XIV

PRIMAVERA

No; no era un beocio; no era un epicúreo; no podía decir que seguía de todo corazón el consejo admirable del cisne venusino: «Coge la flor del día sin cuidar demasiado de la de mañana».

Estaba pasando por todas las fases del enamoramiento más vulgar y ramplón; sentía momentos de tristeza, de rabia, de amor propio herido y maltrecho.

Trató de analizar fríamente su situación espiritual, y consideró lo mejor y más oportuno realizar un esfuerzo y no presentarse durante algún tiempo en casa de Rafaela.

«Hay que ser enérgico —se dijo a sí mismo; pero otras veces su razón se preguntaba—: ¿Por qué no voy, como antes, a verla? ¿Qué es lo que pretendo? ¿Que ella deje de haber tenido un novio que ya tuvo? Es una estupidez. Aceptemos los acontecimientos ya realizados.»

A esto, su amor propio herido respondía con arrebatos de rabia, oscureciendo su inteligencia, y el amor propio quedaba victorioso.

Quintín no se presentó durante mucho tiempo en casa de Rafaela. Solo, sin ocupaciones, sin amigos, se aburría de una manera desesperada. ¡Cómo le abrumaba aquella primavera andaluza! Vagaba de aquí para allí, sin plan, sin objeto, sin rumbo.

El sol inundaba las calles silenciosas, desiertas; el cielo azul, de un azul puro, sin transparencia, parecía algo compacto, una gran turquesa o un gran zafiro, en donde se empotraran tejados y torres, azoteas y tenazas.

Todo daba una impresión de letargo profundo… Las casas blancas, azules, amarillas, de un rosa pálido, de crema, cerradas herméticamente, parecían abandonadas; los zaguanes, regados, chorreaban agua; se olía vagamente a flores, y un perfume penetrante de azahar salía de los patios y de los huertos.

Las plazas, blancas, como pozos de sol, cegaban por la reverberación de la luz en las paredes. En los callejones, tenebrosos, angostos, llenos de sombra, se sentía un frío húmedo, de cueva… En unas partes y en otras dominaba el silencio y la soledad; en alguna rinconada un borriquillo, atado a una reja, permanecía inmóvil, un perro famélico escarbaba un montón de basura, o un gato asustado corría, con la cola erizada, hasta desaparecer por un escondrijo.

A lo lejos, estallaba como un clarín guerrero, en el aire, silencioso, el cacareo estridente de algún gallo; se oía el grito melancólico de los vendedores de plantas medicinales, y por la plazoleta desierta, por la callejuela angosta y tortuosa, se elevaba la canción de amor y de muerte que un grancero cantaba montado en su burro.

En la Ribera algunos vagabundos y gitanos tomaban el sol, otros jugaban al tejo; chiquillos de piel morena correteaban con las piernas al aire, cubiertos únicamente con una camisilla corta; viejas negruzcas salían a las ventanas y a las rejas, y por la carretera, blanca, muy blanca, como un gran reguero de cal, pasaban jinetes gallardos, levantando nubes de polvo.

El río se deslizaba tranquilo, a veces azul, a veces dorado; por el puente carros y recuadas pasaban despacio; tan despacio, que desde lejos parecían inmóviles.

Una calma abrumadora, una soñolencia fatigosa pesaba sobre el pueblo, y en medio de esta calma, de este silencio de muerte, sonaba una campanada aquí, otra allá, y todas a cual más lánguidas y tristes…

Al anochecer, la magia del crepúsculo daba al pueblo y al paisaje lejano luces de oro y de rosa, colores espléndidos de una magnificencia extraordinaria. Las nubes enrojecían, tomaban tonos de escarlata… el campo se doraba y los últimos rayos del sol incendiaban los pedruscos y las matas de lo alto de la sierra.

En las calles, inundadas de luz, aparecía en la acera una cinta de sombra y se agrandaba, y se ensanchaba, hasta ocupar todo el empedrado. Luego subía lentamente por las paredes, llegaba a las rejas y a los balcones, escalaba los aleros torcidos… El sol desaparecía por completo de la calle, y sólo quedaban entonces restos de su claridad en las torrecillas, en los altos miradores, en las centelleantes vidrieras…

El aire se diafanizaba, adquiría más trasparencia, el horizonte más profundidad, y los lienzos de paredes blancas de buhardillas y de esquinazos, al reflejar el cielo de escarlata o de rosa, semejaban bloques de nieve, animados por los rayos pálidos de un sol boreal…

Poco después se encendían los faroles; temblaban sus llamitas rojas en la penumbra, y agujereaban las fachadas de las casas, ya oscuras, los rectángulos de luz de las ventanas iluminadas.

En esta hora, los días de labor, las mujeres salían a las tiendas, las familias ricas volvían en su coche de los huertos, los mozos paseaban a caballo, y la vida nocturna de Córdoba se derramaba por las callejuelas céntricas, iluminadas por los faroles y las luces de los escaparates.

Quintín vagaba de un lado a otro, rumiando sus tristezas; paseaba indiferente por calles y plazas, mirando a las señoritas, que iban y venían con sus mamás, seguidas por sus novios. Cuando cesaba su irritación, se sentía aplanado. Aquella calma melancólica del pueblo, aquel ambiente de ensueño, le producía una gran laxitud y una gran pereza.

A veces creía firmemente que no le preocupaba nada Rafaela; que su enamoramiento había sido una fantasía superficial.

