EN BUSCA DE UN COFRECILLO
En aquellos tiempos —afirmaba don Gil Sabadía en un notable artículo del Diario de Córdoba— era la Corredera una plaza grande, rectangular, formada por casas con balcones corridos y soportales sustentados en gruesas columnas. No tenía entonces la plaza un mercado de ladrillo feo y sucio en medio, ni las casas estaban tan abandonadas como hoy, ni en los balcones crecían con tanta abundancia los jaramagos. Mercado diario al aire libre, plaza en las grandes fiestas de toros y cañas, la Corredera constituía para Córdoba el centro comercial, industrial y artístico. Allí se celebraron fiestas reales de gran resonancia en nuestra localidad; allí se consumaron autos de fe; allí toreó el Sr. Pedro Romero en compañía de Pepe Hillo cuando Carlos IV visitó la ciudad; allí se colocó la lápida de la Constitución, con gran entusiasmo, en 1823, y se arrancó y arrastró con furor en el mismo año; allí se expusieron algunos buenos mozos, muertos en la sierra con el trabuco en la mano; allí también los últimos verdugos de Córdoba, los dos Juanes, Juan García y Juan Montano, ambos maestros en el arte de guindar a sus semejantes, tuvieron bellas ocasiones de ejercitar la importantísima misión que se les había conferido. Por último, de ahí, de la Corredera, salieron los manteses de Córdoba, parientes de los picaros del Zocodover y del Azoguejo, padre de los charranes del Perchel y de los lanceros de Murcia y ascendientes lejanos de los golfos madrileños.
Y don Gil Sabadía, después de enumerar las bellezas de la Corredera, terminaba su artículo con esta lamentación. «¡Otra cosa más que tenemos que agradecer al tan decantado progreso!»
A Quintín le habían dicho que en la Corredera estaban casi todos los baratillos de Córdoba, y a la mañana siguiente de su conversación con Rafaela se presentó allí, dispuesto a no dejar rincón sin revolver hasta encontrar el cofrecillo que le habían encargado que buscase.
Entró en la Corredera por el Arco Alto. Presentaba desde allá la plaza un aspecto gracioso y pintoresco. Era como un puerto lleno de velas amarillas y blancas, agitadas por el aire, resplandecientes de luz, que llenaban toda la extensión de la plaza. En los soportales, oscuros y sombríos, en tenderetes y puestos, se amontonaban una porción de cosas negras.
Quintín echó a andar por el centro de la plaza. Había puestos fijos, como barracas grandes, donde se vendían granos y legumbres; había otros movibles, como grandes paraguas, con un largo mástil, de las verduleras y los vendedores de fruta. Otros puestos, más sencillos, eran anchas mesas sin toldo, sobre las cuales se amontonaban la nueces y las avellanas; otros, más sencillos aún, estaban en el suelo, sobre el mostrador de piedra, según una frase de los vendedores ambulantes.
Abandonó Quintín el centro de la plaza y entró en los soportales, decidido a no dejar prendería ni baratillo sin revolver. No había debajo de los arcos rinconada sin puesto ni columna sin tenderete al pie. En el fondo de los porches aparecían los portalones de las posadas, con sus patios clásicos y sus nombres castizos, como la posada de la Puya del Toro… Las alpargaterías ostentaban como enseña sus ruedos de pleita; los establecimientos de bebidas, sus anaqueles llenos de botellas de colores; las tiendas de los talabarteros, sus jáquimas, cinchas y ataharres; las triperías, las vejigas y cedazos hechos de piel de burro de Lucena. Aquí, un tejedor de caña iba construyendo cestas; allá, un baratillero ponía en montón unos cuantos libros grasientos, y cerca, una vieja estantigua sacaba del fondo de una sartén una rodaja de merluza y la ponía sobre una lámina de hoja de lata.
Las aceras estaban ocupadas; un vendedor de Andújar se paseaba delante de sus fuentes y platos, tinajones y botijos verdes, puestos en cuadro en el suelo; una vieja campesina vendía mantas de yesca para los fumadores; un hombre de gorra exhibía petacas y peinetas en una mesa de tijera.
