III

INFANCIA; SOMBRÍO VESTÍBULO DE LA VIDA

Guardan los arqueólogos como oro en paño curiosos documentos, escritos dos veces, a los que llaman palimpsestos. Son pergaminos en los cuales en épocas remotas se borró la primera escritura, sustituyéndola por otra. En tiempos recientes, investigadores tenaces supieron descubrir los borrosos signos, descifrarlos y leerlos.

La idea de esos extraños documentos vino a la memoria de Quintín al pensar en su vida.

Los ocho años del colegio inglés habían borrado, al parecer, por completo los recuerdos de su infancia. La uniformidad de la existencia de colegial, el continuo sport, adormeció su memoria. Durante noches y noches, Quintín se acostó rendido por la fatiga, sin más preocupación que la de sus temas y lecciones; pero había bastado el desarraigarse del medio escolar, el volver a su casa, para que los recuerdos de su infancia comenzaran a brotar, hoy vagos, mañana más fuertes, más distintos, con más detalles.

La escritura borrosa del palimpsesto volvía a hacerse comprensible; en la memoria de Quintín se amontonaban recuerdos dormidos en la conciencia, y entre estos recuerdos había cosas tristes, sombrías; algunas, muy pocas, alegres; otras aún no bien comprendidas por él.

Quintín trató de reconstruir la infancia. Recordaba haberla pasado en una casa de la calle de Librerías, próxima a la de la Feria y a la cuesta de Luján, y fue a ver la casa. Estaba en un ángulo entrante de la calle; era una casita de color de rosa, con una platería en el piso bajo, dos balcones grandes, de mucho vuelo, en el principal, y encima de ellos dos ventanucos rectangulares. Sobre el tejado se asentaba una azotea diminuta, con una cerca de mampostería.

«Ahí estaba yo de chico», se dijo Quintín.

Recordó vagamente que entre las losas de la azotea nacían los jaramagos, y que tenía un gato blanco, con el que jugaba.

Miró al interior de la tienda y le vino a la imaginación un señor de pelo blanco a quien su madre quería que besara, lo que no consiguió nunca.

«Entonces yo debía ser un salvaje», pensó Quintín.

Bajó por la calle de la Feria y recordó las escapadas que hacía con los chicos de la vecindad a la Ribera y al Murallón, en donde jugaban.

Su memoria no seguía adelante; quedaban grandes lagunas en su imaginación; personas, cosas y lugares se esfumaban confusamente. Sus recuerdos claros comenzaban en la calle de la Zapatería, cuando sus padres establecieron la primera tienda. Desde entonces los acontecimientos se ligaban, tenían una explicación, una causa, un desenlace.

Quintín fue llevado a la escuela muy niño, a los tres o cuatro años, porque estorbaba en la tiendecilla. Desde pequeño se distinguió como atrevido, valiente y fanfarrón, y muchas veces volvía de la escuela con los pantalones rotos, cuando no con un ojo hinchado.

Una vez Quintín riñó con uno de sus condiscípulos, que era de Cabra. Con este motivo solían embromarle los demás llamándole hijo de Cabra y haciendo del nombre del pueblo bárbaras derivaciones. Quintín era de los insultadores, y un día el muchacho insultado le contestó: «Más hijo de Cabra eres tú que yo, y tu madre está enredada con un platero».

Quintín esperó a la salida de la escuela al camarada y le hinchó las narices; pero un hermano mayor del otro le pegó después a Quintín. Esta cuestión dio origen a una serie continua de peleas, y casi todos los días Quintín estaba derrengado a fuerza de golpes.

—Pero, ¿qué tienes? —le preguntó una vez su madre.

—Que me han dicho en la escuela que mi madre está enredada con un platero.

—¿Y quién te lo ha dicho?

—Todos me lo han dicho —contestó fosco Quintín.

—¿Y tú qué has hecho?

—Pegarme con todos.

La madre nada repuso, y sacó a Quintín de la escuela y lo llevó a otra regentada por un dómine, a la que acudían hasta un par de docenas de chicos.

Este dómine, exclaustrado, hombre fósil, lleno de rancias preocupaciones, se llamaba Piñuela. Era partidario acérrimo del antiguo principio pedagógico, tan querido a nuestros antepasados, de «la letra, con sangre entra».

