XV

¡DÓNDE FUERON LAS BELLAS ESPERANZAS!

Una mañana, Quintín se encontró con el señor Juan, el jardinero.

—Ya no viene usted por casa, señorito.

—He tenido que hacer estos días.

—Sabe usted que hay noticias importantes —dijo el señor Juan.

—¿Pues qué hay?

—Que se casa la señorita.

—¿Rafaela? —preguntó Quintín tembloroso.

—Sí.

—¿Con quién?

—Con Juan de Dios.

Quintín sintió como si todos sus nervios se aflojaran de golpe.

—Como el marqués cada día está peor —siguió diciendo el jardinero—, pues ha pensado que cuanto antes se case la señorita.

—¿Y ella? ¿Ella qué dice?

—Por ahora, nada.

—¿Pero se opondrá?

—¡Qué sé yo!

—¿Y tan mal va la casa para que el marqués haya tomado esa decisión?

—Muy mal. El abuelo tiene ya para poco tiempo, el padre de las señoritas está hecho un perdido, el Pollo Real sin querer ocuparse de nada. ¿Con quién van a dejar a esas niñas? Luego, la madrastra, la Aceitunera está desbaratada. ¿Usted ha oído hablar de una señora Patrocinio, que tiene una casa en los Tejares? Pues allí está todos los días. Vamos, que es una vergüenza.

—¿Y ese Juan de Dios, es rico? —preguntó Quintín.

—Mucho; pero es muy bruto. De chico decía: Yo quiero ser caballo; y solía ir a la cuadra, cogía estiércol en las manos, y decía a la gente: Mira, mira lo que he hecho.

—De manera que es bruto, ¿eh?

—Sí; pero es noblote.

Dejó Quintín al señor Juan, y se marchó a su casa atortolado. Indudablemente, no era un beocio, sino un sentimental vulgar, un pobre cadete, un desdichado, sin fuerza bastante para apartar de su vida como inútiles y perjudiciales esas ideas y sentimientos solemnes: amor, abnegación y demás.

¡Él, que se había figurado ser un epicúreo! ¡Uno de los pocos hombres capaces de seguir el consejo de Horacio: «Coge la flor del día sin cuidar demasiado de la de mañana»! ¡Él! ¡Enamorado de una señorita de la aristocracia, no por su dinero, ni aun siquiera por su palacio, sino por ella! Estaba a la altura de cualquier carpintero romántico de una capital de provincia. No era digno de haber estado en Eton, cerca de Windsor, ocho años, ni de haber paseado por Picadilly, ni de leer a Horacio.

En el miserable estado en que se encontraba Quintín, no se le podían ocurrir más que tonterías. La primera fue ir a pedir una explicación a Rafaela; la segunda escribirle una carta, y en esta tontería insistió como si fuera una idea luminosa, haciendo borrador tras borrador, que ninguno le dejaba satisfecho; unas veces el tono que empleaba era altisonante y enfático; otras, sin advertirlo él mismo, daba a su carta un carácter chabacano y vulgar; tan pronto parecía adivinarse entre líneas una ironía burda y áspera, como un orgullo extraordinario o una humildad rastrera.

Por fin, y en vista de que no encontraba una forma clara para expresar su sentimiento, se decidió a escribir una carta lacónica, pidiendo a Rafaela que le otorgase una entrevista.

Fue con la carta al señor Juan para que éste la entregara a su señorita. Estaba esperando en la puerta a que se presentara alguno, cuando apareció Remedios y se acercó a él.

—Oye —le dijo la niña.

—¿Qué pasa?

—¿No sabes? Rafaela se va a casar con Juan de Dios.

—¿Y ella quiere?

—No; yo creo que no.

—Entonces, ¿por qué se casa con él?

—Porque Juan de Dios es muy rico y nosotras no tenemos dinero.

—¿Pero ella querrá?

—Ella no ha dicho nada. Juan de Dios le ha hablado al abuelo y el abuelo a Rafaela. ¿Vas a ver a mi hermana?

—Sí; ahora mismo.

—En el cuarto de costura está.

Subieron los dos hasta la puerta.

—Dile tú que no se case con Juan de Dios.

—¿No le quieres?

—No. Le odio. Es un bruto.

Pasó Quintín, se deslizó por la galería, y llamó en la puerta del cuarto de costura con los nudillos.

—¡Adelante! —le dijeron de adentro.

Estaban Rafaela y la vieja criada cosiendo. Al presentarse Quintín, un ligero rubor tiñó las mejillas de la muchacha.

—¡Cuánto tiempo que no venía usted por aquí! —dijo Rafaela—. Siéntese usted.

Quintín dio a entender con el gesto que prefería estar de pie.

—¿Ha tenido usted que hacer? —preguntó la muchacha.

—No; no he tenido nada que hacer —contestó Quintín con voz ronca—. En estos días me he dedicado a rabiar.

—¡A rabiar! ¿Por qué? —dijo ella con cierta coquetería risueña.

—Por usted.

—¿Por mí?

—Sí. ¿No me permite usted que le hable un momento a solas?

—Puede usted hablar aquí, delante de mi nodriza Ella me defenderá si me tiene usted que hacer algún cargo.

—¿Yo cargos a usted? No. Eso no.

—¿Pues entonces, por qué ha rabiado usted?

—He rabiado, primero, porque me dijeron que ha tenido usted un novio a quien ha querido, y después, porque me han dicho que se va usted a casar.