En cada columna había un amolador con su máquina, un bonetero con sus gorros en una gran cesta, un churrero con su caldera, un zapatero con su banco y sus pieles cortadas y su jofaina para humedecerlas. Había las notas alegres, que las daban las medias y los pañuelos de colores chillones, y las notas siniestras: Unas cuantas filas de navajas de distintos tamaños sujetas a una pared, en cuyas hojas se leían letreros tan sugestivos como aquel que dice:
Si esta víbora te pica,
no hay remedio en la botica.
O esa otra leyenda, lacónica de fidelidad, escrita debajo de un corazón grabado en el acero: «Soy de mi dueño y señor».
Quintín, después de mirar y revolver en todos los baratillos y prenderías de la plaza, no dió con la cajita. Algo mareado por el sol y los gritos, se detuvo un momento y se apoyó en una columna. Era una algarabía de pregones, de voces, de cánticos, de mil ruidos. Los vendedores de Lucena pasaban repiqueteando un velón contra otro; los sarteneros iban dando con un martillo en un hierro, con un compás extraño; los amoladores silbaban en su flauta. El vendedor de plantas medicinales lanzaba un grito melancólico; el piñonero gritaba como un descosido: «¡Muchachos, llorad, por piñas!».
Había pregones lánguidos y tristes, otros rápidos y desesperados. Algunos vendedores se dedicaban al humorismo, como el barquillero que comenzaba diciendo: «¡A los barquillitos, que del Puerto vinieron!», y luego en su relación barajaba una porción de dichos y refranes; otros industriales daban la nota científica, como un vendedor de galápagos, que llevaba sus animalitos atados por una cuerda, arrastrándolos por el suelo, y los anunciaba diciendo con voz aguardentosa: «¡Pollitos de la mar!».
Toda esta turbamulta de vendedores, de aldeanos, de mujeres, de chiquillos desnudos, de mendigos, charlaba, gritaba, reía, gesticulaba; iba por el Arco Alto a la Espartería, en donde los hortelanos del Ruedo guardaban a los aperadores para contratarse; entraba en la plaza de las Cañas, y mientras la multitud se agitaba, el sol de invierno, amarillo, brillante como el oro, caía y reverberaba en los toldos blancos.
Salió Quintín por el Arco Bajo a una plazoleta, en donde algunos viejos tomaban el sol, con la capa liada al cuerpo y el calañés o el pavero sobre los ojos. La mayoría se hallaban tan abstraídos en su noble ocupación de no hacer nada, que Quintín no se atrevió a molestarles con preguntas, y se dirigió a un vendedor de altramuces que estaba sentado debajo de un toldillo que le guarecía del sol.
Este hombre tenía sujeto a la pared, con unas cuerdas, un bastidor que le servía de toldo. A medida que el rubio bajaba en el cielo, el hombre iba inclinando el bastidor, y siempre se encontraba a la sombra.
Este hombre sabio, que con los anteojos puestos leía en aquel momento un periódico, llevaba un sombrero de catite alto de copa; tenía los ojos dulces y pequeños, de borracho; la nariz larga, roja y torcida; la barba blanca en punta. Al oír que Quintín le dirigía la palabra, levantó la vista con indiferencia, miró por encima de sus cristales y dijo:
—¿Chochos? ¿Altramuces?
—No; quisiera que me dijese usted si hay por aquí algún baratillo más que los de la Corredera.
—Sí, señor; hay uno en la plaza de la Almagra.
—¿Y en dónde está?
—Ahí cerca. ¿Quiere usted que le acompañe?
—No, muchas gracias. Le pueden llevar la mercancía.
—¡Psch! ¿Para qué la quieren? —Y el hombre ingenioso del catite salió de debajo de su toldo, inclinó su sombrero hacia una oreja, se acarició la perilla, y esgrimiendo una blanca garrota, abandonó al destino su cesto de altramuces y fue acompañando a Quintín hasta dejarle frente por frente de una prendería.
