UNA ROMERÍA Y UN PASEO
—¿Y tú no irás a los Pedroches? —le dijo unos días después Remedios a Quintín.
Estaban en el gabinete las dos hermanas y una vieja cosiendo.
—¿Qué es lo que hay allí? —preguntó él.
—La romería de la Candelaria —contestó Rafaela.
—¿Y ustedes, van?
—Sí, creo que sí. Iremos con mis primas.
Quintín enmudeció un instante.
—¿Y tú no vas a ir? —volvió a preguntar Remedios.
—¿Yo? No. No conozco a nadie.
—¿No nos conoces a nosotras? —replicó la niña.
—Sí; pero podía molestarles a ustedes…
—¿Por qué? —preguntó en tono amable Rafaela.
—Si no a ustedes a sus primas; podía no gustarles que yo las saludara.
Calló Rafaela, dando a entender, quizás sin quererlo, que podía ser verdad lo dicho por Quintín, y éste, algo confuso, dijo:
—¿Y qué hacen allí?
—Ahora poca cosa —respondió la vieja—; hay algunos bailes y meriendas…; pero antes, lo bonito era al volver; había la costumbre de que cada mozo llevara una muchacha en la grupa del caballo hasta el pueblo.
—¿Y ya se abandonó esa costumbre? —pregunta Quintín.
—Sí.
—¿Y por qué no la siguen?
—Precisamente por las camorras que se armaban a la vuelta —contestó la vieja—. Solían ponerse los mozuelos y también los hombres a espantar a los caballos, y algunos jinetes se caían, y, furiosos, andaban a tiros y a puñaladas.
—Estás muy enterada —dijo Rafaela a la vieja—. ¿Es que has estado alguna vez en los Pedroches?
—Sí. Con un novio que tuve, que me llevó en el anca del caballo.
—¡Ay, qué tuna! ¡Qué tuna! —dijo Rafaela.
—Al llegar a la Malmuerta —siguió diciendo la vieja criada— nos asustaron el caballo, y mi novio, que llevaba en el arzón un retaco, hizo como que disparaba y la gente no encontraba tierra para correr…
Quintín se decidió a ir a la romería.
—Voy a los Pedroches, madre —dijo a la Fuensanta.
—Haces bien, hijo —contestó ella—. Sal y diviértete.
—El caso es que no tengo dinero.
—Yo te daré lo que necesites y te encontraré un traje para montar.
Alquiló Quintín un caballo de alzada con su silla vaquera; se vistió, siguiendo las indicaciones de su madre, un marsellés lleno de cintas y alamares, polainas de fleco, manta de borlones en el arzón y ancho sombrero ecijano.
Montó a la puerta de su casa. Era buen jinete, y al caer sobre el caballo lo hizo encabritar a posta. Lo refrenó en seguida, saludó a su madre que estaba en el balcón y se alejó en el caballo al paso.
Salió por la Puerta del Osario al Campo de la Merced, atravesó el Arco de la Malmuerta y se dirigió hacia la Carrera de la Fuensantilla. Allí se notaba el movimiento de la gente, que marchaba en grupos a los Pedroches.
La tarde de febrero era espléndida. El sol se derramaba como una lluvia de oro por la campiña verde y reía en los bancales de trigo reciente, granizados de flores rojas y de capullos amarillos. Alguna choza negra, algún montón de paja con una cruz encima se destacaban en la gran extensión de los campos de sembradura.
Quintín marchaba al paso por la carretera, bordeada a trechos por grandes pitas grises, de entre cuyas carnosas ramas se levantaban pájaros piadores.
Llegó Quintín al lugar de la romería, una pradera próxima al arroyo de los Pedroches.
Desparramada en aquel prado, en grupos, estaba la gente. De lejos brillaban al sol los trajes raros y vistosos de las muchachas, destacándose en el fondo verde de la pradera. Quintín se acercó al lugar de la fiesta; en unos grupos se merendaba, en otros, tocaban la guitarra y bailaban.
En algunos, en donde sin duda los bailadores eran maestros, se amontonaban los curiosos. Un viejo patilludo tocaba la guitarra garbosamente, y un bailador de traje ceñido perseguía a una esbelta bailadora con los brazos en alto, y se oía el repicar de las castañuelas y las voces de los jaleadores.
