COMIENZA A MANIFESTARSE EL HOMBRE DE ACCIÓN
Quintín se levantó muy tarde, comió y escribió varias cartas a los amigos de Inglaterra. Por la noche miró la sección de espectáculos en el periódico, y vio que había función en el café del Recreo.
Era ya tan molesta para Quintín la constante excitación de su cerebro, que se decidió tranquilamente a emborracharse.
—Diga usted —dijo al mozo después de sentarse en una mesa del café—, ¿qué refrescos hay?
—Pues hay grosella, limón, zarza, mantecado.
—Bueno. Traiga usted una botella de cognac.
El mozo trajo lo pedido, llenó una copa, e iba a llevarse la botella.
—No, no, déjela usted ahí.
—¿No va usted a ver la función? —le preguntó el mozo con obsequiosa familiaridad—. Echan la Isla de San Balandrán; una cosa muy divertida.
—Ya veré si voy.
Quintín bebió copa tras copa, y comenzó a sentirse animado, en una disposición excelente para cualquier barbaridad. En una mesa de al lado hablaban unos cuantos de una cómica que hacía el papel principal en la zarzuela que acababan de representar. Un señor que llevaba la voz cantante en la tertulia, ponía a la actriz por los suelos.
Era este señor un hombre obeso, una especie de cachalote, con las facciones abultadas, propias de un hidrópico; la piel reluciente y la voz de eunuco. Tenía una nariz microscópica, que naufragaba entre los dos mofletes, de una palidez amarillenta; unas patillas de boca de hacha tan negras que parecían pintadas con tinta, y un pelo duro, azulado, nacido sobre la frente, con un pico sobre las cejas. Llevaba brillantes en la pechera, sortijas en los dedos amorcillados, y, para acabar de ser molesto, fumaba un puro kilométrico con su correspondiente anilla.
El porte, la voz, los brillantes, el puro, los meneos y las carcajadas de aquel hombre quemaron la sangre a Quintín de tal modo, que levantándose y dando un puñetazo en la mesa en donde el cachalote hablaba con sus amigos, gritó:
—Todo eso que está usted diciendo es mentira.
—¿Es usted hermano o marido de esa mujer? —preguntó el señor obeso, mirando al vacío y acariciando sus patillas negras con la mano adornada de brillantes.
—No soy nada de ella —replicó Quintín— ni la conozco, ni me importa conocerla, pero sé que todo eso que dice usted es mentira.
—No haga usted caso —le dijo uno de los de su tertulia al hombre gordo—. Está borracho.
—Pues que ande con ojo, porque puede llevarse un estacazo.
—¡Usted me va a pegar a mí! —exclamó Quintín—. ¡Ja…, ja…, ja…! ¡Con esa cara, y esos brillantes, y esas patillas teñidas con tinta de China…! ¡Ja…, ja…, ja…! ¿Pero usted se ha mirado al espejo?… ¡Porque cuidado que es usted repugnante, compadre!
El hombre gordo, ante tal insulto a su físico, se levantó e intentó acercarse a Quintín, pero sus amigos le detuvieron. Quintín, rápidamente, se quitó la chaqueta y se remangó las mangas de la camisa, dispuesto a boxear.
—¡Evohé! ¡Evohé! —gritó con voz de trueno—. ¡Que venga quien quiera! Uno a uno, dos a dos, todos contra mí.
Se acercó a él un hombre flaco, rubio, con los ojos azules y la barba dorada, pero no en ademán de pelea, sino sonriendo.
—¿Usted qué quiere? —le preguntó rudamente Quintín.
—¡Ah! ¿Pero no te acuerdas del hijo del relojero suizo? ¿De Pablo Springer?
—¿Eres tú, Pablo?
—Sí.
—Pues lo siento.
—¿Por qué?
—Porque me hubiera alegrado que fuera el hombre gordo o alguno de sus amigos, para reventarle de un puñetazo.
—Veo que sigues tan loco como antes.
—¿Loco yo? ¿Uno de los pocos cuerdos de este planeta? Además, estoy decidido a ser un hombre de acción. Créeme.
—Ahora no se te puede creer nada, chico. Lo que debes hacer es ponerte la chaqueta y marcharte a la cama. Vamos, te acompañaré.
Quintín accedió, y en compañía de su amigo fue hasta su casa.
