VI

DE UN ENCUENTRO QUE TUVO QUINTÍN EN LAS PROXIMIDADES DEL POTRO

Durante una semana Quintín paseó la calle del Sol de día y noche, buscando una ocasión de ver a Rafaela sin ir a su casa. No le parecía bien volver tan pronto, temía pasar por importuno y le hubiera gustado que una casualidad, más bien aparente que real, pues Quintín rondaba las proximidades del palacio, le hubiese proporcionado un encuentro con Rafaela.

Una noche de enero, tibia, Quintín salió de casa con intención de pasar por delante del palacio de la calle del Sol.

Era una noche hermosa, serena, no se movía ni una ráfaga de viento. La gran faz de la luna brillaba en el cenit redonda, muy alta, y su luz dividía las calles en una zona blanca y otra negra azulada.

Algunas plazuelas parecían cubiertas de nieve, tan blancas estaban las paredes de las casas y las piedras del suelo.

Callejeando, distraído, Quintín se acercó a la Mezquita; sus muros se alzaban sombríos y negros como los de una fortaleza, sobre el dentellado de sus almenas la luna corría vertiginosamente, en el fondo azul velado, del cielo.

«Todo esto tiene algo de sueño», pensó Quintín.

Nadie transitaba por allá y los pasos resonaban fuertes en el empedrado.

Se dirigió Quintín al Potro, para ir hacia la calle del Sol, casi al otro extremo del pueblo, e iba pensando en las mil contingencias favorables o adversas que podían intervenir en sus planes, cuando un chiquillo jorobado se le acercó corriendo, y le dijo:

Zeñorito, una limozna, que eztamos mi madre y yo zin comé.

—¡A estas horas sales a pedir limosna! —murmuró Quintín—. Pues bien que vas a encontrar mucha gente por aquí.

Ez que mi madre ze ha desmayao.

—¿Y dónde está?

—Aquí, en esta calle.

Entró Quintín en un oscuro callejón, y no hizo más que entrar cuando se sintió agarrado por brazos y piernas, luego atado por los codos y vendado con un pañuelo.

—¿Qué hay? ¿Qué quieren de mí? —exclamó Quintín tratando en vano de desasirse—, todo el dinero que tengo lo daré.

Cáyese osté —dijo una voz ronca, con acento gitano—, y véngase con nosotros, que hay arguien que tié que arreglá una cuenta con osté.

—¡Conmigo! Conmigo no hay nadie que tenga que arreglar nada.

Sonsi, compae, y vamos andando.

—Vamos. Quitadme el pañuelo, que yo iré a donde me digan.

—No pue se.

Quintín, al verse así dominado, sintió que la sangre le subía a la cabeza de ira. Echó a andar dando tropezones. A los veinte pasos se detuvo.

—Digo que iré donde sea.

—No señó.

Quintín se asentó bien en la pierna izquierda, y con la derecha soltó uno patada por donde había oído la voz. Se oyó el golpe de un cuerpo en el suelo.

—¡Ay! ¡Ay; —gimió una voz—. Me ha dado en la cadera. ¡Ay!

—O anda osté o le zalto la tapa de los zezos —dijo la voz del gitano.

—Pero, ¿por qué no me quitan el pañuelo? —vociferó Quintín.

—Dentro de un momento.

Quintín siguió andando a trompicones, dieron varias vueltas. Quintín no conocía bastante las calles próximas al Potro para orientarse en su camino. Pasado un cuarto de hora, se detuvieron todos y le hicieron entrar a Quintín en el portal de una casa.

—Aquí traemos a este gachó —dijo la voz del gitano.

—Bueno —repuso otra voz enérgica y altanera—. Soltadle.

—Le ha dejao mu malherío ar Mochuelo —añadió el gitano.

—¿Llevaba armas?

—No, pero le ha dao una patá que lo ha reventao.

—Bueno. Quitadle el pañuelo, que nos veamos las caras.

Quintín sintió que le desataban la venda, y se encontró en un patio delante de un hombrecito pálido y rabio, con un ademán decidido y un calañés en la cabeza. La luz de la luna esclarecía el patio, en las paredes colgaban jardineras y floreros, y arriba, en el espacio limitado por los tejados, resplandecía el azul de la noche, con una veladura lechosa.