Rafaela, que quizás no esperaba el planteamiento de la cuestión de un modo tan brusco, dejó la costura y se levantó.

—Usted también es un niño —murmuró al cabo de algún tiempo—. ¿Qué se va a hacer contra lo que ha pasado? He tenido un novio, es verdad, durante seis años, y he estado enamorada de él.

—Sí; ya lo sé —dijo furioso Quintín.

—Si se portó mal —prosiguió Rafaela como hablando consigo misma—, peor para él. No hay recuerdo en mi infancia que no vaya unido al suyo. En su compañía fui por primera vez al teatro y asistí al primer baile. Lo poco agradable que me ha sucedido en la vida fue en la época en que le conocí. Entonces vivía mi madre; mi familia pasaba por rica… Ya ve usted: si ahora ese hombre fuera libre y quisiera casarse conmigo, no me casaría con él, no por despecho, no, sino porque para mí ya es otro hombre… Le digo a usted esto porque creo que le conozco, y usted es como mi hermana Remedios: de los que exigen un cariño exclusivo.

—¿Y usted no? —preguntó bruscamente Quintín.

—Yo también; quizás no tanto como usted; pero tampoco creo que podría compartir el cariño con otra persona. Por eso no debo engañarle. Usted sería capaz de tener celos del pasado.

—Es probable —dijo Quintín.

—Es seguro. Yo no creo que he coqueteado con usted, ¿verdad?

Rafaela habló durante largo rato. Tenía esa gracia de las personas que no se emocionan rápidamente. Su corazón necesitaba tiempo para el cariño; un impulso del momento no podía hacerle creer que estaba enamorada.

Era una mujer para el hogar; para verla ir y venir, arreglándolo todo, disponiéndolo todo; para oírla tocar el piano por las tardes. Rafaela, en un momento de sinceridad, dijo:

—Si hubiera atendido sus insinuaciones, le hubiera hecho a usted desgraciado sin querer, y usted me hubiera hecho desgraciada a mí.

—Entonces, ¿cómo se va usted a casar con Juan de Dios? —preguntó Quintín brutalmente.

Rafaela se turbó.

—Es distinto —dijo balbuceando—: primeramente no estoy decidida aún…, y he puesto mis condiciones. Después, hay una gran diferencia: Juan de Dios no está celoso de mis amores pasados… pretende mi título (en este momento Rafaela tenía la seguridad de que estaba calumniando a su prometido, para salir del atolladero). Además, toda mi familia tiene interés en que me case con él. Si me caso, mi abuelo, el pobre, queda tranquilo; Remedios tiene una seguridad para vivir conforme a su clase, yo misma la tengo también.

—Es usted muy discreta; demasiado discreta y previsora —dijo amargamente Quintín.

—No; demasiado, no. ¿Qué sería de nosotras de otro modo?

—¿Y yo?

—¿Usted?

—Sí, yo; trabajaría por usted, si usted me quisiera.

—Eso no puede ser.

—¿Por qué?

—Por muchas razones. Primeramente, porque soy más vieja que usted…

—¡Bah…!

—Déjeme usted hablar. Primeramente, porque soy más vieja que usted; luego, porque tendría usted celos y me mortificaría de continuo, y después, por lo más importante de todo: porque usted es pobre y yo también.

—Ganaré —dijo Quintín.

—¿Cómo? ¿Con qué? ¿Por qué no gana usted ahora?

—¿Ahora? —repuso Quintín tragando saliva—. Ahora no tengo yo ningún ideal; lo mismo me da ser rico que pobre. Pero si usted me creyera, vería usted como era capaz de sacar dinero del fondo de la tierra.

—Sí, es posible —dijo tranquilamente Rafaela—. Porque usted tiene talento. En fin, ésos son mis motivos. Algún día, cuando recuerde lo que hemos hablado, dirá usted: «Tenía razón».

—Es usted muy discreta —dijo Quintín acercándose a la puerta—, demasiado discreta, y discretamente me ha arrancado usted todas mis ilusiones y me ha hecho pedazos el alma.

—¿Me odia usted ahora? —preguntó ella con melancolía.

—No; odiarla, no —exclamó Quintín conmovido y estrechando con efusión la mano que le ofrecía Rafaela—; de todas maneras, es usted una mujer admirable.

Y con las piernas algo temblorosas salió del cuarto.

Al bajar por las escaleras, Remedios se abalanzó a él.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó.

—Nada; se casa.

—¿Te lo ha dicho ella misma?

—Sí.

—Y tú, ¿qué vas a hacer?

—¡Qué he de hacer!

—Yo mataría a Juan de Dios —murmuró la niña con expresión decidida.

—Si ella quisiera, yo también —contestó Quintín, y salió a la calle.

Echó a andar turbado; repetía en la imaginación las palabras de Rafaela, y encontraba mejores razones que debía él haber expuesto en la entrevista, y que no se le ocurrieron en aquel instante. Algunas veces, más tranquilo, pensaba: «Al menos, he quedado bien»; pero este consuelo era demasiado metafísico para contentarle.

Toda la noche la pasó sin dormir, en la ventana, contemplando las estrellas y pensando. Analizó y estudió su problema moral, proponiéndose a sí mismo soluciones que luego rechazaba.

Al amanecer se acostó. Creía haber encontrado va la solución definitiva, la norma de su existencia. Era ésta, condensada en una frase: «Hay que ser hombre de acción».