ACABA DON GIL SU RELATO
Se sentó la señora Patrocinio a la mesa. Era una vieja magra y esmirriada, de color de orejón, la nariz ganchuda en amistad con la barba; el pelo gris y la piel arrugada.
Don Gil bebió, y continuó así:
—Estaba la tienda en una casa grande, antigua, pintada de azul. Tenía esta casa en el piso bajo, además del portal, cuatro rejas y dos tiendecillas, una que era una espartería, y la otra la que alquiló el Pende.
Esta última era un chiscón que apenas tendría tres metros en cuadro, con una trastienda oscura y unas habitaciones en el interior.
No le puso el Pende muestra ni portada a su tienda; plantó en medio un mostrador pintado con almazarrón, hizo colocar unos estantes de pino, y comenzó a despachar.
Se vendían en la tienda todo clase de géneros de comer, beber y arder; en los estantes se amontonaba un surtido heterogéneo: había jabón, sedas, arropías de todas clases, y colores de la fábrica más acreditada del mundo entero, que es la de la calle de Mucho Trigo; había cañamones tostados con miel, piñonates, alfajores y esos barquillos que habrán ustedes visto, que parecen un sombrero de cura…
—Bueno, no sea usted pesado —dijo la señora Patrocinio.
—Si me interrumpe usted, sor Patrocinio, no sigo —contestó el narrador.
—Es que pierde usted el hilo. Al grano, don Gil, al grano —replicó la vieja.
—Es verdad —añadió Quintín riendo a carcajadas—. Al grano, don Gil, al grano.
—Nada, no sigo.
—Ande usted, hombre, ande usted, que tiene usted más mala sombra que un zapatero —dijo la vieja.
—¿En dónde iba? —murmuró don Gil—. Creo que se me ha olvidado la especie.
—Iba usted en lo que tenían en la tienda —dijo Quintín.
De beber —siguió diciendo el arqueólogo— había toda clase de aguardientes y mistelas; rosoli, que aquí llaman resoli; Cazalla, y el aguardiente de guindas en su botijo verde, al cual unos lo conocen por el loro y otros por el verderón.
Esta tiendecilla de la calle de la Zapatería tuvo pronto parroquia. Solía ir por allá gente del campo a tomar la chicuela por la mañana; algunas criadas y muchos chicos a comprar golosinas.
En el mostrador estaba el Pende, y tenía su tertulia, que hacía también algún gasto. El más asiduo a la reunión era un hidalgo arruinado, de nombre Palomares, conocido del Pende desde la infancia, y que, no teniendo nada en qué ocuparse, se refugiaba en la tiendecilla, y para no molestar y ser útil alguna vez, él mismo despachaba.
Este hidalgo, Diego Palomares, era un aventurero, hijo de Lucena. Había salido de su pueblo y de su casa, por primera vez, a los diez y ocho años, para ir a la feria de Sevilla; perdió allá casi todo su dinero en el juego y las ganas de volverse a su tierra, y adquirió, en cambio, el deseo de ver mundo, y, efectivamente, se marchó a Cádiz y se embarcó para América. Allá tuvo alternativas de alzas y bajas; estuvo de comerciante, de sobrecargo en un buque, y tras de muchos años de trabajos y fatigas, volvió a Córdoba con treinta y seis años, sin un cuarto, y prematuramente envejecido.
Diego Palomares, al ver que su amigo iba marchando con la tiendecilla, se arrimó a él.
Mientras el Pende estaba en el mostrador, atendiendo a la venta, la Fuensanta seguía cuidando del platero.
A los seis meses de la primera entrega, el viejo marqués llamó a la Fuensanta y le dió otros cien duros.
De las manos de la mujer pasaron a las del marido, y se emplearon íntegros en la casa.
El Pende pidió al propietario que le cediera un cuarto y arrancara una de las rejas para poder extender la tienda. Se hizo lo que deseaba, y en el lugar de la reja se abrió el escaparate.
Luego el Pende mandó pintar un letrero, y colgando de la muestra puso una estrella dorada con muchas puntas.
¡Qué discusiones tuvieron Palomares y el Pende por si la estrella estaba bien o mal!
Recuerdo que un día que iba al Casino me llamaron a mí para dilucidar la cuestión, y les di una conferencia sobre las enseñas de cada oficio, que había que oírme. Es una cosa en que nadie se fija…
—Vaya, ya está usted otra vez marchándose por los cerros de Úbeda —dijo la vieja.
—Usted cállese —balbuceó don Gil—. Esto de las enseñas es muy interesante, ¿no es verdad? —preguntó a Quintín.
—No sé qué es eso.
—¿Ah, no? Usted ve, por ejemplo, de noche una tienda cerrada, con un letrero que pone: «Pérez», y colgando de la muestra dos manos rojas, ¿qué clase de comercio indican esas dos manos rojas?