—¿A quién me traéis aquí? —exclamó el hombrecito—. Éste no es el sargento.

—Toma. Pue e verdá. Na, que no hemo confundió.

—De buena se ha librado usted, amigo —exclamó el hombrecillo dirigiéndose a Quintín—. Si llega a ser el sargento, a esta hora tendrían que cogerlo a pedazos.

—¡Bah! No sería tanto —dijo Quintín mirando con desprecio a aquel hombrecillo jactancioso.

—¿Que no?

—Claro que no.

—¿Usted sabe con quién está hablando?

—No, y lo más curioso es que no me importa tampoco el saberlo. Pero si quiere usted que nos rompamos el alma los dos, a solas, venga usted conmigo y veremos si le toca a usted la de ganar o la de perder.

—Yo no pierdo nunca, joven.

—Ni yo tampoco —contestó Quintín.

—A este mosito —replicó el gitano— habrá que dale una lisión pa enseñale a hablá a las personas de caliá.

—Tú, Cantarote, te callas —dijo el hombrecillo del calañés—. Este caballero es un hombre, y habla como los hombres, y ahora mismo nos vamos a tomar aquí unas copas para celebrar la conocencia.

—Eso es hablar —repuso Quintín con cierta sorna.

—Pues vamos adelante. Venga usted por acá.

Entró el hombrecillo por una puerta, le siguió Quintín, bajaron tres o cuatro escalones, y por un corredor aparecieron en un bodegón negro, apenas iluminado por varios candiles que colgaban del techo de unos alambres. Alrededor de una mesa larga y pringosa, sentados en bancos, se amontonaban más de una docena de personas, de las cuales la mayoría jugaba al rentoy, y otros bebían y charlaban. Al entrar en el bodegón, Quintín y el hombrecillo del calañés se dirigieron a una mesilla y se sentaron uno frente a otro. El candil negruzco, colgado por un alambre de una viga del techo, destilaba gota tras gota un aceite verdoso que caía sobre la mugrienta mesa.

El hombrecillo mandó traer al tabernero dos vasos de vino blanco, y mientras llegaba, Quintín lo observó atentamente. Era un tipo rubio, pálido, con los ojos azules y las manos finas, blancas y bien cuidadas. A la mirada escrutadora de Quintín contestó él con otra fría, clara, componiendo su actitud.

En esto un hombre feúcho y raro, que hablaba a borbotones enseñando unos dientes de caballo, grandes y amarillos, acercándose a la mesa, dijo al compañero de Quintín:

—¿Quién es este pipi, señor José?

—Este pipi —contestó el otro— es un gachó terne, ¿sabes tú?, que se las puede ver con Dios.

—Pues más vale así.

Quintín contempló sonriendo al que le había llamado pipi. Era un tipejo de edad indefinible, afeitado, entre barbero y sacristán, de tan poca frente que el pelo le servía de cejas, y con una mandíbula de simio.

—Y este punto, ¿quién es? —preguntó Quintín a su vez.

—¿Éste? Éste es un sinvergüenza muy mayor. Aquí anda rondando por si le dan algunas perras gordas de barato. Aunque viejo y mohoso, siempre le verá usted con mozas de partido y gente alegre. Pregunte usted en todo Córdoba por Currito Martín, y en todas partes sabrán decir quién es.

—En todas no, señor José —replicó Currito, que había escuchado impasible el panegírico, accionando con una mano de dedos sarmentosos—. Si le pregunta usted al obispo por mí, no me conoce.

—Pues yo le hubiera tomado a este señor por un sacristán —dijo Quintín.

—Sacristán de las mirlas y de las garduñas soy yo, para que usted lo sepa —dijo Currito picado—. A mí no me conocen más que en las tascas, en los casucos de la calle de la Feria, y en la Higuerilla.

—Y tienes bastante —dijo uno de los jugadores.

—Eso es verdad.

Dos mozos espectadores del juego se levantaron del banco y comenzaron a embromar a Currito. Era el bellaco socarrón y amigo de burlas, y contestó con gran cinismo a las pullas que le dirigieron.

—¡Vaya una boquilla de ámbar, Currito! —le dijo uno de ellos.

—Del marqués —contestó él.

—¡Vaya una capita, gachó! —dijo el otro volviendo los embozos de la capa que llevaba el truhán.

