¡LOS NOBLES CASERONES ANTIGUOS!
Una semana después, un día lluvioso, que recordaba el de su primera visita, Quintín se acercó al palacio. A pesar de su epicurismo y de su beocia, no se atrevió a entrar; pasó de largo hasta el Campo de la Madre de Dios.
Se asomó al pretil del río. Venía el Guadalquivir turbio, de color de arcilla; algunos pescadores, en barcas negras, tendían sus redes en las proximidades de la presa y del molino de Martos; otros, de caña, subidos a las rocas del Murallón, esperaban pacientemente a que picasen los sábalos.
Volvió Quintín de nuevo, indignado por su debilidad, a la calle del Sol, y al llegar frente a la casa desapareció de nuevo su energía. Afortunadamente para él, el hombre que le había abierto la cancela días antes estaba sentado en el zaguán en un poyo.
—Buenas tardes —le dijo.
—Buenas tardes, señorito. ¿Viene usted a ver al señor marqués?
—No; iba paseando.
—¿No quiere usted entrar?
—Bueno. Entraré un rato.
Abrió el viejo la cancela, la volvió a cerrar y tomaron por la larga galería. Al final, después de subir dos escalones, salieron al huerto. Era hermoso y grande; las paredes se hallaban ocultas por el follaje de los naranjos y limoneros, abiertos en abanico. Limitaban las avenidas arrayanes recortados, y en el suelo, los musgos amarillos y verdes tapizaban las piedras.
—Yo cuido de este jardín desde hace cincuenta años —dijo el hombre.
—¡Caramba! No es ayer.
—Sí; empecé a trabajar a los diez y ocho años. Ahora esto está muy abandonado porque yo ya no puedo.
—¿Y cómo son tan altos estos naranjos del centro?
—Los naranjos así encerrados crecen más que en el campo —contestó el jardinero.
—¿Y qué hacen ustedes con tanta naranja?
—El amo las regala.
En un extremo del jardín había un estanque rectangular. En uno de sus lados largos se levantaba un frontón de piedra berroqueña, adornado con gruesos y toscos jarrones, que se reflejaban en el agua verdosa e inmóvil.
Contemplaba Quintín el agua tranquila del estanque, cuando oyó las notas vacilantes de un estudio de Czerny en el piano.
—¿Quién tocará? —preguntó Quintín.
—La señorita Rafaela, que está dando la lección a su hermana. ¿Por qué no sube usted?
—Sí, hombre, voy a subir.
Y con el corazón palpitante, Quintín salió del huerto y subió las escaleras. Llamó, y la criada, alta y seca, le hizo pasar por unas cuantas habitaciones hasta un cuarto en donde Remedios tocaba el piano, y Rafaela, un poco más atrás, llevaba el compás sobre un libro de música abierto.
Una criada vieja al lado del balcón cosía.
Saludó Quintín a las dos hermanas; Rafaela le dijo:
—¡Cuántos días sin venir por aquí! Mi abuelo ha preguntado muchas veces por usted.
—¿De veras? —preguntó tontamente Quintín.
—Sí, muchas veces.
—No he podido venir; además, temía ser importuno, molestarles a ustedes.
—¡Por Dios!
—Ya ve usted, han suspendido la lección por mí.
—No. La íbamos a terminar —dijo Remedios—. ¡Anda! —añadió dirigiéndose a Rafaela—. ¿Por qué no tocas tu para que te oiga?
—¡Ah!, otro día.
—No. Toque usted —dijo Quintín.
—¿Qué quiere usted que toque?
—Lo que usted quiera.
Rafaela tomó un cuaderno, lo colocó en el atril y lo abrió.
Quintín pudo leer en la pasta que ponía: Mozart. Escuchó una sonata en silencio; no comprendía gran cosa de música clásica, y mientras la muchacha tocaba, Quintín estuvo pensando en la exclamación más propia que habría que hacer cuando concluyera.
—¡Oh! ¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó—. ¿De quién es esta música tan deliciosa?
