LUCHA EN UN OLIVAR
Unos días después, al alborear la mañana, tornaba el Mojoso desde Córdoba para su ventorro, cuando en la revuelta de un camino se encontró con una pequeña tropa formada por seis hombres, de los cuales cinco eran migueletes y el otro un joven de aire elegante.
El Mojoso, a quien no le gustaban los malos encuentros, picó su cabalgadura para adelantar camino a las tropa y meterse por la sendas; pero el jefe, que tenía insignias de sargento, al notar la intención del ventero, le llamó gritando:
—Eh, buen hombre, espérese un instante.
El Mojoso detuvo su burro y preguntó malhumorado:
—¿Qué hay?
—Hay que tenemos que decirle a usted una palabrita.
—Pues con oírla nada se pierde.
—Usted es el dueño de la Venta de la Encrucijada, ¿verdad?
—Sí, señor; ¿qué más?
—Que no corra mucho el amigo, porque tenemos gana de acompañarle.
—¿Van ustedes a Pozo Blanco?
—No, señor.
—¿A Obejo, quizás?
—Tampoco. Vamos a la Venta.
—¡A la Venta! —exclamó el Mojoso sobresaltado—; ¿y a quién buscan en mi casa?
—Buscamos al Marquesito.
—¿Al Marquesito? ¿Qué Marquesito?
—¿No le conoce usted?
—¡Palabra! Que me muera si no digo la verdad.
—Pues parece que la hija de usted le conoce muy bien —contestó con sorna el miguelete.
Se oscureció el rostro del Mojoso, que ya de por sí no tenía nada de claro, y mirando al sargento de través, murmuró con voz sorda:
—O ha dicho usted demasiado, o ha dicho demasiado poco.
—He dicho lo necesario —contestó el militar con dureza.
Calló el Mojoso, arreó su borriquillo y siguieron al ventero los migueletes y el joven caballero desconocido.
Ya el sol se derramaba por la sierra; a lo lejos se veía una serie de colinas bajas y la Venta de la Encrucijada, próxima al barranco, en medio de un rasillo verde.
Llegaron al pie de la Venta, bajó el Mojoso de su borrico y comenzó a golpear furioso el portón. Llamaba frenético con pies y manos.
—¡Abrid! ¡Abrid! —gritaba impaciente.
—¿Quién es? —dijeron de adentro.
—Yo; —Y el Mojoso soltó un rosario de blasfemias de rabia.
Chirrió un cerrojo, se abrió el portón y apareció en el umbral la Temeraria medio desnuda.
—¿Por qué no has abierto antes? —vociferó el Mojoso.
—¿Pues qué hay? —preguntó ella echándose un refajo por encima de la cabeza y sujetándolo en la cintura rápidamente.
—Algo muy grande. ¿Hay viajeros en casa?
—El joven que estuvo hace unos días ha pasado la noche en la venta.
El caballero desconocido y el jefe de los migueletes cambiaron una mirada de inteligencia. El Mojoso entró en su casa y la Temeraria marchó tras él.
—Mira si hay un caballo en la cuadra —dijo el sargento a uno de los migueletes—, y si hay, tráetelo aquí.
Desmontó el soldado entró en la cuadra y volvió al poco rato trayendo del cabezal un caballo.
La Temeraria, que oyó el ruido, le salió al paso al soldado.
—¿A dónde lleva usted el caballo? dijo.
—Ha mandado el sargento que se saque fuera.
—¿Para qué?
—Para que no se escape ese hombre que está aquí.
—¿Pues qué ha hecho ese joven? —preguntó la Temeraria mirando despreciativamente al soldado.
—Ese joven ha matado a un hombre en Córdoba hace un mes.
En esto el ventero, que se había internado en la casa, volvió al zaguán dando gritos:
—Y Fuensanta, ¿dónde está? —preguntó a su mujer.
—Estará en su cuarto.
—No está.
—¿Que no está?
—No. Lo acabo de ver.
El Mojoso y la Temeraria se miraron de un modo furibundo y se entendieron.
Entretanto, el sargento, seguido de uno de sus soldados, tomó por la escalera arriba hasta llegar al desván. Al ruido que hicieron con las botas y las espuelas, el perseguido debió comprender la asechanza; se oyó el golpe de un cuerpo que se lanzó contra la puerta, luego el correr de un cerrojo y después un murmullo de voces.
El sargento desenvainó el sable, se acercó a la puerta tras de la cual habían sonado las voces y la golpeó con la empuñadura de su arma.
—Abran a la Justicia —dijo con voz de trueno.
—Espere usted, que me estoy vistiendo —contestaron del interior.
Pasó un minuto, y el sargento, impaciente, exclamó:
—Bueno, vamos. Abra usted la puerta.
—Espere usted un instante.
—Nada, no espero más. Abra usted. Le prometo no hacerle daño.
—Las palabras son aire y todas se las lleva el viento —replicó la voz del perseguido irónicamente.
—¿Abre usted o no?
—No, tiene pena de la vida el que diga otra cosa. Aquí me han de matar.