—Del marques —volvió a repetir él.

—Este Currito —dijo el señor José— no tiene ni pizca de vergüenza: vive hace mucho tiempo de su mujer, que está enredada con un marqués, y hace alardes de cinismo. Pero a veces es buena persona. Ven acá, Currito.

Currito se acercó a la mesa.

—¿Qué necesidad tienes tú —preguntó el señor José— de alardear de tu vergüenza? Delante de mí no vuelvas a hacer eso. ¿Estamos? Porque te desuello.

—Está bien, señor José.

—Anda, toma una copa, y mira luego si por ahí, en los cuartos, está la Generosa.

Vació Currito el vaso de vino, se limpió los labios con el dorso de la mano, y salió del bodegón.

—¿Usted es extranjero? —preguntó el señor José a Quintín.

—Me he educado fuera de España.

—¿Y va usted a estar mucho tiempo en Córdoba?

—Creo que sí.

—Pues me alegro, porque me es usted simpático.

—Muchas gracias.

—Yo le diré a usted quién soy, y si después de saberlo no le parece mal, seremos amigos.

—Y antes también.

—No, antes no. Yo soy Pacheco el caballista; vamos, Pacheco el bandido. Ahora, si quiere usted ser amigo de Pacheco, aquí está mi mano.

—Aquí está la mía.

—Vaya, que es usted un mozo templado —exclamó Pacheco—. Así me gusta a mí la gente. Juncal. Oiga usted. Cuando me necesite usted para algo, aquí me tiene usted, en la taberna del Cuervo. Ahora vamos a ver qué dice esta gente.

Se levantó Pacheco, y tras él Quintín, y se acercaron a la mesa de los jugadores.

—¡Hola, Pajarote! —dijo Pacheco al que llevaba la banca.

—¡Hola, señor José! ¿Estaba usted ahí? No le había visto.

—¿Qué hay por Sevilla y por la tierra baja?

—Nada, aburrición nada más. Todo está parado con el hambre y la miseria, y aquí está uno con estos malage, que le llevan a uno hasta el resuello, y ya empieza uno a renegar hasta del mismísimo San Rafael.

—Ya ha echado usted a perder el credo, compadre —dijo uno de los jugadores arrojando las cartas con rabia—. ¿Qué necesidad tenía usted de meterse con el ángel? Pues, mire usted, ya no juego.

Pajaróte sonrió. Era un truhanazo, tahúr, y le convenía pasar siempre como desgraciado mientras iba limpiando de monedas a los amigos. Repartió las cartas.

—Envido —dijo un hombre bizco, con un ojo más alto que el otro, a quien llamaban Charpaneja, con una voz aguda de jorobado.

—Envido seis —repuso roncamente un piconero apodado el Torrezno.

Se tiraron más cartas, y ganó, como antes, Pajarote.

—Yo no quiero jugar —chilló Charpaneja.

—¿Y por qué? —preguntó el banquero.

—Porque todas tus jugadas son de farol.

—Es que tiene usted poco ánimo —repuso fríamente Pajaróte—; usted ha tenido salida de potro cordobés y parada de burro manchego.

En esto entró Currito, y acercándose al señor José. José, le dijo:

—No ha venido la Generosa. Los que están ahí en un cuarto de al lado son la señora Rosario con dos niñas y don Gil Sabadía.

—Pues vamos allá —dijo Pacheco.

Salieron él y Quintín de nuevo al patio, y entraron en un cuartito iluminado por un velón puesto sobre una mesa redonda. A la luz del velón se veía una vieja estantigua de nariz de gancho y barba con lunares, dos muchachas con flores en el pelo y un señor melenudo y barbudo ya machucho.

—¡A la paz de Dios! —dijo al entrar Pacheco—. ¿Cómo van don Gil? Buenas noches, señora Rosario, ¿qué hay de nuevo?

—Nada; aquí hemos venido a que tomen algo estas niñas.

—Diga usted esos pimpollos —interrumpió Currito.

—Muchas gracias, Currito —dijo una de las muchachas riendo.

—Niña —exclamó Pacheco—, tenga usted mucho cuidado con Currito, porque Currito se las trae.

—¡Éste! —replicó la vieja—. Éste está ya en la comparsa de los desmayados.