—Muchísimas gracias, caballero —le dijo Quintín.
El hombre sabio sonrió; llevó su alto sombrero puntiagudo de la oreja izquierda a la derecha, hizo un molinete con su bastón y se retiró, después de inclinarse de un modo ceremonioso.
Quintín entró en el baratillo y explicó al almonedero lo que buscaba. El hombre, después de escucharle, le dijo:
—Ese cofrecito lo tengo yo.
—¿Quiere usted enseñármelo?
—No hay inconveniente.
El hombre abrió una papelera, y del fondo de uno de los cajones sacó una cajita ennegrecida. Tenía una corona en la tapa, pero el forro se lo habían arrancado y no podían verse las iniciales que Rafaela le indicara a Quintín. Sin embargo, debía ser aquél el cofrecito. Quintín quiso cerciorarse.
—¿Se puede saber —preguntó— de dónde ha venido esta caja?
—¿Tiene usted interés en ello?'—replicó el baratillero con cierto retintín.
—Sí; pero es porque quiero cerciorarme de que es la que busco.
—Pues no me importa decir de dónde viene, porque ya sé que el que me la ha vendido era su dueño.
—¿Es de casa de un marqués?
—Sí, señor.
—¿De uno que vive en la calle del Sol?
—Sí, señor.
—¿Cuánto quiere usted por el cofrecito?
—Sesenta duros.
—¡Demonio! Es mucho.
—Los vale. Un inteligente me daría por él cien duros; quizás más…
—Bueno. Si no puedo venir hoy a llevarme el cofrecito, vendré mañana.
—Está bien.
Quintín se encaminó a su casa preocupado. ¿De dónde sacar aquellos sesenta duros? Entró en el almacén y fue a ver a Palomares.
—¿Me podrías proporcionar tú sesenta duros hoy mismo? —le dijo.
—¡Sesenta duros! ¿De dónde los voy a sacar?
—¿No conoces a nadie que preste?
—Para que te presten dinero necesitas garantía, ¿y tú que garantía vas a presentar?
—El caso es que necesitaba el dinero hoy mismo.
—Mira, vete a la tienda de la Espartería al anochecer, y ya veremos si se puede hacer algo.
Quintín, a las seis, fue a la tienda. No había estado nunca en ella. Era chiquita, pero estaba abarrotada de género y en aquella hora llena de compradores.
—¿Está don Rafael? —preguntó Quintín al dependiente.
—Ahí en la trastienda.
Pasó Quintín adelante y entró en un cuartucho pequeño, con varias estanterías repletas de arriba a abajo de latas de todas clases y colores, botellas, frascos y tarros. Se respiraba allí un olor mezclado de canela, de petróleo, de café y de bacalao. En aquella encrucijada de productos alimenticios había tres personas de tertulia en conversación con don Rafael.
Las saludó Quintín y se sentó.
De las tres personas, una de ellas era un canónigo, Espejo de apellido, a quien llamaban Espejito por su pequeña estatura. Espejito tenía un aire socarrón, y paseaba por la trastienda con las manos en la espalda.
El otro de los contertulios, un hombre flaco, con las piernas muy delgadas, y abiertas como las ramas de un compás, tenía la cara amojamada, la mirada fija, penetrante, suspicaz. Se llamaba Camacha, y era procurador; gastaba bigote corto, patillas hasta las orejas, sombrero de copa de alas anchas, inclinado a un lado, y pantalones muy estrechos.
El tercer tertuliano estaba retrepado en una silla: era un hombre sesentón, de perfil romano; la cara con arrugas carnosas, la nariz corva, aquilina, que caía sobre el labio superior, como un buitre sobre su presa; los ojos fijos, profundos; la boca desdeñosa y amarga, y el color cetrino. Llevaba este hombre un pañuelo negro atado a la cabeza; encima un sombrero de ala ancha, también negro, y sobre los hombros una amplia capa parda, de grandes pliegues.