—Es de Mozart —contestó Rafaela.
—¡Es admirable! ¡Admirable!
—¿Y usted no toca el piano, Quintín?
—Muy poca cosa. Algo para acompañarme a cantar.
—¡Ah!, ¿pero canta usted?
—En el colegio cantaba algo; pero tengo mala voz y lo hago mal.
—Bueno, cante usted; si lo hace usted mal, ya se lo diremos —dijo Rafaela.
—Sí, ¡que cante!, ¡que cante! —exclamó Remedios.
Quintín se sentó al piano y preludió el aria del conde de Luna de El Trovador:
Il balen del suo sorriso
d’una stella vince al raggio.
Luego comenzó la canción con una voz de barítono bien timbrada, y al llegar al final de la romanza dio a su voz una expresión de melancolía profunda:
Ah l’amor, l’amore ond’ardo
le favelli in mío favor
sperda il solé d’un suo sguardo
la tempesta, ¡ah…!, la tempesta del mió cor.
Y repitió la frase con un acento cada vez más expresivo. Cualquiera hubiese dicho al verle que, efectivamente, la tempesta hacía estragos en su corazón.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó Rafaela.
Remedios aplaudió alegremente.
—Va a llover —advirtió la vieja criada mirando al cielo.
—Por lo mal que lo he hecho yo —dijo Quintín riendo.
Se acercaron al balcón. El cielo se ennegrecía; comenzaba a llover. La lluvia densa caía en líneas oblicuas y brillaba en las hojas verdes de los naranjos y en los tejados musgosos; en el estanque, el continuo salpicar de las gotas producía como un hervidero…
De pronto cesó la lluvia, salió el sol y todo el jardín relució como un ascua; resplandecieron las naranjas entre el follaje húmedo; los jaramagos verdes mancharon con su nota gaya los relucientes y grises tejados; un campanario, negro, vetusto, de una torre, se destacó chorreando agua, y en la sierra sonrieron unas cuantas huertas blancas.
—Ezte e el zo de loz gitanoz —dijo Remedios, que a veces tenía una pronunciación exageradamente andaluza.
Quintín se echó a reír; le hizo mucha gracia la manera de hablar de la chiquilla.
—No se ría usted —dijo Rafaela a Quintín con una seriedad aparente—. Es muy susceptible mi niña.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Remedios a su hermana.
—¡Ah, qué bribona! Ya lo ha oído —exclamó Rafaela cómicamente; y cogiendo de la cintura a la niña la besó en el cuello.
Comenzaba a escampar; las nubes negras corrían, dejando descubierta el cielo; un rayo de sol iba a dar sobre una torre formada por dos arcos y un tercero encima. En los tres huecos se veían las campanas inmóviles; en la punta se levantaba un San Rafael con las alas abiertas.
—¿Qué es esa figura? —preguntó Quintín.
—Es de la iglesia de San Pedro —contestó la criada.
—¿Pero es como una veleta?
—No; creo que es de bulto.
—Ya ha dejado de llover —dijo Remedios, y añadió dirigiéndose a Quintín—: ¿Has visto la casa?
—No —contestó Quintín.
—Esta habla de tú a todo el mundo —advirtió Rafaela.
Salieron del cuarto, y en un gabinete próximo le enseñaron a Quintín varios espejos biselados, una vitrina llena de miniaturas, de cajitas labradas, collares antiguos, dos bargueños incrustados de nácar, mayólicas de colores vivos y cornucopias de lunas borrosas.
—Es el cuarto de mi madre —dijo Rafaela—: lo tenemos igual que cuando ella vivía.
—¿Murió hace mucho?
—Hace seis años.
—Anda, vamos —dijo Remedios agarrándole de la mano y mirando a su hermana a la cara con sus grandes ojos inquietos.
Bajaron los tres la escalera y recorrieron la galería que iba del zaguán al huerto. Había a un lado y a otro una infinadad de cuartos, unos grandes y oscuros, con armarios y muebles arrumbados a las paredes; otros pequeños, con escaleras para subir a ellos. Al final de la galería estaban las cuadras, larguísimas, con ventanas enrejadas. Entraron.