Echó a correr el sargento, bajó las escaleras de tres en tres, a riesgo de romperse la cabeza, y dirigiéndose a sus soldados exclamó:
—¡Muchachos! Venid arriba con los fusiles. Hay que echar una puerta abajo. Que quede aquí uno de centinela, y si alguien trata de huir, fuego con él.
Dos de los migueletes desmontaron con rapidez, atravesaron el zaguán y, precedidos del sargento, subieron precipitadamente la escalera, llegaron al desván y comenzaron a golpear la puerta con las culatas de sus pesados fusiles.
—¡Ríndase usted! —gritó varias veces el sargento.
Nadie contestaba.
—¡Hala! ¡Pronto! Echad la puerta abajo.
La puerta era nueva y no cedió a los primeros golpes; poco a poco fueron cediendo las tablas, y al último un culatazo formidable hizo saltar el cerrojo…
Entraron los soldados: tendida en el suelo había una mujer medio desnuda. La ventana estaba abierta.
—Se ha escapado por aquí el bribón —dijo uno de los migueletes.
—¡Cristo! No hay que dejarle escapar —gritó el sargento; y asomando la cabeza por la ventana vio a un hombre que corría a campo traviesa, medio oculto entre los olivos. Sin cerciorarse de si era él o no el que perseguía, sacó una pistola del cinto y la disparó.
—Nada, se va. Vamos a darle alcance.
Salieron todos del cuarto; se oyó en las escaleras un estrépito de mil diablos de las botas y de las espuelas; atravesaron el zaguán.
—¡Hala! A montar a caballo —dijo el sargento.
En un instante se efectuó la orden.
—Tú, Aragonés, y tú Segura os ponéis en aquel almiar —y el jefe indicó un gran montón de paja negra—. Vosotros dos dais la vuelta hasta el extremo de este campo, y este caballero y yo iremos a buscar al Marquesito cara a cara.
Se apostaron las dos parejas en los lugares designados y avanzaron por en medio del olivar el jefe de los migueletes y el incógnito caballero.
El Aragonés y Segura fueron los que vieron primero al fugitivo, que marchaba escondiéndose entre los olivos, con una escopeta en la mano. Prepararon los dos migueletes sus fusiles y avanzaron cautelosamente; pero el mozo los vio, se detuvo, echó una rodilla a tierra y esperó. Los migueletes trataron de dar un rodeo y de cercar a su presa; pero a medida que ellos trazaban un círculo, el mozo iba guardándose detrás del tronco de un olivo. Al ver que les burlaba, los dos migueletes avanzaron resueltamente; el Marquesita asomó el cañón de su escopeta, disparó y uno de los caballos, el del Aragonés, cayó herido en un brazuelo tirando al soldado. Segura, el otro miguelete, encabritó su caballo para resguardarse de un tiro; pero el Marquesito le disparó un pistoletazo con tanta puntería, que el hombro cayó al suelo echando sangre por la boca.
Entonces, el mozo comprendiendo que los demás perseguidores acudirían inmediatamente al lugar donde se habían oído los tiros, dio una carrera hasta detenerse al lado de un olivo centenario, de tronco grueso y deforme, cuyas raíces enroscadas parecían un manojo de serpientes. Aprovechó aquel momento de descanso para cargar la escopeta y la pistola, y esperó. De pronto sonó un tiro a su espalda y se sintió herido en una pierna. Se volvió rápidamente y vio al sargento y al caballero, que se acercaban a él a caballo.
—Cara os va a costar mi muerte —murmuró con rabia el Marquesito.
—Ríndete —gritó el sargento, y se acercó al fugitivo al trote de su caballo.
El Marquesito esperó, y cuando se hallaba a vente pasos el sargento, le disparó la escopeta y le atravesó de un tiro.
—¡Eh, muchachos! —gritó el sargento—. Está ahí. ¡Matadle! —Luego se llevó la mano al pecho, comenzó a echar sangre por la boca y se desplomó, del caballo, murmurando—: ¡Ay, Jesús! A mí ya me ha matado.
Un pie del sargento quedó enredado en el estribo, y el caballo espantado, arrastró por el suelo el cadáver del jinete durante algún tiempo.
—Ahora ven tú, ¡cobarde! —gritó el Marquesito dirigiéndose al caballero.
Pero éste había vuelto grupas y no encontraba tierra bastante para huir.
El mozo comenzó a creerse en salvo: manaba la sangre abundantemente por la herida; se sacó el pañuelo del cuello y con él se ató fuertemente la pierna. Luego volvió a cargar sus armas, y cojeando, con lentitud, guareciéndose entre los olivos, mirando a un lado y a otro, fue avanzando.
Al aparecer en una plazoleta que formaba un espacio vacío de árboles, vio a uno de los migueletes en acecho. Quizás era el último que seguía la partida.
Perseguidor y perseguido, al verse, se guarecieron inmediatamente Iras de los árboles. El miguelete disparó; una bala pasó silbando por encima de la cabeza del Marquesito; éste apoyó la escopeta en el tronco de un árbol, disparó también y el morrión del soldado cayó a tierra.