Era una alegría tranquila, digna, llena de serenidad. Las muchachas, con el traje llamativo, el mantón de Manila, la flor en el cabello, paseaban acompañadas de la dueña de rostro avinagrado y del mozo arrogante.
Aparte del centro de la romería, familias acomodadas merendaban pacíficamente, y los chiquillos y las niñas, en los columpios atados de árbol a árbol, se balanceaban y chillaban.
Había vendedores de naranjas y de manzanas, de nueces y de castañas, y arropieras con sus puestos pequeños de dulces y aguardiente.
Quintín recorrió la feria mirando a un lado y a otro, buscando a sus primas, y al final, en un sotillo en el que no había gente, las vio en un corro formado por varios muchachos y muchachas.
Remedios conoció a Quintín de lejos y le saludó con la mano, y se levantó. Quintín se acercó a ella.
—¿A dónde vas? —le dijo la niña.
—A dar una vuelta.
—¿Quieres un bizcocho?
—Si me das…
—Ven.
Quintín bajó del caballo, se acercó al grupo, dio la mano a Rafaela y saludó, inclinándose, a las demás personas. Indudablemente Rafaela había indicado a sus amigas quién era el caballero, porque Quintín notó que varias de las muchachas le miraban con curiosidad.
Tomó Quintín el bizcocho que le dio Rosario y la copa de vino.
—¿No se sienta usted? —le preguntó Rafaela.
—No, muchas gracias. Voy a dar un paseo por el monte.
Al acercarse a Rafaela, Quintín notó la mirada de odio que le lanzaba uno de los jóvenes de la reunión.
—Es un rival —pensó.
Desde aquel momento se sintieron los dos inflamados de odio, el uno contra el otro. El joven era alto, rubio, con cierta facha de gañán, a pesar de su vestimenta elegante. Quintín oyó que le llamaban Juan de Dios. Hablaba el mozo de un modo algo bárbaro, convirtiendo las eses en zedas, las erres en eles, y al contrario. Contemplaba fijamente a Rafaela, y de vez en cuando le decía:
—¿Pero por qué no bebe osté una miajita?
Rafaela daba las gracias sonriendo. Entre las muchachas estaban las dos primas de Rafaela; la mayor, María de los Ángeles, tenía la nariz de loro, los ojos verdes y algo saltones y el labio inferior saliente; la otra, Tránsito, era más bonita, pero su expresión, entre orgullosa e indiferente, no le captaba simpatías; como su hermana, tenía los ojos verdes, los labios finos, sin carne, con una curva extraña de una expresión cruel.
Tránsito hizo algunas preguntas a Quintín en tono burlón y sarcástico; contestó él amablemente, con una modestia fingida y en un castellano estropeado adrede, y dijo al poco rato que se marchaba.
—¿Qué se va usted ya? —le preguntó Rafaela.
—Sí.
—¿Es que nos tiene usted miedo? —le dijo Tránsito.
—Miedo de hacerme ilusiones —repuso Quintín con galantería, saludando y yendo a buscar su caballo.
—¡Anda! Llévame a la grupa —saltó Remedios.
—No, no; te vas a caer —dijo Rafaela.
—Si no me caigo —replicó la niña.
—El caballo es manso —advirtió Quintín.
—Bueno; entonces llévela usted un poco.
Montó Quintín rápidamente, y Remedios subió en el estribo del coche que estaba allí cerca. Quintín se le acercó y le presentó su pie izquierdo para que le sirviera de sostén. La niña se apoyó en él, y agarrándose a la cintura de Quintín saltó a la grupa del caballo y rodeó con los dos brazos el cuerpo del jinete.
—Ves como sé —dijo a su hermana, que veía estas maniobras con miedo.
—Ya lo veo, ya.
—¿A dónde vamos? —preguntó Quintín a la niña.
—Por en medio de la romería.
Pasaron por entre los grupos; la arrogancia del jinete y la gracia de Remedios, con su flor roja en el pelo, llamaba la atención de la gente.