—Yo estoy como el guía antiguo de la mezquita —repuso el aludido— que cuando me veía me solía decir «A ver si me da usted un trajecito viejo, que estoy más en ánima que resucitado».

—¡Jesús! ¡Qué poca gracia tiene! —dijo una de las niñas, con un ademán desdeñoso.

—Pues de la gracia vivo, hija —contestó Currito picado.

—Pues maldita la que tiene usted, padre —replicó ella con el mismo gesto de enfado.

Calló Currito, mohíno, y Pacheco presentó a Quintín al señor melenudo.

—Este caballero —le indicó a Quintín— es un valiente a quien he tenido el gusto de conocer esta noche por una confusión. El señor —y señaló al de las melenas— es don Gil Sabadía, la única persona de Córdoba que sabe la historia de todas las calles, callejuelas y rincones de la población.

—No tanto, hombre, no tanto —replicó don Gil sonriendo.

—Lo que usted no sepa —repuso Pacheco— no hay nadie que lo sepa en Córdoba. Bueno. Si las niñas y ustedes quieren tomarse una botella de Montilla del superior, yo convido.

—Aceptado.

—¡Cuervo! —gritó Pacheco saliendo a la puerta del cuarto.

Se presentó el tabernero, un hombre de unos cincuenta años, cargado de espaldas, mal afeitado, patillas de hacha y faja encarnada en la cintura.

—¿Qué quiere el señor José? —preguntó.

—Tráete unas botellas del bueno.

Mientras llegaba el vino, volvieron a reñir la muchacha malhumorada y Currito.

—Cuide usted a esa niña —dijo Currito—, porque no está muy buena del sentido.

—¡Quien habló! —exclamó ella con desprecio.

—Yo creo que esta muchacha padece la tiricia.

—¡Jesús! ¡y qué mala folla tiene este tío! —dijo ella.

—Oiga usted, niña —repuso Currito—, la voy a regalar para endulzarla la boca una merenga y un cachondo.

—Currito, que aquí no necesitamos cachondos —replicó la otra muchacha con desenfado.

—¡Niñas!, no hay que asustarse —dijo la vieja con voz ronca.

—La he dejado colgada como un cuadro al fresco, ¿verdad? —preguntó Currito a Quintín.

—Yo no he visto nunca que los cuadros al fresco se cuelguen.

—Si es un desaborío —advirtió a Quintín la muchacha desdeñosa.

Vino el tabernero con la botella y las copas, y Currito cogió la botella y sirvió a todos.

—¿A que usted que sabe tanto, don Gil, no sabe lo que dijo ese obispo italiano cuando estuvo a ver la Mezquita? —dijo Currito.

—¿Qué dijo, vamos a ver? —preguntó don Gil con una sonrisa irónica.

—Pues se le acercó el canónigo Espejito, y le señaló el Cristo de la columna y le explicó cómo estaba hecho: «Este Cristo lo hizo un cautivo labrando la piedra con las uñas»; y el obispo le dijo: «No tendría malas uñas el que inventó eso».

—Sería un hereje —repuso la señora Rosario.

—Y a usted, compadre, ¿quién le ha contado esa grilla? —dijo don Gil.

—Me lo contó el Moji.

—Pues le engañó a usted como a un chino.

—No, señor, no me engañó —replicó Currito—: porque el Moji era un hombre para otro hombre, y el Moji no mentía, y el Moji…

—Pero me va usted a contar a mí lo que dijo el obispo —exclamó don Gil— cuando estaba yo delante.

—Usted, ¡qué había de estar! Si fue en el tiempo que se marchó usted a Sevilla.

—Bueno, no estaba. Lo dijo Blas y punto redondo.

—Pero eso, ¿qué importancia tiene? —preguntó Quintín.

—Déjeles usted —interrumpió la muchacha malhumorada—. ¡Son dos tíos con más mala sombra!

—Don Gil —dijo Pacheco guiñando un ojo y riendo— no permite que nadie esté enterado de una cosa que él no sepa.

—Pues ¿a qué no sabe usted —saltó de pronto Currito— lo que dijo el Golotino cuando tuvo el pleito con el Manano?

—A ver, a ver. Eso es muy importante —afirmó Pacheco.