—Ya verá usted qué caballos tenemos aquí —dijo Rafaela—. ¡Pajarito!, ¡Pajarito! —gritó, y se acercó un borriquillo blanco que comía hierba en un rincón.
En la misma cuadra había un coche enorme, pintado de amarillo, lleno de adornos, con unas ventanas muy chicas y el escudo de la casa en las portezuelas.
—Éste era el coche que llevaba el abuelo —dijo Rafaela.
—Pero para arrastrar esto necesitarían más de dos caballos.
—Sí, solían ponerle ocho.
—Estas muchachas son de un estoicismo admirable —pensó Quintín.
Después de las cuadras vieron los corrales y la bodega, grande, con enormes tinajones enterrados en el suelo, que parecían gigantes.
—Aquí no se puede entrar —dijo Rafaela irónicamente.
—¿Por qué?
—Porque a esta tonta, y agarró a su hermana, le asustan las tinajas.
Remedios no contestó; siguieron adelante, cruzando pasillos tortuosos, con escondrijos, y corredores laberínticos, y desembocaron en un huerto grande y abandonado.
—¿Quieres entrar? —preguntó Rafaela a Remedios.
—Sí.
—¿No te da miedo la jineta ya?
—No.
—¿Qué pasa? —preguntó Quintín.
—El jardinero tiene aquí un bicho metido en una jaula y nos asusta y nos parece un monstruo.
—Eres mala —dijo Remedios a su hermana—. ¿A que voy donde está la jineta y la saco de la jaula y la cojo en la mano?
—No, no, porque te morderá.
—¿Y dónde está ese monstruo? —preguntó Quintín.
—Ahora lo veremos.
Era una especie de comadreja con un rabo largo y una mirada furiosa.
—Sí que tiene facha de malo este bicho —dijo Quintín.
Recorrieron el huerto abandonado; una alfombra espesa de lampazos y beleños, de digitales y de ortigas, cubría el suelo. En medio, rodeado de un círculo de arrayanes amarillos, se levantaba un cenador con una puerta podrida; dentro de él se advertían en las paredes restos de pintura y de dorado. En la vieja tapia se enredaban las hiedras. Envuelta en su follaje negruzco, y adosada a la pared, se adivinaba una fuente con una cabeza de medusa, por cuya boca, de un caño roñoso salía un hilo cristalino que caía sonoro sobre el pilón cuadrado, lleno de agua hasta los bordes. Había para subir a la fuente dos anchos escalones musgosos, y los hierbajos y las higueras silvestres nacían en las junturas, levantando las losas. Entre las hierbas brotaba un pedestal de mármol, y un naranjo silvestre, con sus frutos pequeños y rojos, parecía salpicado de sangre.
—En el verano hay por aquí toda clase de bichos —dijo Rafaela—. Los lagartos vienen a beber a la fuente. Hay algunos preciosos, con la cabeza tornasolada.
—Ésos son enemigos de las mujeres —advirtió Remedios.
Quintín se echó a reír.
—Son tonterías que le dicen las criadas —repuso Rafaela—. Ya las he prohibido yo que la cuenten nada.
Volvieron los tres al corredor.
—¿Y la azotea? No le hemos enseñado la azotea —dijo la niña.
—Bueno, vamos a verla.
—El señor Juan tendrá la llave; se la voy a pedir.
Remedios salió corriendo en busca del jardinero y volvió en seguida.
Subieron por la escalera principal hasta una puerta próxima al techo.
—¡Qué artesonados! —exclamó Quintín.
—Están llenos de murciélagos —dijo Rafaela.
—Y de zalamandraz —añadió Remedios.
Quintín contuvo la risa.
—¡Qué gracioso! ¡Vaya una gracia! —murmuró la niña incomodada.
—No me río de lo que ha dicho usted —repuso Quintín—. Es que me he recordado que, de chicos, nosotros decíamos también así.