Este señor, dueño de una porción de cortijos de los alrededores de Córdoba, se llamaba don Matías Armenia.
Los cuatro señores hablaban lentamente y a medias palabras.
—Yo creo que hay garantías —murmuraba alguno de ellos de cuando en cuando.
—Eso me parece también a mí.
—El estado de la casa…
—No es satisfactorio, es indudable; pero para responder…
—Eso creo yo.
—Otro día hablaremos de eso.
—Aquí estoy estorbando —pensó Quintín, y salió a la tienda, se sentó en un banco y esperó a que viniera Palomares.
—Éste entró en la trastienda, y al cabo de poco rato salió y dijo a Quintín:
—Pues, chico, no puede ser.
Salió Quintín a la calle echando pestes de su padrastro y de los compadres que le acompañaban, que transcendían a la legua a usureros; anduvo callejeando, pensando en la manera de encontrar el dinero, cuando se acordó de la oferta de la señora Patrocinio la noche en que habían estado don Gil Sabadía y él en su casa.
—Vamos allá —se dijo—. Veremos si cumple lo ofrecido.
Se dirigió a los tejares, donde vivía la señora Patrocinio. La puerta de la casa estaba entornada. Quintín llamó, y no contestándole nadie pasó adentro.
—¡Señora Patrocinio! —gritó.
—¿Quién es? —dijeron desde arriba.
—Un hombre que viene pidiendo algo.
—Pues aquí no se da nada.
—Soy Quintín.
—¡Ah! ¿Eres tú? Entra y espérame.
—¡Qué confianza más hermosa! —dijo Quintín sentándose en el zaguán, que estaba casi a oscuras.
En esto se oyeron pasos en la escalera, y en compañía de la señora Patrocinio bajó una mujer de mantilla y velo negro.
La tapada miró a Quintín al pasar; él la contempló con curiosidad, y se hubiera asomado a la puerta de la calle a verla mejor si la señora Patrocinio no le agarrara del brazo.
Vamos a ver —dijo la vieja—; ¿qué pasa?
—Señora Patrocinio —balbuceó Quintín—, despácheme usted y téngame usted como un idiota si mi pretensión le parece estúpida. Vengo a pedirle dinero.
—¿Has jugado?
—No.
—¿Cuánto necesitas?
—Sesenta duros.
—Vamos, no es gran cosa. Ven.
Subieron la vieja y Quintín al segundo piso, entraron en una alcoba con una cama; la señora Patrocinio sacó una llave de la faltriquera y abrió un armario. Revolvió el interior con sus manos deformadas, hasta sacar un abultado portamonedas. Lo abrió, extrajo de dentro un cartucho envuelto en un papel, lo rompió sobre la cama y se desparramaron por encima de la colcha unas cuantas monedas de oro. La vieja contó veinte centenes y se los ofreció a Quintín.
—Toma —le dijo.
—Pero me da usted de más, señora Patrocinio.
—¡Bah! No te pesarán.
—¡Muchísimas gracias!
—No me debes dar las gracias. No quiero más que una cosa, y es que vengas de vez en cuando. Un día te explicaré el parentesco que hay entre nosotros dos y lo que espero de ti.
—Muy bien.
Quintín cogió su dinero y salió alegremente de casa. Era de noche, y pensó que el baratillo de la plaza de la Almagra estaría ya cerrado, pero se acercó a verlo y se encontró con que estaba abierto; recogió el cofrecillo y se fue a casa.
—La verdad es que soy un hombre de suerte —murmuró alegremente.
Se durmió Quintín mecido por dulces esperanzas; al día siguiente, por la tarde, fue a la calle del Sol.
Encontró la cancela entornada y pasó al huerto. No estaba el jardinero. Subió la escalera y llamó. La moza alta y seca, que acudió a la puerta, le dijo:
—Las señoritas están en la cocina.
—Pues vamos allá.
