MÁS IMPENETRABLE QUE EL CORAZÓN DE LAS MUJERES, EL DE LAS NIÑAS
No le abandonaba a Quintín la idea de intimar con Rafaela.
Sabía ya el parentesco cercano que le unía a ella. Eran de la misma familia. Mal se habían de dar las cosas, para que Quintín no obtuviera alguna ventaja.
Una mañana, Quintín fue de nuevo a casa de su prima. Vio la cancela abierta, y pasó sin llamar hasta el interior del huerto. Hallábase el señor Juan, el jardinero, muy ocupado, tratando de abrir la llave de desaguar el estanque, sin poderlo conseguir.
—¿Qué quiere usted hacer? —le preguntó Quintín.
—Abrir esta llave; pero como está tan roñosa…
—Déme usted —dijo Quintín; y cogió una gruesa palanca, y sin esfuerzo apenas, abrió la llave. Salió un chorro de agua a un pequeño pilón, y de aquí corrió por las canales a regar las parcelas del huerto.
—¿Y las señoritas? —preguntó Quintín.
—Están en misa; dentro de poco vendrán.
—¿Y qué tal por aquí? ¿Cómo va esto?
—Mal. Cada día peor —contestó el jardinero—. ¡Cómo yo he visto esta casa! ¡Qué diferencia! Aquí se apalaeba el dinero. Se decía que por cada hora que daba el reloj, el señor marqués cobraba una onza de oro. ¡Y qué lujo! Hace treinta años entraba usted por estos patios, y daba gloria.
—¿Pues qué había?
—Se encontraba usted en el portal con los escopeteros de la casa, todos tan majos, vestidos de corto, con su calañés y su escopeta.
—¿Y para qué servía esa gente?
—Para acompañar al señor marqués en sus viajes. ¿Ha visto usted el coche? ¡Qué hermoso es! Cabían dentro veinticuatro personas. Ahora está sucio y roto, y no tiene vista; pero entonces había que verlo. Solía llevar ocho caballos y postillones a la Federica. Cuando se daba la orden de salida, ¡qué lío! Los escopeteros, montados a caballo, esperaban en esa plazoleta de enfrente a que saliera el coche. Luego, la comitiva se ponía en marcha. ¡Y qué caballos! Siempre había dos o tres de esos tigres que costaban miles de duros.
—Pues le costaría un pico el sostener una cuadra así.
—Figúrese usted.
—¿Y cuándo acabaron esas grandezas?
—No hace mucho tiempo, no crea usted. Cuando vino la reina a Córdoba, entró en este coche desde la Cueva del Cojo hasta aquí.
—¿Y cómo ha podido caer la casa tanto?
—Todos han tenido la culpa. Dios no les dió mucho sentido a los de esta casa; pero los que han coronado la ruina han sido el administrador y el señor conde, el padre de las señoritas Rafaela y Remedios. Éste, además de vicioso y derrochador, es tonto. Siempre le están engañando, y lo que no pierde por su tontería, lo pierde por desconfianza. Una vez compró cinco mil arrobas de aceite en Málaga a sesenta reales, las trajo aquí, y las vendió a los pocos días a cuarenta.
—Sí que es una buena tontería.
—Pues de ésas ha hecho muchísimas.
—¿Y ahora qué es de él? ¿Dónde vive?
—Anda por ahí con toreros y chalanes. Se separó de su mujer.
—¿Se volvió a casar?
—Sí; se casó por segunda vez con la hija de una aceitunera; una mujer guapa, pero muy ordinaria, y que está dando mucho que hablar al pueblo. Como él es tonto y ella una pécora, a los dos o tres años de matrimonio se separaron, tirándose los trastos a la cabeza. Él se ha enredado con una gitana que llaman la Mora, y ésta le saca los cuartos que le quedan. Los hermanos y primos de la gitana le han dado encerronas en las tabernas, haciéndole firmar papeles, amenazándole con pegarle; nada, que le han dejado sin un maravedí. Y ahora, como no tiene dinero, no le quieren, y la Mora le despacha de casa a puntapiés, y él creo que suele volver de rodillas.
—¿Y su mujer, mientras tanto?
—Hecha un pendón. Ha andado por ahí con un teniente… Es una tiaca.
El hortelano cogió la azada e hizo un montón de tierra en un canal para impedir que el agua penetrase en una parcela. Mientras el señor Juan trabajaba, Quintín resolvía en su mente sus proyectos ambiciosos.
«¡Qué golpe más soberbio! —pensaba—. ¡Casarse con la muchacha y sanear la hacienda! Esto sí que sería matar dos pájaros de un tiro. ¡Quedarse con los cuartos y pasar, además, como un hombre romántico! Sería admirable.»
—Ya vienen las señoritas —dijo de pronto el señor Juan, mirando por el largo pasillo.
Efectivamente; Rafaela y Remedios, acompañadas de la criada alta y seca, se presentaron en el jardín. Estaban las dos a cual más bonitas, con su mantilla y su traje negro.
—Mire usted qué preciosas —exclamó el señor Juan, dirigiéndose a Quintín y poniéndose en jarras—. Son dos cachitos de cielo estas niñas.
Rafaela se echó a reír con su risa de mujer que no tiene coquetería; Remedios miró a Quintín con sus grandes ojos negros, esperando quizás una ratificación de los piropos del jardinero.
Rafaela se quitó la mantilla, la dobló, clavó en ella dos alfileres grandes y se las dio a la muchacha; luego se alisó el pelo con su mano blanca de dedos largos y finos.
—Tengo que pedirle a usted un favor —le dijo a Quintín.
—¿A mí?
—Sí, señor.