—Pues nada. El Golotino, como saben ustedes, tenía un rebaño con un par de docenas de cabras, y el Manano, que era piconero, había arrendado un monte, y por si las cabras habían entrado en el monte o no, el Golotino y el Manano tuvieron un pleito, que perdió el Golotino. Estaba el escribano don Nicanor haciendo un inventario de los bienes del dueño de las cabras, y sumaba: dos y cuatro seis, y tres, nueve, me llevo una; catorce y seis veinte, y tres, veintitrés, me llevo dos; veintisiete y ocho treinta y cinco, y seis, cuarenta y uno, me llevo cuatro. El Golotino creyó que cuando el escribano decía: «Me llevo una», iba a llevarse una cabra, y gritó medio llorando: «Puez pa ezo llévezelaz ozté toas».

—Eso no fue así —comenzó a decir el señor Sabadía, pero todo el mundo se echó a reír.

—Vaya, niñas. Vámonos a casa —dijo la señora Rosario.

—Yo me voy —saltó diciendo don Gil, enojado por las risas.

—Y yo también —añadió Quintín.

Se despidieron de Pacheco, y a las tres mujeres y a los dos hombres el tabernero les acompañó con el candil hasta la puerta. Cruzaron varios callejones y salieron a la parte baja de la calle de la Feria. Se detuvieron frente a una casucha blanca, llamó la vieja con los nudillos en la puerta, abrieron de dentro, y entraron la señora Rosario y las muchachas. Por una ventanilla de al lado de la puerta se veía un cuarto muy pequeño, blanqueado, con un zócalo de azulejos, una cómoda barnizada y floreros con flores de papel.

—¡Qué jaula! ¡Qué casa más chica! —dijo Quintín.

—Todas las casas de este lado de la calle son así —contestó el señor Sabadía.

—¿Y por qué?

—Por la muralla.

—¡Ah!, ¿pero había aquí una muralla?

—¡No había de haber! Había la que separaba la ciudad alta de la ciudad baja. La ciudad alta se llamaba Almedina y la baja Ajerquia.

—Es curioso.

Tomaron por la calle de la Feria arriba. La ancha calle en cuesta, con sus casas altas, blancas, bañadas por la luz de la luna, presentaba un aspecto fantástico; las dos líneas de tejados se destacaban en el azul del cielo, rotas a cada instante por azoteas y tejadillos.

—Pues sí —añadió el arqueólogo—, esta muralla iba desde la Cruz del Rastro hasta la Cuesta de Luján, avanzaba después por la Zapatería y la Cuesta del Bailío y llegaba a la torre de la Puerta del Rincón, en donde terminaba.

—¿De modo que cortaba el pueblo y no se podía pasar de un lado a otro? Pues era una gracia.

—No. ¡Qué disparate! Había puertas para pasar. Ahí arriba, cerca del Arquillo de Calceteros, estaba la Puerta de la Almedina, que en tiempo de los romanos se llamaba Piscatoria, o de la pesca. El Portillo no existía, y cuando edificaron contra el muro, en el sitio que ahora ocupa, había una casa que en 1496 la compró la ciudad a su dueño Francisco Sánchez Torquemada para abrir un arco en el adarve. Este dato —añadió don Gil confidencialmente— procede de una escritura original que se conserva en el Ayuntamiento. Es un dato curioso, ¿eh?

—Curiosísimo.

Subieron a la Cuesta de Luján. Las calles vecinas estaban desiertas, en el interior de algunas casas se oía un vago rumor de guitarras, en las rejas pelaban la pava los enamorados.

—¿Ve usted —dijo don Gil mirando a la parte baja de la calle de la Feria—, por la línea que la luna hace en la calle iban los fosos de la muralla?

—Muy interesante —murmuró Quintín.

—¿No se ha fijado usted en lo altas que son las casas en esta calle?

—Hombre, sí. ¿Y por qué es eso?

—Por dos razones —contestó don Gil hecho un dómine—. Primera, por ganar la altura que les quitaba la muralla, y segunda, porque aquí se celebraban antiguamente la mayoría de los espectáculos. Ahí se ejecutaba, se corrían toros y cañas, y durante los ocho días anteriores al de la Virgen de Linares, los calceteros tenían una gran feria. Por eso en las casas hay tantas ventanas y galerías, y la calle se llama de la Feria.