Cruzaron una serie de corredores y entraron en la cocina. Era ésta enorme, con una altísima claraboya, por la que entraba en aquel momento un rayo de sol, que caía sobre los rubios cabellos, algo despeinados, de Rafaela.
Al ruido de los pasos, Rafaela y Remedios se volvieron.
—¡Ah! ¿Es usted? De buena manera nos ha pillado —dijo Rafaela enseñando sus manos llenas de harina.
—¿Qué hacen ustedes? —preguntó Quintín.
—Unas tortas de aceite.
—Huele muy bien aquí.
—¿Es usted goloso? —preguntó Rafaela.
—Algo.
—Para golosa, ésta —repuso la muchacha señalando a Remedios—. Vámonos de aquí, porque si no va a pescar una indigestión.
Rafaela se lavó las manos y los brazos, se secó cuidadosamente y salió de la cocina para el gabinete.
—Aquí traigo la cajita —le dijo Quintín.
—Ah, ¿sí? Démela usted. ¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias! ¡Muchísimas gracias! ¿Qué le ha costado a usted?
—Nada, una bicoca.
—No, no. No es posible. Dígame usted lo que ha pagado por ella.
—¿No quiere usted aceptar de mí ese favor pequeño?
—No, porque comprendo que le ha debido costar mucho.
—¡Bah!
—Ya me enteraré y hablaremos.
Remedios, acercándose a Quintín misteriosamente, le dijo:
—¿Es verdad que en tu casa hay una tienda?
—Sí.
—¿Y tienes dulces?
—Sí.
—¿Ya me traerás algunos?
—¿Qué quieres que te traiga?
—Tráeme arropía blanca, y arropía de clavo, y un suspiro, y un merengue.
—¡Pero hija, tú quieres una confitería! —dijo Rafaela.
—Entonces unas arropías y unas perrunas, ¿eh?
—Bien.
—Pero muchas.
—Sí.
—Bueno; ahora ¡canta!
—¡Jesús, qué niña más atrevida! —exclamó Rafaela.
Abrieron los balcones del gabinete, que estaban cerrados, y Quintín se sentó en el piano y preludió el aria del barítono de Rigoletto. Luego, con una voz robusta, comenzó:
Deh non parlare al misero del suo perduto bene…
Se acordó inmediatamente del colegio, de sus amigos; luego se sintió sentimental y dio a su voz entonaciones de verdadera tristeza. Cuando decía: «Solo, difforme, povero», casi sintió ganas de llorar.
Después de Rigoletto vino aquello de Un bailo in marchera: «Eri tu che mechiavi».
Agotó Quintín su repertorio, cantó todas las canciones de ópera italiana que sabía, y luego, exagerando el acento inglés, el Rule Britannia! y el ¡Dios salve a la Reina!
Las dos hermanas y una criada vieja, mientras cosían, escuchaban a Quintín, que charlaba por los codos, como un cómico. Se reían de sus historias y de sus payasadas.
Quintín era inagotable, y refirió una porción de anécdotas y de sucedidos, la mayoría inventados por él…
La tarde pasó en un vuelo. Desde el balcón del gabinete se veía la sierra negruzca, recortada por un reborde fuerte en el azul del cielo. El sol, ya muy caído en el horizonte, iba dejando sombras largas de las chimeneas y de las torrecillas sobre los tejados grises y sonrosaba los campanarios con una luz ideal que palidecía por momentos.
No se veía en el cuarto; trajo la vieja criada un quinqué y lo colocó sobre la mesa. Quintín se despidió de las dos hermanas.
Al salir se detuvo en la reja que daba al huerto. El aire tomaba una transparencia inaudita, el cielo se hacía profundo de un azul intenso. Los objetos lejanos, las huertas blancas de la sierra, las ermitas entre cipreses, los grandes pinos de copa redonda de lo alto de las cumbres se veían con todos sus detalles.
Oscureció más; en la mancha rectangular, negra del estanque comenzó a brillar una estrella, luego otra, hasta que un hervidero de puntos luminosos tembló en aquellas aguas profundas y quietas.