—Pues ya me está usted mandando, porque me consideraré muy dichoso en ser su esclavo.
Rió sonoramente Rafaela, y dijo:
—¡Ay, Jesús! ¡Qué pronto que ha tomado, usted la tierra!
—No exagero nada; digo lo que siento.
—Pues tenga cuidado, porque para esclavo me parece usted muy movedizo, y le voy a tener que poner grillos.
—No necesita usted ponérmelos. Dígame lo que quiere usted que haga.
—Pues una cosa muy sencilla. Mi padre, que es un hombre como no debía ser, se llevó el otro día de mi cuarto un joyero de plata, que era un recuerdo de mamá. Yo creo que lo habrá vendido, y quisiera que usted se tomara el trabajo de buscarlo. En algún baratillo de la plaza lo encontrará. El joyero tiene en la tapa una corona, y en la seda con que está forrado, las iniciales R.S. Si encuentra usted el cofrecillo, haga el favor de comprarlo y yo le abonaré lo que sea.
—No; eso no.
—Ah; sin esa condición no lo quiero.
Con motivo del cofrecillo, Rafaela habló de su madre con gran melancolía.
Remedios, que se había quitado la mantilla, sacó un aro de un rincón y se puso a jugar con él.
—¡Remedios! —dijo Rafaela—. Estás con el traje nuevo. Múdate, y en seguida a estudiar la lección.
—No; hoy no —repuso la chiquilla.
—¿Cómo que no? ¡Y lo dice con esa calma! Las niñas mayores no juegan al aro. Esta muchacha, cuando no la veo, juega al trabuco, a la bilarda, a la reina mora, como los chicos de la calle. ¿Le parece a usted justo eso, niña?
Remedios, por toda contestación se puso a silbar tranquilamente, mirando con descaro a su hermana.
—A ver si no silba usted.
—Pues silbaré —contestó Remedios.
—La voy a encerrar a usted en el cuarto oscuro. En esta semana llevamos dos días sin lección. Si no aprende más, va usted a ser una borriquilla. Tan lista como Pajarito.
—No —exclamó la niña dando una patada en el suelo.
—Sí, sí —replicó Rafaela riendo.
—No. —Y Remedios se agarró al cuello de su hermana y luego se subió a sus rodillas.
—Creo que ha perdido usted la fuerza moral —la dijo Quintín.
—Sí; me parece que sí —añadió Rafaela.
Remedios, en las rodillas de su hermana, se puso a charlar por los codos, mientras Rafaela le acariciaba como a una niña pequeña. Contó una porción de historias, en las que aparecían Pajarito, el señor Juan y la Gineta.
—¡Pero, qué mentirosa eres! —decía Rafaela riendo.
Cuando se cansó, Remedios saltó de la falda, echó a correr por el jardín, al poco rato se presentó montada a horcajadas en el borriquillo.
—Esta chiquilla está hoy desatada —dijo Rafaela mirando severamente a Remedios.
La niña notó la incomodidad de su hermana, y saltó del borriquillo con peligro de caerse, y se acercó a ella.
—Señor Juan ha dicho que ya se pueden sacar las naranjas.
—Niña, ¿quiere usted no ser tan enredadora y estarse quieta?
—Si es que lo ha dicho —exclamó Remedios haciendo un gesto expresivo y moviendo sus grandes ojos negros.
Quintín se echó a reír. Rafaela sonrió también.
—¿De qué te ríes? —la preguntó Remedios.
—No me río, hija.
—Sí te ríes. Vámonos de aquí.
—¿Pero, por qué?
—Sí; vámonos.
—Vaya un capricho que tiene la niña —murmuró Quintín.
—¿Y a usted qué le importa?
—Muchacha, si de mayor eres así, no va a haber quién te resista.
Remedios quedó enfurruñada, sin apartarse de Rafaela; luego vio al perrillo del señor Juan, lo cogió en brazos, y acercándose al estanque lo tiró al agua.
—¡Qué criatura! —dijo incomodada Rafaela.
Se acercaron al estanque; el perro, nadando, logró llegar al borde, comenzando a manotear sin poder salir. Quintín se arrodilló en el suelo, y extendiendo el brazo sacó al animalito del agua.
—Está tiritando —dijo Rafaela—. ¿Ves lo que has hecho? —añadió dirigiéndose a su hermana—. A ver si ahora se muere.
Remedios, que había presenciado impasible el salvamento, se fue a un rincón y se sentó en la tierra de cara a la pared.
—¡Remedios! —llamó Rafaela.
La niña no contestó.
—Vamos, Remedios —dijo Quintín acercándose.
—Quite usted.
—Anda, vamos, porque me estás haciendo perder la paciencia.
—No quiero.
Trató Rafaela de coger a la chica, pero ésta echó a correr, gritando:
—Si me sigues, me tiro al estanque.
E iba camino de él, cuando Quintín la aganó fuertemente por la cintura, y sin hacer caso de sus gritos y de sus patadas, la entregó a Rafaela.
—Nada, nada; al cuarto oscuro. ¡Habráse visto la niña!
—No; no haré más, no haré más —sollozó Remedios, y ocultó la cara, llena de vergüenza, en el cuello de su hermana, y comenzó a llorar como una Magdalena.
—Cuando se le pase el berrinche, se pondrá como un cordero. ¿De modo que hará usted mi encargo? —preguntó Rafaela a Quintín.
—Si la cajita está en Córdoba, cuente usted con ella.
—Bueno. ¡Adiós! Nos vamos hasta que se nos pase esto —dijo Rafaela sonriendo con ironía.
Y Rafaela y Remedios subieron a su casa, y Quintín salió a la calle.