Por las mañanas, Quintín iba muchas veces al Patio de los Naranjos, en donde el padre del Pende solía pasar el tiempo en una reunión de viejos, mendigos y vagos, a la que llamaban irónicamente en todo Córdoba la Potra.

Pende padre o Matapalos, se pasaba la vida allí, charlando con sus amigos. Hombre muy ocurrente y sabiondo, hablaba por apotegmas y sentencias. Dominaba el matiz como pocos. Nadie como él para insinuar maliciosamente una porción de cosas en una parada de la conversación, o en el acto de liar un cigarro. Cierto que esto, para él, no era una cosa sencilla, ni mucho menos, sino una operación que exigía tiempo y ciencia. Primeramente, Matapalos sacaba una navajita y comenzaba con ella a raspar un chicote de tabaco negro; después del raspado seguía la molienda entre las dos manos; luego arrancaba del librillo una hoja de papel de fumar, la ponía con tiento pegada en el labio inferior, y después comenzaba el liado del cigarro, primero por un extremo, luego por otro, hasta que la maniobra se realizaba felizmente. Terminada la operación, Matapalos se descubría, ponía el calañés entre las piernas, y de las interioridades del sombrero reondo sacaba una bolsita de cuero, de donde salía el pedernal, el eslabón y la yesca.

Tras de esto, Matapalos se cubría con lentitud, y de cuando en cuando, en medio de la conversación, daba un golpe con el acero en el pedernal, hasta que alguna vez se encendía la yesca y con ella el pitillo.

Vivía el viejo en una casucha del barrio del Matadero; sabía todo lo ocurrido desde hacía muchos años en Córdoba, y se vanagloriaba de ello. Para Matapalos no había toreros como los de su tiempo.

«Yo no le quito el mérito a Lagartijo, ni a Manuel Fuentes —decía—; pero toreros como el Panchón, como Rafael Bejarano, como Pepete y como el Camará, eso ya no se vé más en el toreo. Había que verle al Bejarano, que se las mantenía tiesas con Costillares nada menos; tanto, que solían cantar en mi tiempo así:

Arrogante Costillares,

anda, vete al Almadén,

para ver bien matar toros

al famoso cordobés.»

El Matapalos tenía en este punto un contradictor formidable, que era otro viejo a quien llamaban el doctor Prosopopeya, que, como natural de Sevilla, no admitía que un torero cordobés pudiese estar nunca a la altura de un sevillano.

Quintín encontraba muy gracioso y divertido a Matapalos, e iba muchos días a oírle.

Mientras el viejo contaba antiguas historias, con su hablar reposado y tranquilo. Quintín contemplaba el Patio de los Naranjos, enterándose, unas veces sí, y otras no, de lo que le decían.

Estaban los naranjos llenos de azahar, y aquel olor penetrante producía cierto mareo; de rato en rato se oían campanadas lejanas; luego, la campana de la catedral parecía contestarlas, retumbando fuertemente… Después volvía a imperar el silencio, piaban los pájaros en los árboles, murmuraba el agua en la alberca, se bañaban las mariposas en el aire puro, y las lagartijas y las salamandras se deslizaban por las paredes.

Entre las sombras de los naranjos brillaban en el suelo las manchas claras del sol; las palomas se dejaban caer desde el tejado de la catedral, y volaban dulcemente por el aire azul y luminoso, produciendo un ligero rumor de gasa rota; a veces hacían un chasquido metálico al batir con rapidez sus alas.

La gente de la Potrá, la mayoría, la formaban mendigos y vagos. Estos mendigos no eran encanijados, escuálidos, ni enfermos, sino hombres fuertes, vigorosos, hirsutos, llenos de greñas, tostados por el sol, cubiertos de harapos… Unos llevaban calañeses raídos, otros, sombreros anchos colocados por encima del pañuelo de hierbas; algunos, muy pocos, vestían anguarina amarillenta; bastantes se envolvían en la capa parda de paño grueso y grandes pliegues. Casi todos tenían una casa particular en donde les daban las sobras y las colillas; los que no, iban a un cuartel o a un convento; a nadie le faltaba el bodrio necesario para ir pasando, aunque malamente, los tragos amargos de la vida.

De cuando en cuando caía algún dinerillo en la tertulia, y entonces se reunían en sociedad diez o doce para jugar a la lotería.

Entre aquella tropa había un mendigo, más joven que los demás, de barbas negras, doblado por la cintura, que andaba apoyado en una muleta corta. Llamaban a este hombre el Engurruñao. Llevaba una pierna encogida, envuelta en trapajos sucios, aunque maldito si tenía enfermedad alguna. Aullaba con voz dolorida detrás de todo el que pasara regularmente trajeado, y sacaba bastante dinero.

Por las conversaciones de aquellos vagos y mendigos, Quintín comenzó a conocer la vida de Córdoba y la de las principales familias del pueblo. Por ellos supo que la mayoría de las grandes casas de la ciudad iban a la miseria.

Un caso de catástrofe económica era el de un señor que paseaba todas las mañanas por los arcos de la Mezquita. Este señor vestía como un currutaco de otros tiempos: levita entallada, corbata negra de muchas vueltas, sombrero de copa de alas planas y algunos días de frío, una esclavina azul. Tenía el pobre hombre un aire macilento, y llevaba grandes melenas, ya grises, y guantes amarillos.

Era un aristócrata arruinado. Daba pena ver a esta ruina viviente pasear de un lado a otro por debajo de los soportales, con las manos en la espalda, hablando solo, con un gesto de resignación y de tristeza…