EN DONDE EL SEÑOR DE SABADÍA ABUSA DE LAS PALABRAS Y DEL VINO
En la calle de Librerías, ya cerca de la cuesta de Luján, en una rinconada, había hace años un taller de platero, con su tienda establecida en el portal de la casa, un estrechísimo escaparate, en el que se exhibían unos cuantos rosarios, anillos, medallas y cruces, una muestra mezquina y medio borrada con este letrero: «Taller de Salvador», y en el extremo de la muestra, a modo de enseña, una romana de cartón.
Salvador, el dueño de este taller de platería, era un hombre rico, soltero, que había vivido durante muchos años con una hermana, hasta la muerte de ésta.
En la época de mi relato, don Andrés, así se llamaba el platero, era un hombre de unos sesenta años, pequeño, afeitado, con el pelo blanco, las mejillas sonrosadas, los ojos claros y la boca sonriente. Parecía una medalla de plata.
Con su cara dulce, de beato, don Andrés era en el fondo un egoísta; de poca inteligencia y poco corazón, la vida le acobardaba; se le figuraba que las cosas marchaban demasiado de prisa, y era, por tanto, enemigo de todo lo nuevo. Un cambio cualquiera, aunque fuese beneficioso, le molestaba profundamente.
—Hasta ahora hemos vivido así —solía decir—, y no veo la necesidad de que se varíe.
En su oficio, don Andrés Salvador era igualmente rutinario; no tenía más que alguna habilidad para trabajos de paciencia. De su casa salían por gruesas los rosarios, cruces, medallas y sortijas, pero todo lo elaborado en su taller era siempre igual, sin cambio ni mejora, del mismo gusto barroco y decadente.
Además de rutinario, don Andrés era la desconfianza en persona; no quería que nadie le viese trabajar. Entonces todavía el repujado era algo misterioso, que tenía sus secretos, y el platero, para que nadie sorprendiera los suyos, cuando iba a labrar algo de importancia, se encerraba en su cuarto, y allí hacía su obra sin que nadie le viese.
Una mañana en que don Andrés estaba asomado a la puerta de su tienda, vio acercarse a él una muchacha que venía corriendo por la calle de la Feria perseguida por una vieja.
Su instinto de hombre de orden hizo salir a don Andrés y detener a la muchacha.
—Déjeme usted, señor —gritó ella.
—No. ¿Es tu madre la que te sigue?
—No, no es mi madre —y la muchacha comenzó a llorar desconsoladamente, y con voz entrecortada contó que había estado enferma durante algún tiempo en un casuco de la calle de la Feria, y que al ponerse buena, el ama del casuco la quería obligar a quedarse allá de pupila, y ella se había escapado.
Tras de la muchacha se había acercado la vieja, y como un grupo de chiquillos comenzara a formarse a la puerta del taller, el platero hizo pasar a las dos mujeres adentro.
Preguntó a la vieja si era cierto lo que contaba la muchacha, y la Celestina, confusa, contestó que sí; pero se defendió diciendo que ella retenía a la muchacha porque ésta no le pagaba lo que con ella se había gastado en medicinas durante su enfermedad, y en refajos, medias y enaguas para vestirla.
Comprendió el platero que se trataba de una explotación infame, y, fuera porque le indignó esto, fuera porque le conmovió el aspecto de la muchacha, el caso es que, con más energía de la por él acostumbrada, dijo:
—Veo, señora Consolación, que trata usted de explotar a esta niña de mala manera. Déjela usted en paz, que ella le devolverá las ropas, y váyase usted a su casa, porque si no voy a avisar a la justicia y va usted a dar con sus huesos en la cárcel.
La vieja, que sabía la influencia y el prestigio que gozaba el platero en el barrio, volvió a lamentarse del perjuicio grande que le ocasionaban, pero don Andrés cortó la cuestión, diciendo:
—O se va usted, o llamo al alguacil.
La Celestina no dijo una palabra más, se ató el pañuelo de la cabeza al cuello, como si se quisiera estrangular con él, y se largó lanzando maldiciones calle abajo.
Quedaron solos en la tienda la muchacha y el platero. Éste siguió con la vista a la vieja, que fue por la calle de la Feria chillando entre la chacota de la gente que salía a los portales, y cuando la perdió de vista, dijo a la muchacha:
—Ahora puedes marcharte. Se ha ido ya.
La muchacha, al oír esto, comenzó nuevamente a sollozar.
—¡Por Dios! ¡No me despida usted, señor! ¡Por Dios!
—Yo no te despido. Puedes estar un rato todavía si quieres.