—¿Una guantería quizás? —preguntó Quintín.
—Eso es. ¡Qué talento tiene este muchacho! Y una bacía, ¿que indica?
—Eso es sabido, una barbería.
—¿Y un gallo sobre una bola?
—Eso no lo sé.
—Pues una pollería. ¿Y una bola azul a roja en un escaparate?
—Una botica.
—Muy bien. ¿Y un colchoncito muy chiquirritillo colgado?
—Una colchonería.
—¿Y una o dos manos negras que sujetan unas llaves?
—Eso me parece que lo he visto en las cerrajerías.
—Eso es. ¿Y un libro mayor?
—En las encuadernaciones.
—¡Pero qué talento tiene este muchacho! ¿Y unos quevedos grandes, muy grandes?
—Las tiendas de los ópticos.
—¿Y un busto de mujer que se asoma a un balcón como a tomar el fresco?
—No sé.
—Los salones de peinar señoras; pero aquí no hay eso tanto como en Madrid. ¿Y una herradura?
—A usted sí que le debían de herrar —saltó la señora Patrocinio—, por machaca y por asaúra. ¿Sigue usted la historia o no, don Gil?
—¡Si me confunden ustedes! Me hacen perder el hilo. ¿En dónde iba?
—Iba usted —dijo la señora Patrocinio— en que arreglaron la tienda con el dinero del marqués.
—¡Ah! Es verdad…
—Ensancharon la tienda; dejaron algunos géneros que no producían gran cosa, y se dedicaron exclusivamente a la venta de comestibles. Compraron barricas de vino de Montilla, aceite de Montoro, azúcar, café, y llamaron molenderos para hacer chocolate.
Palomares, a quien, en vista de la prosperidad del establecimiento, había tomado el Pende como dependiente, se pasaba el día envolviendo pastillas de chocolate, tostando café y mezclándolo con cacahuetes y achicoria.
Palomares tenía un gran talento para clasificar estas mezclas. ¿Se trataba de una cosa falsificada?: la llamaba «Extra-superior»; que la falsificación era tan completa que no se conocía qué clase de producto era; entonces la denominaba «Superior» o «Fina».
Después de estas clases de nombres tan ponderativos venían otras más modestas, que se clasificaban llamándolas de «Primera», «Segunda» y «Tercera». Estas divisiones eran difíciles de definir; sin embargo, Palomares afirmaba, no que fuesen buenas, sino que entre ellas se notaba claramente la diferencia.
Según él, estaba demostrado que la clase «Segunda» era peor que la «Primera», y la «Tercera» peor que la «Segunda»; pero esto no autorizaba a suponer que la «Primera» y la «Segunda» fuesen buenas, ni aun pasables.
A pesar de la química empleada por el Pende y su dependiente, la tienda fue acreditándose. El escaparate se llenó de salchichones plateados, de ciruelas pasas, orejones y latas de conservas. En los vasares se veían pilones de azúcar, botella de Jerez, canecos de Ginebra; en el suelo, en sacos, el arroz, las habichuelas y las barricas de sardinas.
Iba entrando el dinero en la casa de un modo tan silencioso y poco alborotador, que nadie se enteraba. El viejo platero gruñía al pensar que le iban a abandonar el mejor día; pero la Fuensanta le engañaba diciéndole que la tienda no marchaba bien, y que la traspasarían si se presentaba la ocasión.
El Pende, que no tenía la paciencia de su mujer, trató de emanciparse por completo, y alquiló, en la misma casa donde tenía la tienda, un piso bajo, y cedió la trastienda a Palomares.
La Fuensanta entonces tomó una criada, y todo el tiempo que tenía disponible iba a hacer compañía al viejo platero. Este proceder fue muy celebrado por las comadres del barrio; Fuensanta gozaba de grandes simpatías; al mismo tiempo, el Pende había conseguido ya que se olvidase su apodo de familia, y todo el mundo le llamaba Rafael, o el señor Rafael, y algunos le decían don Rafael.
La familia iba progresando económicamente, adquiriendo más respetabilidad, cuando el chico, Quintín, comenzó a hacer de las suyas. Se escapó de casa, robó; una vez estuvo a punto de envenenar a toda la familia; hizo enormidades.
Entonces el viejo marqués, a cuyo conocimiento habían llegado las calaveradas de su nieto, lo mandó llamar y lo envió a un colegio de Inglaterra.
Partió Quintín, y la casa siguió su marcha ascendente; Fuensanta tuvo el cuarto hijo, una niña, y durante el sobreparto, el platero, don Andrés Salvador, murió de un ataque al corazón.
Al abrirse el testamento del platero, se encontraron con que su fortuna, casi íntegra, excepto unas mandas para dos parientes lejanos, la legaba a Fuensanta. Era, entre el dinero y la casa, una fortuna que ascendía a unos treinta mil duros.