El arqueólogo se agarró al brazo de Quintín y se puso a contar una porción de historias y de leyendas. Recorrieron los dos callejones estrechos, plazoletas con casas blancas y puertas azules.

—¿Usted no conoce aquí a nadie? —preguntó el arqueólogo.

—No.

—¿A nadie absolutamente?

—No. Es decir… conozco a un muchacho de Córdoba que se ha educado conmigo en Inglaterra. Se llama… Quintín García Roelas. ¿Le conoce usted?

—A él no, pero conozco a su familia.

—Es un chico taciturno, callado. Me parece a mí que en la vida de ese muchacho hay alguna cosa rara. Me han contado algo…

—Sí, hay una historia interesante.

—¿Usted la sabe?

—Claro —contestó don Gil.

—¿Pero es usted discreto, y no quiere contarla?

—Es natural.

—Bueno, señor don Gil. Yo me voy; siento mucho dejar su agradable compañía, pero…

—¿Se va usted?

—Sí, no tengo más remedio.

—Hombre. No se vaya usted. Le tengo que enseñar un rincón interesantísimo, con una historia…

—No, no puedo.

—Le llevaré a usted a un sitio que le ha de gustar.

—No, perdone usted.

—Le contaré a usted además la historia de su amigo y condiscípulo.

—Es que…

—Si es temprano todavía. No es más de la una.

—Bueno, vamos donde usted quiera.

Cruzaron casi todo el pueblo hasta salir al paseo del Gran Capitán.

—¡Qué pueblo éste! —exclamó don Gil—. A mí que no me hablen de Granada, ni de Sevilla; porque fíjese usted que Granada tiene tres aspectos: la Alhambra, Puerta Real y el Albaicín, que son tres cosas muy distintas. Sevilla es más grande que Córdoba, pero es ya más cosmopolita, se parece a Madrid; pero Córdoba no, Córdoba es una e indivisible, Córdoba está en su propia salsa. Esto es un pueblo.

Del paseo del Gran Capitán tomaron por los Tejares, y a mano derecha el señor de Sabadía se detuvo frente a unas casitas adosadas a una pared almenada. Eran cuatro, muy pequeñas, muy blancas, de un solo piso; estaban todas cerradas, menos una, que tenía la puerta únicamente entornada.

—Lea usted este cartel —dijo don Gil— señalando un letrero con un marco, pendiente a un lado de la puerta.

A la luz de la luna, Quintín leyó: «Patrocinio de la Mata, viste cadáveres a todas horas del día y de la noche en que se le avise, a precios muy arreglados».

—¡Demonio, qué cosa más fúnebre! —exclamó después de leer esto Quintín.

—¿Ve usted este casuco? —dijo don Gil—, pues aquí hay cada lío que Dios tirita. Pero vamos adentro.

Pasaron, y una voz cascada, gritó:

—¿Quién es?

—Yo, señora Patrocinio; don Gil Sabadía, que viene con un amigo. Tráiganos usted luz, que vamos a pasar un rato.

—Allá voy.

Bajó la vieja con un velón en la mano, e hizo entrar a los dos hombres en una salita en donde se sentía un olor fuerte de alhucema. Colocó el velón sobre la mesa, y dijo:

—¿Qué quieren ustedes?

—Unas aceitunillas y un poco de vino.

Abrió la vieja una alacena, sacó un plato con aceitunas, otro con mantecadas y dos botellas de vino.

—¿Quieren ustedes algo más?

—Nada más, señora Patrocinio.

Salió la vieja y cero la puerta.

—Qué tal el sitio, ¿eh? —preguntó don Gil.

—¡Magnífico! Ahora venga la historia de mi amigo Quintín.

—Antes de historias, bebamos. Por la de usted, compadre.

—Por la suya.

—Y vayan al aire todas las penas.

—Es verdad —exclamó Quintín—. Dejemos a los dioses el cuidado de aplacar los vientos, y gocemos de la vida, ya que nos lo permiten la fortuna, la edad y el negro uso de las tres hermanas.

—¿Es usted lector de Horacio? —preguntó don Gil.

—¡Sí!

—Un motivo más para mí de simpatía. Otra copita, ¿eh?

—Vamos allá. Venga la historia, compadre.

—Ahora va.

Garraspeó don Gil, y comenzó la historia de este modo.