—No, déjeme usted estar aquí. Usted es bueno. Le serviré de criada, aunque no me dé usted nada.
—No, no me conviene —replicó el platero.
Entonces la muchacha se arrodilló en el suelo, y con los brazos abiertos exclamó:
—¡Señor! ¡Señor!, déjeme usted quedarme aquí.
—No, no. ¡Levántate! No hagas tonterías.
—Pues si me mato —gritó ella irguiéndose— usted tendrá la culpa.
—Yo no.
—Sí, usted —y la muchacha, cambiando de tono, añadió—: Pero usted no quiere que me vaya. Usted no me echará, me dejará vivir aquí; yo le serviré, le cuidaré, seré su criada y no me dará usted nada, y le daré las gracias y rezaré por usted.
—Pero, ¿qué va a decir la gente? —murmuró don Andrés, que veía una complicación en su vida.
—Yo le juro a usted por la virgen del Carmen —exclamó ella— que no he de dar que hablar, que nadie me verá. ¿Me deja usted vivir aquí, verdad?
—¡Qué remedio! Le pones a uno el puñal en el pecho. Ensayaremos. Pero te advierto una cosa, que a la menor falta que note, con que me digan nada más que un hombre ha rondado la casa, te despido inmediatamente.
—No la rondará nadie.
—Entonces ahora mismo te daré yo unos vestidos viejos, y envías ésos a casa de la señora Consolación, e inmediatamente a trabajar a la cocina.
Así se hizo, y la Fuensanta, porque aquella muchacha era la Fuensanta, la hija del Mojoso, entró a servir en casa del platero, y fue, como había prometido, formal, sumisa, silenciosa y trabajadora.
Poco a poco el platero se encariñó con ella; la hermana de don Andrés había sido un basilisco, una solterona de genio malhumorado y violento, y sus malos humores los pagaba siempre él. La Fuensanta tuvo para el viejo atenciones y delicadezas a las cuales no estaba acostumbrado; el hombre se veía a la vejez en un ambiente de cariño y de respeto.
—Mira —le dijo una vez don Andrés— tú estás mal separada de tu hijo. Tráete el chico aquí.
Fuensanta marchó a Obejo, y al día siguiente estaba de vuelta con el chico. Tenía éste tres años, y era un salvaje completo. La Fuensanta, que comprendió que una criatura tan montaraz no agradaría a un hombre tan ordenado y meticuloso como el platero, lo tuvo siempre apartado, en la azotea, en donde el chiquillo pasaba las horas muertas jugando.
A los tres años de estancia en casa de don Andrés Salvador, la Fuensanta se casó.
Entre los comisionistas y buhoneros que se surtían en casa de don Andrés, había un joven, Rafael de nombre, a quien daban el apodo de el Pende.
Este Rafael era entonces un muchacho esbelto, gracioso, de unos veintitantos años; tenía fama de tumbón, primeramente por ser del barrio de Santa Marina, y, además, por ser hijo de Matapalos, uno de los hombres más gandules de Córdoba.
Matapalos, miembro distinguido de la dinastía de los Pendes, era carpintero, y tan malo, según decían, que no sabía hacer más que cuñas, y ninguna le salía derecha.
El Pende hijo, a pesar de su fama de vago, trabajaba; se había metido a buhonear por los pueblos; vendía collares y rosarios por toda la tierra alta, y compraba, allí por donde pasaba, oro viejo y galones.
Era este muchacho fastuoso y elegante, y casi todo el dinero que tenía se lo gastaba en alhajas y en vestir bien.
—Yo prefiero lucir una prenda a comer —decía.
Rafael, o el Pende, como usted quiera, comenzó de pronto a cortejar a la criada. Ella le paró los pies de buen modo, pero él se creció al castigo, y ella, viendo que el hombre insistía, le contó la historia de su desgracia.
El Pende pasó por todo. Estaba encaprichado, o veía en aquella mujer algo que los demás no habían visto; pues no teniendo ella dinero, ni posibilidad de herencia, no cejó en sus pretensiones hasta que consiguió convencer a la Fuensanta de que se casara con él.
«Ahora hay que convencer al amo —dijo la Fuensanta después de quedar de acuerdo con su novio—, porque si él se opone, yo no me caso.»
Lentamente, Insinuándose, fue la Fuensanta preparando el terreno un día y otro día. Dejándose caer, sugirió la idea del matrimonio al platero, hasta que el mismo don Andrés llegó a aconsejar a su criada que se casara y le indicó las ventajas que tendría uniéndose con Rafael.