—«¡Vaya una parejita!», decían algunos al verlos pasar, y ella sonreía y le brillaban los ojos.
Quintín, siguiendo las órdenes de Remedios, fue y vino y pasó por los sitios que ella le dijo.
—Ahora, vamos a la sierra.
Avanzó Quintín cuesta arriba durante una media hora.
Iba cayendo la tarde; las sombras de los árboles se alargaban en la hierba; nubes blancas, densas, como bloques de mármol, con las entrañas incendiadas, avanzaban lentamente por encima de la sierra; el aire tenía sabor a romero y a tomillo. Córdoba, en vuelta en un polvillo de oro, aparecía en la llanura; tras ella ondulaban colinas bajas de un verde claro, y estas colmas se escalonaban unas contra otras, hasta perderse a lo lejos en una bruma dorada producida por la vibración de la luz. Sobre los tejados del pueblo se erguían las torres de las iglesias, las cúpulas pizarrosas, los cipreses negros y puntiagudos. Entre las tapias de una huerta, con el tronco muy alto y torcido, se levantaba una gigantesca palmera, como una araña pegada al cielo…
Volvió Quintín con la idea de dejar a Remedios con su hermana.
—¡Vaya! ¡Vaya! —la dijo Rafaela—, no te puedes quejar. Te estamos esperando para volver. Anda, baja.
—No, ahora me va a llevar a casa. ¿Verdad, Quintín?
—Lo que tú quieras.
—Pues andando.
—Vamos allá.
—Tengan ustedes cuidado con los guasones —dijo Tránsito, la prima de Rafaela.
Tomaron el camino del pueblo, entre los grupos que volvían de la fiesta.
Se veía Córdoba a la luz del crepúsculo con sus torres, en donde aún palpitaban las últimas claridades del sol. En algunas casas comenzaban a iluminarse las ventanas; en el cielo azul, oscuro, iban apareciendo las estrellas.
Ni Quintín ni la niña hablaban; marchaban los dos silenciosos, mecidos por los movimientos del caballo. Llegaron a la Carrera de la Fuensantilla, y de aquí siguieron por las Ollerías. En la primera puerta de la ciudad que toparon, Ja del Colodro, Quintín creyó ver un grupo apostado que podía tener la intención de asustar los caballos de los que pasaran, y siguió adelante por el Arco de la Malmuerta al Campo de la Merced.
Había aquí un grupo de chiquillos y de mozos, uno de ellos con un látigo.
—Niña, ten cuidado, agárrate a mí bien —dijo Quintín.
Ella estrechó entre sus brazos la cintura del jinete.
—¿Estás?
El grupo de chiquillos y de mozos se acercó a Quintín, haciendo uno restallar el látigo. Quintín, antes que tuviesen tiempo de asustar a su caballo, picó las espuelas y aflojó la brida; el animal dio un bote, derribó a unos cuantos de los bromistas y comenzó a galopar, espantando a la gente. Cuando pasaron el Campo de la Merced, Quintín refrenó el caballo y lo puso de nuevo al paso.
—¿Qué te ha parecido, niña? —dijo Quintín.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó Remedios, que no cabía en sí de gozo—. Querían tirarnos a nosotros.
—Y se han caído ellos.
Rió la niña alegremente. Quintín se dirigió a la puerta del Osario, y, pasada ésta, se internó por callejuelas solitarias. Iba el caballo al paso, y sus herraduras resonaban fuertemente en las piedras.
—¿Quieres que te convide? —preguntó Quintín.
—Sí.
Pasaron por delante de una taberna que llamaban del Postiguillo; Quintín detuvo su caballo, dio dos sonoras palmadas, y apareció el tabernero en la puerta.
—¿Qué quiere esta niña? —dijo el hombre.
—Lo que haya —contestó Remedios.
—¿Unos bollitos y dos medios vasos de Montilla?
—¿Te parece bien? —preguntó Quintín.
—Muy bien.
Tomaron los bollos, bebieron, y siguieron adelante. Al llegar a la calle del Sol, en el mismo momento se detuvo un coche en la puerta, del que bajaron Rafaela, sus primas y el joven rubio. Éste, que ayudó a bajar a las muchachas, dijo a Remedios: ¡Allá voy! Pero la niña hizo como si no le hubiera oído, y llamó al señor Juan. Quintín tomó a Remedios por la cintura y la dejó en los brazos del hortelano; luego saludó, y se dirigió calle arriba.
