—¿Para qué?

—Hombre, te bautizaremos de nuevo; te llamaremos Catón, Robespierre, Espartaco…

—Creo que no vale la pena.

—Como quieras.

—Me choca mucho tu masonería.

—Es una ridiculez, pero sirve para algo; para la propaganda es útil.

—¿Y tú qué propaganda haces?

—Ahora soy republicano federal.

—Springer se echó a reír de nuevo.

—¡Tú eres republicano federal! Como mis paisanos, los suizos.

—¿Te hace gracia?

—Mucha, chico. Si tú fueras a Suiza, no podrías vivir.

—Entonces, allí sería monárquico. En el fondo, yo no soy nada. Soy un hombre de acción que necesita dinero y complicaciones para vivir. ¿Sabes, en la logia Patricia, qué nombre me han puesto?

—¿Cuál?

—Catilina. Han acertado. Soy un pequeño Catilina. ¡Qué tipo más admirable aquel tribuno de la plebe! ¿Eh? Yo tengo un gran entusiasmo por él.

—Entonces, Cicerón te parecerá despreciable.

—¡Oh! Despreciable por completo. Charlatán, pedante, cobardón…; en fin, un abogado.

—Oye —dijo el suizo—. Me han dicho otra cosa más grave: que eres tú el que hace ese periódico La Vívora. ¿Es verdad?

—Sí.

—¿Eres el autor de esas sátiras tan violentas?

—El autor, no; el inspirador. ¡Catilina haciendo de libelista…! Sería indigno.

—¿Pero no comprendes que te expones a un peligro muy serio?

—¡Ca! No lo creas. Los hombres son más cobardes de lo que parecen. Además, estoy defendido por una porción de gente; primero, por los que se alegran y les gustan las sátiras, mientras no van contra ellos; segundo, por mis amigos, que la mayoría es gente del bronce, y tercero y último, y es en lo que tengo más confianza, estoy defendido por estos puños, y porque todo me importa un pepino.

—Nada; que te has echado el alma a la espalda.

—¿Vale la pena la vida de otra cosa? Yo creo que no.

—¡Hombre! Eso, según se mire.

—Yo lo miro así. El espectáculo es peligroso, pero divertido. ¿Qué? ¿Vienes a la logia?

—¿A qué?

—Oirás perorar a unos cuantos oradores, y te presentaré a don Paco Sánchez Olmillo, maestro cirujano y maestro masón. Si quieres, en tu obsequio, echaré yo un speech acerca de la libertad humana. Es un discurso que me he aprendido de memoria, y con algunas ligeras variaciones, lo largo en todas partes y parece distinto.

—No me seduce el proyecto.

—Pues si no quieres ir a la logia, te llevaré a taberna del Bodegoncillo.

—¿Qué vas a hacer allá?

—Voy a pagar mi mesnada. De paso te presentaré a Pacheco.

—¿A qué Pacheco? ¿Al bandido?

—Al mismo. Es mi lugarteniente.

—¡Demonio! ¿Se va seguro a tu lado?

—Sí; más seguro que con el alcalde.

—Pero tienes muy malas relaciones.

—¿Por quién lo dices? ¿Por Pacheco? Pacheco es un infeliz. Pregunta a cualquiera, y te dirá que ese hombre se echó al monte nada más que por un gallo.

—¿Nada más que por eso?

—Nada más. Por un gallo que se llamaba Tumbanavíos, o Tumbalobos, no recuerdo bien. Iba Pacheco al Circo gallístico de la calle de las Doblas, y estando un día allí, se enredó con un jaque, por si este gallo era mejor que el otro… y nada; tuvieron unas palabras, y Pacheco le pegó una puñalada al jaque, con mala suerte, y le dejó seco… ¡Cosas de hombres! —añadió con cierta resignación Quintín—. Entonces, un sargento de la Guardia civil, de esos que quieren meterse en todo, se empeñó en que tenía que cazar a Pacheco, y le persiguió, y lo encontró, y Pacheco, viéndose perdido, recordó aquello que dice Quevedo, que más vale ser adelantado de un cachete que de Castilla, y fue y disparó el retaco al guardia, también con mala suerte, porque lo descalabró y lo envió a hacer compañía al jaque.

Celebró el suizo la relación, riendo por lo bajo.

—¿Y es de aquí ese tipo? —preguntó luego.

—De Écija o de por ahí debe ser.

—¿Qué clase de hombre es?

—Una buena persona.

—¿Y hace daño en el campo?

—No. Se presenta en un cortijo, y pide al aperador diez o doce duros prestados, y el aperador se los da, Es un buen hombre.

—¿Y está en Córdoba ahora?

—Sí.

—¿Y cómo no le prenden?

—No se atreven. ¿No ves que yo le protejo?

El suizo miró a su amigo, a quien, en el fondo admiraba, y murmuró varias veces:

—¡Pero qué farsante!

—Le he solido convidar a comer al café Puzzini y a la fonda Rizzi —añadió Quintín—, y nadie se ha atrevido a meterse con él.

Conversando así habían salido a las Tendillas y subían por la calle de Gondomar al Gran Capitán. Pasaron por cerca de San Nicolás de la Villa, y tomaron por la calle de la Concepción, hacia la puerta de Gallegos.

Soplaba un viento fuerte, que hacía que persianas y balcones golpearan con estrépito.

—¿En dónde está esa taberna? —preguntó Springer.

—Aquí mismo —contestó Quintín—. Ésta es la calle del Niño Perdido, sin salida; no es la nuestra. Esta otra, la de los Ucedas; tampoco es la que buscamos.

Dieron unos cuantos pasos.

—Ésta es la calle del Bodegoncillo —dijo Quintín—; y aquí está la taberna.