—Si esta habla como los manteses de la calle —dijo Rafaela.
—Pues no quiero nada contigo —gritó Remedios—. Siempre me estás diciendo cosas.
—Anda, niña, anda, no vaya a venir la jineta y te quiera comer.
—Aquí no podría.
—De la puerta, por un corredor, salieron a una ancha terraza enlosada, con barandado de hierro.
—Vamos más arriba —dijo Remedios.
Subieron una escalera de caracol, por dentro de una alta torrecilla, hasta salir a una pequeña azotea, desde la cual se dominaba casi todo el pueblo.
Soplaba el viento con fuerza. Desde allá arriba se veía Córdoba, un amontonamiento de tejados grises y de paredones blancos, entre los cuales se adivinaban las callejuelas como líneas tortuosas, inundadas de luz. En el fondo aparecía Sierra Morena como una ola negruzca, y sus cabezos redondos se perfilaban con una ondulación suave en el cielo, ya limpio de nubes. Se destacaban las huertas, muy blancas, en la falda de la sierra, y en el comienzo de las estribaciones de la oscura muralla formada por los montes, sobre un cerro puntiagudo, se erguía un castillo roquero.
Hacia Córdoba la Vieja brillaban los prados, humedecidos, con un verde luminoso; en la campiña se extendían hasta perderse en lo lejano las tierras de sembradura, interrumpidas a trechos por alguna loma parda cubierta de olivares.
—Voy a subir el anteojo —dijo de pronto Remedios.
—No te vayas a caer —le advirtió su hermana.
—¡Ca!
Quedaron solos Rafaela y Quintín.
—¡Qué graciosa es su hermana de usted! —dijo él.
—Sí, Es lista como una ardilla, pero susceptible como nadie. La cosa más pequeña la ofende.
—¿La habrá usted mimado demasiado?
—Claro; tengo diez años más que ella. Para mí es como una hija.
—Debe quererla a usted mucho.
Sí; yo la acuesto y la duermo todavía. ¡Tiene a veces unas rabietas por cualquier cosa! Es de un corazón de oro.
En esto llegó la niña con un anteojo que abultaba más que ella.
—¡Qué chiquilla! —exclamó Rafaela tomando el anteojo de manos de Remedios.
Colocaron el anteojo sobre la cerca de la azotea y miraron alternativamente.
Iba avanzando ya la tarde; por encima de los tejados húmedos se levantaban torres amarillas, campanarios rosados, luceros de cristales, reluciente con los últimos rayos del sol; alguna cúpula ancha, pizarrosa destacaba su mole en el horizonte; algún ciprés sobresalía como una pirámide negra entre los paredones blancos, y los miles de tejados grises; y las veletas de hierro, unas con un San Rafael apacible, otras con un dragón rampante de fieras garras y puntiaguda lengua, se erguían sobre los caballetes y las tejavanas y adornaban los viejos campaniles, cubiertos de pátina por el sol de los siglos…
Hacia poniente, el cielo fue tiñéndose de rosa; nubes incendiadas pasaron por encima de la sierra. El sol se ocultó; el fuego de las nubes se convirtió en grana, en nácar, en ceniza fría. Ya la noche con su mirada negra acechaba la ciudad y el campo. El viento comenzó a murmurar en los árboles, agitó las persianas y las cortinas, secó rápidamente los tejados. Una campana volteó, y su tañido grave se extendió en el aire silencioso.
Lentamente fue invadiendo el cielo un azul profundo, oscuro, morado en algunas partes; brilló Júpiter en lo alto con su luz de plata, y la noche se posesionó de la tierra, una noche clara, estrellada, que parecía la continuación pálida del crepúsculo.
Desde el jardín de la casa subía un perfume fresco de los mirtos, de los naranjos, de efluvios de plantas y de tierra mojada.
—Vámonos ya —dijo Rafaela—, que hace frío.
Bajaron las escaleras. Quintín se despidió de las dos muchachas, y salió a la calle.