Entonces la Fuensanta y el Pende trataron de alquilar toda la planta baja de la casa de la Zapatería para convertirla en un gran almacén; el dueño accedió, pero el que tenía alquilada la tienda para espartería dijo que él no se marchaba, que tenía un contrato para diez años con el dueño de la casa, y que no se iba. Le ofrecieron una indemnización, pero el hombre siguió en sus trece.
¡Y que no era terco el gachó! ¡El Capita! Era un hombre que se las traía, con una historia pistonuda. Vivía hacía algún tiempo amontonado con una viuda que tenía dos hijas educándose en un colegio. Al salir la mayor de las hijas de su pensión, el hombre se enamoró de ella, y se casó, pero siguió enredado con la madre. El Capita era un punto. Se enteró su mujer del contubernio, e indignada, y para vengarse, se escapó con el dependiente de su marido; pero el Capita no se apuró por el caso. Vino la segunda hija, y el Capita, que tenía mucha mano, comenzó a camelarla, y ésta, más transigente que su hermana mayor, aceptó los hechos consumados.
El Capita se encontraba bien en su tienda; tenía, sin duda, cariño a todos aquellos serones y jáquimas, testigos mudos de su borracheras y de sus amores tempestuosos, y se le metió en la cabeza que no se había de marchar, pero el hombre no contaba con la huéspeda, y la huéspeda aquí fue la Fuensanta que cuando decía que tenía que hacer una cosa, la hacía por encima de la cabeza de Dios.
La Fuensanta, a la chita callando, traspasó la platería heredada, luego vendió la casa de la calle de Librerías, y con el dinero del traspaso y el de la venta, compró la casa de la calle de la Zapatería, y el Capita tuvo que salir pitando, hala que hala, con sus albardas y sus serones.
La Fuensanta y el Pende convirtieron toda la planta baja en almacén. Suministraban género al por mayor a los cuarteles y a la cárcel, pero no les convenía matar el negocio al menudeo y alquilaron en la Espartería la tienda que tienen junto al Arco Alto, cerca del callejón de Gitanos. Este sitio, conocido antiguamente con el nombre del Gollizno, por su mucha estrechez, es uno de los sitios más animados de Córdoba. Por cierto que ahí…
—¡Por Dios! ¿Otra historia? —exclamó Quintín—. ¿No ha acabado usted ya?
—Sí.
—Cuéntenos usted el final —dijo la vieja—, ¿qué le pasó a ese Pende?
—Nada, que le nombraron concejal y luego teniente alcalde, y hoy es un comerciante rico, un banquero, y los que éramos ricos antes no tenemos una perra. ¿Eh? Pues ésa es la historia. Bueno. Venga más vino.
Don Gil cogió con una mano la botella, se la acercó a la boca, y comenzó a beber.
—Basta, hombre, basta —dijo la señora Patrocinio.
El arqueólogo no hizo caso, y no terminó hasta vaciar la botella. Entonces paseó la mirada por el cuarto, cerró los ojos, apoyó la cabeza en la mesa, y un instante después comenzó a roncar estrepitosamente.
—Vaya una intoxicación que tiene el compadre —dijo Quintín contemplando a don Gil.
—Vamos, que usted también está bueno —replicó la vieja.
—¿Yo? Más sereno que el mundo. En Inglaterra necesitamos mucho para emborracharnos.
—¡Ah! ¿Es usted inglés?
—No, soy de aquí.
—¿Y es usted amigo de ese Quintín de quien tanto han hablado esta noche?
—¡Ja…, ja…, ja…!
—¿De qué se ríe usted?
—De que ese Quintín… soy yo.
—¿Tú?
—¡Ja…, ja…! ¡Ahora la anciana se pone a tutearme!
—¿Eres tú Quintín?
—Sí.
—Soy parienta tuya.
—¿De veras? Cuánto me alegro.
—Ahora no te puedo explicar nada, porque estás borracho. Ven otro día. Hablaremos. Yo te ayudaré.
—Muy bien, me acojo a su protección… ¡Ja…, ja…!
—Ya verás. No tendrás necesidad de trabajar.
—¡Trabajar! ¡Ja…, ja…, ja…! Es una idea que nunca se me ha ocurrido, buena anciana. Lejos de mí ese pensamiento vulgar… ¡ah…! ¡Ja…, ja…, ja…!
La señora Patrocinio cogió del brazo a Quintín y le sacó a la calle.
—Anda, vete a casa —le dijo—. Otro día te contaré algo que te pueda interesar. Si necesitas dinero, ven aquí antes de ir a ninguna otra parte.
Dicho esto empujó a Quintín al medio de la calle. El frío de la noche le despejó la cabeza. Aún no había amanecido, el cielo estaba limpio y puro; la luna, ya baja, tocaba en el horizonte.