Al ir a su casa, se encontró con que su familia no había vuelto del paseo; en la calle vio a Palomares se reunió con él; encargó a un chico que llevara el caballo a casa del alquilador, y en compañía del dependiente entró en un café. Le contó cómo había pasado la tarde, y de aquí pasó a hablar con indiferencia de la familia de su abuelo.
—Parece que están arruinados, ¿eh?
—Sí, por completo.
—Pues debían tener parné, ¿verdad?
—¡Uf! El viejo ha sido riquísimo, más que por él, por su mujer. Es una buena persona, pero manirroto. Cuando el cabecilla Gómez se apoderó de Córdoba, el viejo marqués, que entonces era carlista, le hospedó y le dio muchos miles de duros. Y siempre ha gastado el dinero a espuertas.
—¿Y el hijo?
—El hijo no se parece nada al padre. Es un perdido de mala sombra.
—¿Y la mujer del hijo?
—¿La Aceitunera? Ésa es una pécora de marca mayor.
—Guapa, ¿eh?
—¡Ya lo creo! Una real moza y hablando con la mar de gracia. Cuando se separó de su marido, fue a vivir con Periquito Gálvez; pero ahora dicen que está chalada por un teniente. Tírale de la lengua al señor Juan el jardinero, y él te contará cosas curiosas.
—¿Y no ha tenido esa familia algún pariente bastante listo para poder salvar la casa?
—Sí; el marqués tiene un hermano a quien llaman el Pollo Real; pero éste es un egoísta que no se quiere meter en nada por temor a que le pidan dinero. ¿No le has visto alguna vez?
—No.
—Pues el Pollo Real ha sido un Tenorio. Ahora está medio paralítico, y, según dicen, se dedica a escribir la historia de sus amores, y tiene un pintor a sueldo para que le pinte el retrato de sus queridas. Ya hace años que anda en esto. El pintor que tuvo antes era un sevillano amigo mío, y me solía contar que el Pollo Real le daba una miniatura o una fotografía para que la copiase en tamaño mayor, y luego le explicaba cómo eran las retratadas, si rubias o morenas, altas o bajas, marquesas o gitanas.
—Y Rafaela —preguntó Quintín—, ¿la conoces?
—¡Si la conozco! ¡Ya lo creo! ¡Pobrecilla!
—¿Pobrecilla? ¿Por qué? —exclamó Quintín sintiendo frío en todo su cuerpo.
—Ha tenido mala suerte esa muchacha.
—¿Pues qué le ha pasado?
—Nada, cosas de las familias ricas, que son muy miserables. Rafaela, desde los trece o catorce años, estaba en relaciones con el hijo de un conde de aquí. Los chicos parece que se querían, y hacían muy buena pareja. Siempre se les veía juntos, en el paseo y en el teatro, cuando comenzó a susurrarse que la casa del marqués marchaba a la ruina. Entonces el novio se largó a Madrid; pasó un mes y otro, y muchos, y el mozo no venía, hasta que alguien trajo la noticia de que se casaba allí con una señorita millonaria. Rafaela estuvo enferma durante algunos meses, y desde entonces ya no tiene el aire de salud y de alegría que antes.
Quintín escuchó este relato profundamente mortificado. Ya no quiso preguntar nada; se levantó, salió del café, y se despidió de Palomares.
No pudo dormir en toda la noche.
—¿Por qué esta rabia y esta mortificación? —se preguntaba a sí mismo—. ¿Qué importa que haya o no tenido un novio Rafaela? ¿No vas tú a resolver tu problema, Quintín? ¿No vas a buscar tu vida? ¿No eres un buen beocio? ¿No eres un buen cerdo de la piara de Epicuro?
Por más esfuerzos que hizo Quintín para convencerse de que no debía estar irritado, le fue imposible. Sólo pensar que un hombre, probablemente un mequetrefe, había despreciado a Rafaela, le ofendía de la manera más mortificante.