Uno y otro se escondieron para cargar sus armas, y durante más de un cuarto de hora siguieron tiroteándose, sin decidirse ninguno a entrar en el raso descubierto.
El Marquesito empezaba a desfallecer por la pérdida de sangre y se decidió a jugar el todo por el todo.
«Vamos a ver si esto se acaba», murmuró entre dientes, y cojeando avanzó resuelto y cara a cara hacia el soldado, y a pocos pasos le disparó su escopeta a quemarropa, y luego, inmediatamente, la pistola.
Al ver que no había caído, que el enemigo estaba de pie, intentó huir, pero le faltaron las fuerzas. El miguelete entonces apuntó e hizo fuego. El Marquesito cayó de bruces; estaba muerto. La bala le había entrado por la nuca y salido por un ojo, haciéndole estallar el cráneo.
—Era un valiente —murmuró el soldado contemplando el cadáver; luego se arrodilló junto a él y registró sus ropas; envolvió el reloj, la cadena, los botones de la chorrera y el dinero en un pañuelo, le hizo un nudo y se dirigió al ventorro.
Al acercarse se oía una voz que gritaba desesperadamente:
—¡Ay, madre! ¡Ay, madre! ¡Ay, madre de mi alma!
En el raso de la ventana estaba Fuensanta medio desnuda, lívida, con la cara amoratada por los golpes que le había dado su padre. Gemía la muchacha, en el suelo llena de terror. La Temeraria, con los brazos levantados trágicamente, gritaba:
—¡Nos has deshonrado! ¡Nos has deshonrado!
La otra hija del ventero miraba desde la puerta a su hermana arrastrándose por el suelo, molida a golpes.
—No le pegue usted así a la muchacha —dijo el miguelete.
—¡Que no la pegue! —vociferó el Mojoso—. No, ya no le voy a volver a pegar; —y agarrando del brazo a su hija y empujándola brutalmente gritó:
—Vete y no vuelvas.
La muchacha, aturdida, ocultó el rostro entre las manos, y echó a andar la pobrecilla, llorando sin darse cuenta de lo que hacía ni a dónde iba…
Meses después, una mujer de un molino de Obejo se presentó al Mojoso diciendo que la Fuensanta había tenido un hijo, que deseaba ser perdonada y volver al hogar; pero el ventero dijo que la mataría si se presentaba por allá…
—¡Canalla! ¡Bandido! —exclamó Quintín dando un puñetazo en la mesa.
—¿Canalla quién? —preguntó el Sr. Sabadía extrañado.
—Ese Mojoso, indecente ladrón… Le deshonra su hija porque ha querido a un hombre, y él no se deshonra robando a todo el mundo.
—Es distinto.
—¡Sí, es distinto! —gritó Quintín furioso—. Para estos hidalgos de España es distinto; para todos esos hambrones, cursis, petulantes, el honor de las mujeres está más abajo del estómago. ¡Imbéciles!
—Veo que se apasiona usted —dijo riendo don Gil—. ¿Le interesa a usted la historia?
—Mucho.
—¿Sigo?
—Ya lo creo.
—Entonces llame usted a la señora Patrocinio y que traiga más botellas de vino, porque tengo la garganta seca.
—Pero usted es un tonel, querido don Gil.
—Sí, soy el tonel de las Danaides. Llame usted.
—¡Señora Patrocinio! ¡Señora Patrocinio! —gritó Quintín.
—¿No viene?
—No. Estará dedicada a la hechicería. Quizás ahora esté quemando en la hoguera mágica el sicomoro arrancado de los sepulcros.
—O el ciprés fúnebre y las plumas y huevos de mochuelo empapados en sangre de sapo —repuso don Gil.
—O las yerbas venenosas de las que se crían con abundancia en Voleos y en la lejana Iberia —siguió diciendo Quintín.
—O los huesos arrebatados de la boca de una perra hambrienta —añadió el arqueólogo.
—¡Señora Patrocinio! ¡Señora Canidia! —gritó Quintín.
—¡Señora Patrocinio! ¡Señora Canidia! —vociferó el Sr. Sabadía.
—¿Pero qué quieren ustedes? —preguntó la vieja entrando de pronto en el cuarto.
—¡Ah! ¡Estaba aquí! —exclamó Quintín.
—¡Estaba aquí! —repitió el Sr. Sabadía—. Queremos unas botellas más.
—¿De qué quieren ustedes?
—Yo creo, venerable anciana —saltó Quintín—, que a mi amigo lo mismo le da que sean de las viñas de Falerno, que de las de Formio o de las de Cécubo, con tal que sea vino; ¿verdad, don Gil?
—Cierto. Veo que es usted un joven sagaz. Saca, pues, venerable anciana —dijo el arqueólogo dirigiéndose a la señora Patrocinio—, saca sin miedo ese excelente vino de cuatro años que tienes tan guardado en cántaros sabinos.
La vieja trajo dos botellas; Quintín llenó el vaso de don Gil y luego el suyo; lo vaciaron ambos, y el señor de Sabadía reanudó su relato en estos términos: