EN DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UN VENTORRILLO
A principios del siglo pasado, y como a mitad de camino entre Pozo Blanco y Córdoba, en uno de los repliegues de Sierra Morena, sobre un pradillo fértil próximo a un olivar, se levantaba un ventorro denominado el Ventorro de la Sangre.
Su nombre procedía de una colisión sangrienta habida allí en tiempo de la francesada entre dragones y guerrilleros.
El terreno donde se asentaba el ventorro era un rasillo siempre verde, limitado por altas chumberas, próximo a un barranco, y cercano a un olivar, en el cual se advertían ruinas, vestigios de fortaleza y de atalaya. Este terreno pertenecía a un lugar metido en lo más áspero y quebrado de la sierra, y su nombre ahora no hace al cuento.
No era el ventorro muy grande ni muy espacioso; no tenía calidad de parador, ni aun siquiera de venta. Su fachada, de cinco a seis metros de larga, enjalbegada de cal y agujereada por la puerta y tres ventanucos, daba a un mal camino de herradura sembrado de piedras sueltas; su tejado terrero se torcía hacia el suelo y se unía al de un cobertizo, en donde se hallaban las cuadras, el pesebre y el pajar.
Se pasaba la puerta de entrada del ventorrillo, en cuyo dintel colgaba un manojo de sarmientos, lo cual indica, para que usted lo sepa, que en la casa así adornada se vende zumo de uva, y se entraba en un zaguán miserable que era, además, cocina, despensa y a las veces dormitorio.
Allá, por los años de 1838 al 1839, era dueño del Ventorro de la Sangre, un hombre llamado el Cartagenero, de quien malas lenguas aseguraban haberse licenciado, y no de filosofía, en una universidad con alcaides por profesores y cabos de vara por bedeles. La verdad nadie la supo, indicios claros no había de la mala conducta del ventero; el hombre pagaba bien, se portaba como se portan los hombres, y era capaz, si se terciaba, de prestar un servicio a cualquier cortijero vecino.
Demostraba el Cartagenero, en su conversación amena y entretenida, haber viajado por muchas partes, por tierra y por mar; conocía los negocios del mesonaje, que tienen sus secretos como todas las cosas del mundo; no robaba mucho; era trabajador, sensato, hombre de bien, y si llegaba la ocasión, bragado, juncal y valiente.
Venía el Cartagenero al parecer huido, y esta misma condición suya le hacía ser muy reservado y taciturno y nada fisgón, y poco amigo de meterse en la vida de nadie.
A los seis años de estar regenteando la venta, el Cartagenero arrendó un molino de aceite; luego instaló una tejera, y con su actividad y perseverancia en el trabajo lo iba sacando todo adelante, cuando un día, aciago para él, cargando un carro de ladrillos cayó con tan mala suerte, que dio con la cabeza en la rueda de hierro y quedó muerto en el acto.
Desde aquel mismo día el ventorro comenzó a llevar muy mala marcha; la Cartagenera no quiso seguir en el arriendo del molino por no poder atenderlo, según decía; abandonó también el tejar por el mismo motivo y descuidó la venta sin pretexto alguno, aunque si no había motivo ni pretexto, había explicación, y ésta era el vicio de la Cartagenera que se daba al aguardiente, y la pereza y la gandulería de las hijas, dos vacas sin cencerro a la cual más bellacas y haraganas.
La mayor de las hijas del Cartagenero se arregló con un tunante fanfarrón de aquí de Córdoba, y la otra, por no ir a la zaga de su hermana, tomó como hombre bueno a un ratero del campo de estos que llaman algarines, y entre el querido de ésta, y el amigo de la otra y el aguardiente de la madre, comenzó la casa a venirse a abajo.
Pronto los arrieros barruntaron la cosa; ya no encontraban por allá, como antes, buen vino, ni una persona diligente que les aviase la comida y les echase el pienso a las caballerías; y esta vez porque el mediero se había marchado renegando, la otra porque el buhonero había tenido una riña, todos los parroquianos fueron desfilando, y al año no se apeaba un alma en la venta, y la madre y las hijas, con sus dos gachós correspondientes, se pasaban la vida insultándose y regañando, tendidos al sol en verano, quemando sarmientos en la chimenea en invierno y lazando en todas las estaciones quejas amargas contra el destino adverso.
Al año de este régimen no quedaba en la casa nada que comer, ni que beber, ni que vender, porque se habían vendido hasta las puertas, y entonces determinó la familia deshacerse del ventorro. Los dos amigos de las hijas vinieron a Córdoba y propusieron el negocio a todos sus conocimientos, ya desesperaban de hacer changa cuando se presentó en el ventorro un granjero de por aquí, conocido por el Mojoso, hombre listo y de chapa y propietario de una recuada de cinco borriquillos muy cucos.
Entró el Mojoso en tratos con la viuda, y por menos que nada se quedó con el establecimiento. Era el Mojoso avisado y comprendió en seguida la situación del ventorrillo, y pensó en los medios conducentes para restablecer el crédito de la casa. Lo primero que se le ocurrió a los pocos días de instalarse en la venta, fue cambiarla el nombre, y a un pintor amigo suyo le hizo poner con letras gordas, sobre la cal de la pared, encima de la puerta, este letrero: «Venta de la encrucijada».
Tenía el Mojoso mujer y tres hijos, uno varón, minero en Pueblo Nuevo del Terrible, y dos muchachas, y con éstas y la mujer se estableció en la venta.
La mujer, a quien llamaban la Temeraria, era una matrona alta y fuerte, trabajadora y decidida; las hijas dos reales mozas, pero demasiado señoritas para vivir en aquel desierto.
El Mojoso era un flamenco aficionado a los toros, dicharachero y un poco fanfarrón. Como hombre que había pasado la infancia en el barrio del Matadero, que es la cátedra del toreo más fino de todo el orbe, sabía distinguir de suertes.
Al principio, el Mojoso no abandonó su recua; eran pocos los rendimientos del ventorrillo y no le pareció oportuno dejar su oficio de harruquero; pero en vez de andar por las calles de Córdoba se dedicó a ir y a venir por los pueblos de la sierra llevando trigo a moler, subiendo útiles de labranza a los cortijos y haciendo una porción de comisiones y de favores que le iban dando amistades por los contornos.
Cuando no tenía encargos ni comisión que hacer, llevaba piedra en sus borricos a su casa y la amontonaba debajo del cobertizo. Al año de esta faena, cuando reunió la suficiente, llamó a un albañil de Córdoba, y bajo su dirección, entre la Temeraria y él y las hijas y un mozo que tomaran de criado, alargaron la casa, la levantaron un piso, la tejaron y la blanquearon.
El Mojoso tuvo que vender la recua para pagar los gastos, y se quedó sólo con un borriquillo. Ya los arrieros iban picando de nuevo en la antigua costumbre de pararse en la venta.
El vino en los primeros meses era puro, y había un pardillo y un clarete que hacía ya muchos años no se conocían por allá. Poco a poco la venta comenzó a cobrar fama; se reunía allí gente animada y alegre; el vino empeoró, según el dictamen de los inteligentes, pero no faltaba bueno si el parroquiano que lo pedía tenía trazas de pagar sin protesta ni reparo el triple o el cuádruple de su valor; durante la matanza había lomo a discreción, y en las demás épocas del año chorizos, morcillas y otros embutidos.
El Mojoso aprendió su nuevo oficio a la carrera. Sin duda el hombre era ladrón a nativitate. Aguaba el vino y juraba en falso, diciendo que era el único puro que se vendía en toda la sierra; echaban pimienta en el aguardiente, sisaba en la cebada y en la paja; embrollaba las cuentas, y siempre salía ganancioso.
Casi todos los días marchaba a la ciudad con su borriquillo con el pretexto de hacer compras; pero la verdad es que su viaje obedecía a algunas instrucciones y órdenes que enviaban a los pobrecitos de la cárcel algunos hombres tímidos que andaban por la sierra trabuco en mano.
La Temeraria sabía ayudar a su marido; era mujer trabajadora y tranquila mientras no se metieran con ella, porque si alguien se atrevía a faltarla, era una loba, más ternejal que Dios. Tenía bastante ánimo para considerar el robo como cosa venial y permitida, y hasta para no encontrar extraordinario que un hombre tumbase a un miguelete y le dejase mascando barro en el suelo.
En fin, que marido y mujer eran los más redomados… mesoneros de por aquellos contornos. En la Venta de la Encrucijada podía pasar la noche con tranquilidad el viajero, y ya fuese hombre de orden o tuviese alguna cuentecilla que ajustar con la justicia, ya fuese comerciante o caballista, podía estar seguro de no ser molestado. Un día…
—Pero antes dígame usted, compadre —preguntó don Gil Sabadía a Quintín—, ¿qué le ha parecido el principio de la historia?
—Muy bien.
—¿Le ha gustado a usted la exposición?
—Ya lo creo. Es usted un maestro.
—Gracias —exclamó don Gil satisfecho—. Por su salud, compadre.
—Por la suya.
—Ahora verá usted lo bueno.
Un día lluvioso del mes de febrero, al anochecer, estaban reunidos en la cocina de la Venta de la Encrucijada una gavilla de arrieros de un pueblo próximo. Hallábanse unos al amor de la lumbre sentados en dos bancos largos que había a los lados del hogar; otros, más lejos del fuego, en sillas y escabeles de pleita y cordelillo.
A la luz del candil negruzco y de las llamas de la candela se entreveía todo el ámbito de la cocina, que era grande, con la enorme chimenea de campana, el techo de vigas torcidas y negras por el humo, el piso de grandes losas y las paredes historiadas con una colección de tapaderas, cacerolas, cucharas de palo y jarras de color sujetas con clavos.
Platicaban los arrieros animadamente esperando la cena que la Temeraria aviaba en aquel momento en dos sartenes repletas de lomo y de patatas; el Mojoso llenaba el celemín de cebada que sacaba de un arcón; echaba luego el grano en un harnero de piel y lo entregaba a un mozo que iba y venía de la cocina a la cuadra.
Era ya al anochecer, llovía si Dios tenía qué, cuando sonaron golpes repetidos en la puerta.
—¿Quién es? —gritó con voz recia el Mojoso—. Que pase quien sea.
Dicho esto, el posadero tomó un farolillo, lo encendió con una tea, cruzó la cocina y se colocó en el zaguán con la luz en alto para ver quién entraba, Era el zaguán estrecho como un corredor; tenía las paredes de tablas, y en ellas, colgando por garabatos de madera, se veían diversas clases de albardas, serones, jáquimas y otros aparejos de cuero, tela y esparto. En el suelo de pedruscos, en cuesta, habían hecho su cama algunos arrieros, que dormían tranquilamente.
Volvieron a llamar en la puerta.
—Adelante —dijo el Mojoso.
Se abrió rechinando la media puerta de tablas, y se presentó en el umbral un hombre envuelto en una manta jerezana empapada en agua.
—¿Hay posada? —preguntó el hombre.
—Hay buena voluntad —contestó el ventero—. ¿Viene usted a caballo?
—Sí.
—Pásele usted. Yo le llevaré a la cuadra. Entre usted por aquí.
Entró el hombre en la cocina.
—¡A la paz de Dios, caballeros! —dijo.
—Él os guarde —contestaron todos.
Se adelantó el recién venido; se despojó de la manta adornada de grandes borlones, y se sentó en una silla de esparto al lado de la lumbre.
La hija mayor del ventero, por curiosidad más que por otra cosa, echó al hogar una brazada seca de jara, que comenzó a arder alegremente, produciendo una llamarada y dejando en la cocina un olor de incienso.
A la luz de las llamas se veía que el recién llegado era un joven de unos veinte años, alto, fuerte, a quien no le apuntaba el bozo todavía. Eran sus trazas de caballero noble y principal; vestía traje corto, calzón ajustado con botones de plata, polainas de clavillos, faja azul, pañuelo de seda de color en el cuello y calañés pequeño y recogido. La huéspeda observó que los botones de la chorrera eran de diamantes.
—Mal tiempo tiene usted para viajar —le dijo.
—Malo es —contestó secamente el mozo sin apartar la vista del fuego.
Los arrieros examinaron en silencio al joven sin decir una palabra; volvió el Mojoso de dejar el caballo, trajo después un saco al hombro a medio llenar que vació en el arca; midió la cebada en el celemín y preguntó al caballero:
—¿Qué le pongo a la bestia?
—Dele usted buena ración.
—¿Le echaré dos cuartillos?
—Sí.
Salió el Mojoso con el harnero en una mano y el farolillo en la otra.
«Éste es —murmuró para su capote— algún nene rico que ha hecho en Córdoba un estropicio. El caballo es hasta allá, la silla recamada. Éste gachó pagará bien.»
El Mojoso era un hombre que sabía su profesión. Convencido de la categoría de aquel señorito, al volver a la cocina con semblante más risueño que de ordinario, le dijo:
—¿Qué apetece su merced de cenar?
—Cualquier cosa.
—¿Necesita cama?
—¿La hay?
—Sí, señor.
—Bueno; entonces dormiré en cama.
—Está bien. Ahora la aviarán.
Sacó la huéspeda una de las grandes sartenes del fuego, echó su contenido en una fuente y colocó ésta sobre una mesita baja.
Se prepararon los arrieros para comer. La Temeraria tomó uno de los candiles negros por la tizne de la tabla de la chimenea, lo encendió, y viendo que no alumbraba bien, se sacó una horquilla del pelo, la clavó en la mecha del candil para despabilarlo y airear la torcida, y hecho esto lo sujetó por la uña del garabato en una viga saliente de la pared.
—Saca vino, Mojoso —le dijo luego a su marido.
El ventero pasó detrás de un mostrador que tenía a la entrada de la cocina, a mano derecha, y desató primero un pellejo, del cual llenó dos grandes botas, luego del otro, con gran cuidado para que no se vertiera el vino, llenó una jarrita de Andújar. Una de las botas grandes la colocó en la mesa en donde se habían sentado los arrieros, quienes charlando esperaban que estuviese aderezada su cena.
La Temeraria arrimó una trébede a la lumbre; poco después vino la hija mayor de la casa con un velón.
—Padre, ya está el cuarto —murmuró.
El ventero, dirigiéndose al mozo, le dijo:
—Puede usted subir, si gusta.
Se levantó el mozo y siguió al ventero, que iluminaba el camino; salieron al zaguán, y uno tras otro, por una empinada escalera, subieron a un granero. El viento soplaba allí fuerte por entre las rendijas del tejado; a la luz oscilante del velón se veían en el suelo montones de nueces, de bellotas, y grandes calabazas colocadas en fila. El Mojoso empujó una puerta blanca, con las maderas recién cepilladas; entró en un cuarto con una alcoba, puso el velón sobre una mesa, y después de despabilarlo con todas las reglas del arte, dijo:
—Ahora le servirán la cena. Si necesita algo llame usted; y retirándose cerró la puerta.
El mozo oyó los pasos del ventero en el sobrado, y al verse solo sacó dos pistoletes de la faja, entró en la alcoba y los escondió en la cama debajo de la almohada; inspeccionó la puerta del cuarto, vio que era sólida con fuerte cerrojo; después abrió una ventana y una bocanada de aire frío hizo oscilar violentamente las llamas del velón. Se asomó a la ventana.
—Esto, sin duda alguna, cae al otro lado del camino —se dijo.
Cerró la contraventana y se paseó de arriba a abajo esperando la cena. El cuarto era estrecho, bajo, enjalbegado de cal, con vigas azules en el techo y una alcoba en el fondo ocupada por una cama cubierta por una colcha roja. Adosada a una pared había una cómoda de caoba con una virgen del Carmen dentro de un fanal, y enfrente un canapé de paja con la madera de caoba. En medio del cuarto había una mesa redonda, y sobre su mantel burdo dos platos, un vaso y el velón. En las paredes había grabados toscos de santos y una escopeta.
El mozo daba pruebas de impaciencia escuchando atentamente los menores ruidos lejanos. Cansado de andar se sentó en el canapé y quedó pensativo contemplando las vigas del techo.
Había transcurrido una media hora de la salida del Mojoso, cuando se oyeron golpes recatados en la puerta. En su ensimismamiento no oyó el mozo hasta la tercera o cuarta vez que llamaban y que una voz decía:
—¿Se puede?
—Adelante.
Se abrió la puerta y entró una muchacha, la segunda hija del ventero, con una fuente en la mano y una jarra de Andújar en la otra.
Se maravilló el mozo al ver una doncella tan linda, y se turbó por completo al verla.
—¿Qué hay? —le preguntó.
—La cena.
—¡Ah! ¿Usted es la hija del dueño de la casa?
—Sí, señor —respondió ella sonriendo.
Colocó la muchacha la fuente sobre la mesa y él se sentó sin dejar de mirarla. Le había hecho una impresión tremenda. La chica era verdaderamente preciosa; tenía los ojos negros en forma de almendra; la tez pálida, y en el cabello, recogido con gracia, negro y lustroso como los élitros de algunos insectos, una flor roja.
—¿Y cómo se llama usted? si se puede saber, prenda —dijo él.
—Fuensanta —contestó ella.
—¡Ah! ¡Se llamaba Fuensanta! —exclamó involuntariamente Quintín.
—Sí. Es un nombre aquí muy común; ¿por qué le choca a usted?
—Nada, nada; siga usted…
—Pues sigo.
Suspiró el mozo, y como la admiración sin duda no le había quitado el apetito, picó con el tenedor las tajadas aderezadas por la Temeraria, y entre sorbo y sorbo del jarro de Andújar acabó de vaciarlo y de pespuntar a toda prisa los trozos del sabroso guisote.
Volvió poco después la muchachita al cuarto para traer el postre al viajero y charlaron. Él la preguntó si tenía novio; ella le contestó que no; él la dijo que si le quería a él; ella respondió que los caballeros no podían querer bien a las mozas pobres que viven en los ventorros, y hablaron un gran rato.
A la mañana siguiente el joven caballero salió de la venta para seguir su camino, y el Mojoso bajó a Córdoba a sus negocios…
—¿Y ese joven, quién era? —preguntón Quintín.
—Espere usted, compadre. Cada cosa a su tiempo. Ahora llene usted los vasos. ¿Qué le parece a usted mi manera de contar? ¿Eh?
—Nada, nada; que es usted un maestro.
—Pues ahora viene lo mejor. Verá usted.