—Ya nos veremos, ¿verdad? —le dijo el suizo.
—Sí.
—Entonces, hasta otro día.
Se despidieron. Quintín se quedó a la puerta.
—No entro en casa —se dijo—. ¿No soy un hombre de acción? Pues andando. ¿A dónde podría ir yo? Voy a ver a la señora Patrocinio. Daré unas vueltas por ahí hasta que se me refresque la cabeza…
Llamó en la casa de los Tejares, y se abrió inmediatamente la puerta.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo la vieja levantando el candil para ver quién llamaba.
—Sí, soy yo.
—Anda, pasa.
Encendió la vieja el quinqué en el mismo cuarto del piso en donde habían estado don Gil Sabadía y Quintín.
—¿Qué te sucede? —dijo la señora Patrocinio—. ¿Necesitas dinero?
—No; ¿usted también quiere ofenderme?
—No; era para dártelo.
—¡Muchas gracias! Usted es la única persona que se interesa por mí, no sé por qué… Hoy he venido a verla porque me siento desdichado.
—Ya lo sé… Se casa Rafaela.
—¿Y cómo sabe usted que eso es lo que hace mi desdicha?
—Para mí no hay nada secreto. A ti te gustaba, pero eso se te pasará pronto. Tú también la interesabas a ella.
—¿Cree usted…?
—Sí; pero la pobre muchacha ha tenido un principio muy malo en la vida, y hace bien en no meterse en aventuras, porque la mayoría de los hombres no valen la pena ni de que se les mire a la cara. Bueno, lo que hizo su novio fue una canallada. Rafaela se ha criado siempre muy débil, entre faldas; luego, con el cuidado de su madre y el noviazgo, iba poniéndose rozagante. Y se muere la madre, se casa su padre en seguida, a los pocos meses se habla de que la casa va mal y el novio toma las de Villadiego. De casta le viene al galgo. ¡Figúrate tú! La pobre muchacha, abandonada, empezó a ponerse amarilla, y creían que se las liaba. Gracias a las jaquecas que le daba la hermana menor, yo creo que se curó.
—Sí; se comprende que no tenga confianza en los hombres. Es muy probable que haya hecho bien en no hacerme caso —añadió ingenuamente Quintín—. ¿Y ese Juan de Dios no la hará sufrir?
—No. Es bruto, pero buenazo. ¿Y tú, qué piensas hacer?
—¡Yo! No sé. ¡Vivimos en una época tan despreciable! ¡Si hubiera nacido en tiempo de Napoleón! ¡Cristo! Ahora estaría muerto o llevaría camino de ser general.
—¿Y te hubieras alistado con Napoleón?
—¡Ya lo creo!
—¿Y hubieras peleado contra tu patria?
—Contra el mundo entero.
—Pero contra España no.
—Contra España mejor. Que no sería poco hermoso entrar en esos pueblos defendidos por sus murallas y por sus preocupaciones contrastado lo que es noble y humano, y amasarlos. Fusilar a todos esos chatos, piojosos farsantes, hidalgos de pacotilla; pegarle fuego a todas las iglesias y violar a todas las monjas…
—Tú has bebido, Quintín.
—¿Yo? Estoy sereno como una mata de habas, que es el vegetal más tranquilo de todos, según dicen los botánicos.
—Delante de mí no hables así de la patria.
—¿Es usted patriota?
—Con todo el corazón. ¿Tú no?
—Yo soy ciudadano del mundo.
—Me parece que tú has bebido, Quintín.
—No; puede usted creerlo.
—Te lo digo —añadió la vieja después de una larga pausa— porque éste es para mí un momento solemne. A nadie le he contado mi vida hasta ahora.
—¡Demonio! ¿Qué me irá a contar? —masculló Quintín.
—¿Eres vengativo? —preguntó la anciana.
—¿Yo?
Quintín no estaba muy seguro de si era o no vengativo, pero la vieja tomó su exclamación por un asentimiento.
—Entonces, tú me vengarás, Quintín, y vengarás a tu familia. Somos de la misma sangre. Tu abuelo, el marqués de Tavera, y yo, somos hermanos.
—¿De veras?
—Sí. Él no sabe que vive una hermana suya. Cree que he muerto hace tiempo.
Quintín contempló a la vieja, y encontró en su rostro rasgos parecidos a los del viejo marqués.
La vieja estrechó la mano de Quintín, y luego comenzó así su historia:
Hay en los pueblos familias en las cuales se perpetúan los odios durante siglos. En las ciudades, al cabo de una o de dos generaciones, el odio y la rivalidad se van borrando hasta que desaparecen; en los pueblos no; la gente indiferente lleva la historia de los padres a los hijos, presenta a unos y a otros el capítulo de los agravios, y va alimentando la llama del rencor cuando ésta tiende a extinguirse.
He nacido en un pueblo grande de la tierra alta, de una familia tan ilustre como los Tavera. Mi madre murió joven, mi hermano mayor se fue a Inglaterra, el otro entró en Madrid en la diplomacia, y yo quedé viviendo en el pueblo con mi padre y dos tías solteronas.
Mi madre, a la que yo apenas conocí, era muy buena, pero algo simple, tanto, que se contaba de ella que como en el estanque de nuestra casa había peces y no picaban, llamó a un pescador de oficio y le dió un buen jornal para que enseñara a picar a los peces.
Procedía mi familia de un principal lugar de la provincia de Toledo, próximo a La Puebla, en donde tenían antiguamente torre y castillo y varias casas fuertes en la comarca, de las cuales no quedaban más que las ruinas.
Según decía mi padre, hombre duro y orgulloso de sus títulos y linaje, procedíamos de la más rancia nobleza, de los conquistadores de Córdoba, y estábamos emparentados con toda la aristocracia andaluza: con los Baenas, Arjonas, Córdobas, Castriles, Vélascos y Guzmanes.
Nuestra familia, a pesar de su alcurnia, no gozaba de gran respetabilidad en el pueblo por los escándalos que dieron, porque sus haciendas habían disminuido un tanto y también porque las nuevas ideas liberales iban difundiéndose.
Mi padre era dueño de casi todo el pueblo, cobraba una contribución por cada chimenea, tenía la única capilla con enterramiento en la iglesia mayor y patronato en una porción de iglesias y de ermitas. A pesar del prestigio de su alcurnia y de su riqueza, era odiado por todo el mundo, yo creo que con motivo, pues se manifestaba despótico, violento y cruel.
Hace ya la friolera de cincuenta años; mi nariz no andaba al encuentro de la barba, ni me faltaban los dientes, y era yo una moza que había que verme; garrida como un pino de oro y más rubia que las candelas. ¡Quién me conociera de la gente de aquel tiempo si me viese! Vivía yo entre mi padre, que de vez en cuando me lanzaba un bufido, y mis tías, que eran enredadoras, entremetidas y locas.
Mi padre, como he dicho, tenía enemigos; unos declarados francamente, otros sordos, pero que hacían el mayor daño posible. Entre éstos, el más poderoso era el conde de Doña Mencia, cuya familia, mucho más moderna en el pueblo que la nuestra, iba lentamente adquiriendo hacienda y poder.
La rivalidad entre las dos casas se hizo mayor por un pleito que ganaron los de Doña Mencia contra nosotros, y llegó a convertirse en un odio salvaje con un atentado que cometió mi padre violando a una de las chicas de la familia rival.
Los de Doña Mencia llevaron a la muchacha a Córdoba; mi padre oyó una vez silbar una bala por encima de su cabeza al ir a un cortijo, y en esta situación, odiados por la familia enemiga y por casi todo el pueblo, sin más consejo que el de mis tías, cumplí yo diez y siete años.
Era, como he dicho antes, muy bonita, y llamaba la atención por donde iba; había tenido ya para esa edad dos o tres novios, con quienes hablaba por la reja, cuando comenzó a rondarme, y terminó pidiéndome relaciones, el hijo mayor del conde de Doña Mencia. Todo el pueblo se asombró del suceso; yo estaba dispuesta a no hacerle caso; además, me escribieron varios anónimos diciéndome que si le daba oídos al hijo del conde podrían sobrevenirme consecuencias desagradables, porque el odio seguía latente entre las dos familias. Me hallaba decidida a darle una negativa, cuando mis tías, locas y noveleras como eran, se empeñaron en que debía atenderle, porque el muchacho llevaba buenas intenciones, y de este modo acabarían de una vez las rivalidades y los odios.
Mi padre tenía a gala el no enterarse de lo que pasaba en la familia; sus únicas ocupaciones eran cazar, beber y perseguir muchachas en los cortijos, y si le hubiera consultado el asunto me hubiera mandado a paseo con cajas destempladas.
Yo, pues, siguiendo los consejos de mis tías, acepté como novio al enemigo de mi casa, y hablé con él durante un año. Una vez en la huerta, que era donde nos veíamos, mi novio se abalanzó sobre mí y trató de sujetarme; pero a mis gritos vino gente. Mi novio dije que yo me había asustado tontamente, pues no trataba más que de besarme; yo estuve por volverme atrás, y este suceso en vez de romper nuestras relaciones apresuró la boda.
Se hicieron grandes preparativos, pero era tal la idea del pueblo de que mi novio no se casaría conmigo, que las criadas, las amigas, todo el mundo, me daba a entender que el matrimonio no se verificaría; y que al pie mismo del altar mi novio sería capaz de volver de su acuerdo. Con estas advertencias y consejos, tenía yo intenciones de desbaratar la boda, pero allá estaban mis tías para convencerme de que no hiciese tal disparate.
En fin, vino el día tan temido como esperado; mi novio se presentó en la iglesia, y se celebró el casamiento. Dios sabe cuántas esperanzas tenía yo de ser dichosa. Llegó la comida del desposorio; se celebró el baile. La fiesta duró hasta media noche, en que nosotros nos retiramos.
A la mañana siguiente, al despertar, busqué a mi marido a mi lado, y no lo encontré. En todo el día no apareció; le buscaron, nada. Y pasaron días y más días en que yo le esperé, siempre temiendo una desgracia más que una afrenta. Al cabo de algún tiempo recibí una carta suya burlona, en la que me decía que no volvería más.
En aquel día de matrimonio quedé embarazada, y sufrí con este motivo grandes pesares. Mi padre, a quien el hecho había reanimado el odio por la familia rival, me aseguró que estrangularía a mi hijo si nacía vivo; mis tías no supieron más que lamentarse a cada paso.
Yo, desasosegada, no sé si de pena o de qué, malparí a los ocho meses un niño muerto.
Poco después mi padre murió de una caída del caballo; el administrador nos puso pleito, y nos embargaron todos los bienes; mi hermano mayor estaba viajando, el otro en Roma; les escribí, no me contestaron; mis tías se refugiaron en casa de unos parientes, y yo me marché a la buena de Dios.
Al principio sentí verdadero terror, luego me acostumbré y me hice a todo. He vivido a lo príncipe y a lo mendigo, he intrigado en las altas esferas y he sido cantinera del ejército. He presenciado batallas en la guerra carlista y he andado entre balas con la misma tranquilidad que me paseo ahora por las calles de Córdoba.
Después, con los sinsabores que he sufrido, he olvidado todo, todo menos la infamia de mi marido y de toda su familia.
Esa familia ha seguido implacablemente haciendo lo desgracia de la nuestra. Cuando mataron a tu padre iba un hombre persiguiéndolo con los migueletes. ¿Sabes quién era? El hijo de mi marido. Y el nieto fue el novio de Rafaela, el que la dejó por creerla arruinada.
Mi marido se casó de nuevo. Es bígamo, y probablemente haría falsificar la partida de mi muerte. Hoy está en la altura, pero el golpe que ha de dar al caer será mayor.
—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó Quintín.
—Denunciarle; no lo he hecho antes por mi hermano mayor. No quiero avergonzarle en sus últimos días. Por el otro no me importa, es un egoísta. Cuando muera el marqués verás lo que hago. Si yo muero antes que él tú me vengarás. ¿Verdad, Quintín?
—Sí.
—Nada más. Me basta tu palabra. Lo que necesites pídemelo, y ven a verme.
La señora Patrocinio besó en la mejilla a Quintín, y éste salió de la casa confundido.
—Ahora —murmuró— resulta esta señora hermana de un marqués, casada con un conde y tía mía. Y quiere que nos venguemos. Pues venguémonos… o sino no nos venguemos. A mí me es igual. Tú ya sabes tu plan, Quintín —se dijo a sí mismo—. ¿Qué eres tú? —se preguntó, y se contestó en seguida—: Eres un hombre de acción. Muy bien.