Se casaron, y fueron a vivir a una buhardilla próxima a la azotea. El platero les cedía la buhardilla a gusto, pues le asustaban los ladrones y le convenía tener un hombre joven en la casa, que pudiese cuidarla.
Siguió la Fuensanta sirviendo como antes. El Pende salía a viajar, había conseguido del platero ventajas en las comisiones, y el viejo y él se entendían admirablemente.
La Fuensanta comenzó a ver en su marido un colaborador útil. Era el hombre inteligente y sagaz; tenía una ambición dormida, que se despertó en él al casarse, con verdadera violencia.
El chico fue un obstáculo para la tranquilidad de todos. Era Quintín torpe, bruto, orgulloso y enredador.
A los dos años de matrimonio la Fuensanta tuvo un hijo, a quien llamaron Rafael como a su padre. Quintín no le podía ver al chico, y esto provocó el odio del Pende por su hijastro.
Quintín no iba a la escuela, ni sabía nada. Salía andrajoso a jugar en la calle con granujas y manteses. Un día el Pende, al ver a Quintín entre gitanos, lo cogió, lo llevó a casa, y dijo a su mujer:
—Con este chico hay que tomar una determinación.
—Sí, hay que hacer algo —repuso ella.
—¿Por qué no preguntas al señor por si él sabe de una escuela que no cueste?
La Fuensanta habló al platero, quien la escuchó atentamente.
—¿Sabes lo que vamos a hacer? —dijo don Andrés.
—¿Qué?
—Enterarnos de la familia de su padre. ¿Cuánto tiempo hará que lo mataron?
—Siete años.
—Bueno, pues yo me enteraré.
En la misma calle, esquina a la Espartería, en una casa en cuyo chaflán hay una cruz de hierro, habitaba un capitán de migueletes retirado, don Matías Echavarría. El platero fue a visitarle, contó lo sucedido en la Venta de la Encrucijada, y preguntó al capitán si recordaba el suceso y si sabía el nombre del protagonista.
—Sí —dijo don Matías—. El muchacho ese que se echó al campo y que mataron camino de Pozo Blanco, era hijo del marqués de Tavera. Cuando ocurrió la cosa, se echó tierra al asunto, y se dijo que había muerto a consecuencia de la caída de un caballo, y nadie llegó a enterarse.
El platero, al volver a su casa, no dijo nada a Fuensanta y, encerrado en su despacho, escribió una carta al viejo marqués, dándole cuenta detallada de los hechos, y diciéndole cómo un nieto suyo vivía en su modesta casa.
La contestación se hizo esperar. Al cabo de dos semanas, don Andrés recibió un recado del marqués diciéndole que fuera Fuensanta a su casa para hablar con él, y que llevara al niño.
Fuensanta arregló lo mejor que pudo a Quintín, y fue con él al palacio del marqués. El viejo recibió muy amablemente a Fuensanta, le hizo contar su historia, acarició al niño, y murmuró varias veces:
—Es igual, igual que él. —Después añadió, dirigiéndose a la madre—: ¿Usted estará en situación apurada?
—Sí, señor marqués.
—Bueno. Tome usted ahora cien duros. Ya veremos lo que hacemos con el chico.
Contó la Fuensanta a su marido lo que había pasado en casa del marqués, y el Pende se apoderó inmediatamente de los cien duros.
Tenía él ahorrado otro tanto, y creyó que había llegado el momento de realizar sus planes de establecerse. Eectivamente, poco después alquilaba una tienda de la calle de la Zapatería…
—¿Qué le pasa a usted, don Gil? —preguntó Quintín viendo al narrador que buscaba algo con la vista.
—Que no me echa usted vino.
—Si no queda nada.
—Pues llame usted a sor Patrocinio.
—¿Qué quiere usted, don Gil? ¿El Falerno? ¿O nos dedicamos ahora a las viñas de Calés?
—No, no; Montilla.
—¿Y no podríamos cambiar?
—¿Mezclar un vino con otro? Nunca. Es muy peligroso. ¿Pero llama usted a esa vieja, o no? Porque si no, no sigo la historia.
Sígala usted, don Gil —dijo la señora Patrocinio abriendo la puerta y colocando dos botellas encima de la mesa—. Estaba ahí fuera medio dormida, y me he entretenido oyendo lo que usted contaba.
—¡Eh! —exclamó don Gil—. Si tendrá este gachó aquel de historiador, cuando hasta la misma sor Patrocinio viene a escuchar su historia. Dejadme remojar la garganta. Voy allá, señores, voy allá.