Tenía el dómine Piñuela un tipo extravagante y ridículo: la nariz gruesa, larga e inflamada; el labio inferior colgante, los ojos grandes, turbios, abultados, como dos huevos, siempre llorosos; vestía una levita larga y entallada, en algún tiempo negra, después de grasa sobre mugre y de caspa sobre sebo; los pantalones estrechos, con rodilleras de bulto y un solideo negro.

Los únicos conocimientos de Piñuela eran el latín, la retórica y la caligrafía: su sistema de enseñanza se basaba en la división de su clase en dos grupos, Roma y Cartago, en un libro de traducciones y una Gramática latina. Además de estos medios educadores, el exclaustrado contaba con la palmeta, las disciplinas, una caña larga y un saquito de cuero lleno de perdigones.

Piñuela enseñaba a escribir a la española, con unas letras que concluían en punta: para esto había que saber cortar y tajar las plumas, y pocos le aventajaban al dómine en tal ejercicio.

Además, Piñuela corregía la pronunciación viciosa de sus alumnos, y para conseguirlo exageraba él haciendo dobles zedas y dobles eses. Uno de los trozos de lectura en sus labios comenzaba así: «Amanezzía; era la máss pella mañana de primafera»; y todos los chicos tenían que decir «primafera», «fida», si no querían trabar conocimiento con la palmeta.

Andaba constantemente el dómine paseando, con su pluma en la oreja: si veía que algún chico no estudiaba, que otro en su plana no había puesto a las letras la suficiente punta, según los principios de Iturzaeta, le soltaba un cañonazo o le tiraba la bolsa de perdigones a la cabeza.

Bromítaz, ¡eh!, bromítaz —murmuraba—. Ya daré yo bromítaz.

Para casos más graves, aquel estúpido dómine tenía las disciplinas; pero los padres casi todos iban advirtiendo que no las empleara en sus hijos; lo cual para Piñuela era el síntoma más claro de la degeneración de los tiempos.

Quintín, al principio, llegó a sentir por el dómine un odio profundo; siempre que podía molestarle lo hacía con un placer indecible: le rompía los tinteros, le agujereaba los pupitres, y a esto Piñuela contestaba calentando las orejas de Quintín. Entre maestro y discípulo se llegó a entablar, a fuerza de golpes del uno y barbaridades del otro, cierta estimación irónica y alegre. Se consideraban los dos como enemigos leales, y las travesuras de Quintín provocaban la risa en Piñuela, y los golpes del dómine arrancaban una sonrisa irónica a Quintín.

Hubo vez que se vio a Piñuela avanzando con el puntero enarbolado y a Quintín corriendo, escondiéndose detrás de las mesas y lanzando los tinteros a la cabeza del dómine.

Quintín llegó a extremos de audacia y de cinismo tales, que Piñuela lo dejó por imposible. Tenía el muchacho un motivo oculto de tristeza y desesperación.

Una vez en la tienda de su casa hablaban dos viejas. Eran dos vendedoras callejeras, a una de las cuales llamaban Siete Tonos, por los matices diferentes de sus pregones.

—Tienen mala suerte con esa criatura. Es malo como un demonio —decía una de ellas.

—Sí; no se parece a su padre —añadió la otra.

—Pero si su padre no es el Pende.

—¡Ah!, ¿no?

—No.

Quintín escuchó por si seguían hablando, pero el dependiente entró en la tienda y las comadres callaron.

El Pende era el apodo del que pasaba por padre de Quintín. El muchacho pensó durante mucho tiempo en la conversación de las dos comadres, y comprendió que en su nacimiento había algo oscuro. Era orgulloso, soberbio; se consideraba digno de descender de un rey, la idea de una deshonra le irritaba y le desesperaba.

Un día la madre fue a preguntar al dómine cómo se portaba el chico.

—¿Cómo se porta? —exclamó Piñuela con una jovialidad irónica—. ¡Mal! ¡Muy mal! Es lo peor de la clase. Una verdadera deshonra para mi escuela. No sabe una palabra de latín ni de Gramática, ni de Lógica ni de nada. Estoy seguro que no sabe declinar musa, musae.

—¿De manera que usted cree que no sirve para estudiar?

—Es un tarambana. Incapaz de llegar a poseer el sublime lenguaje del Lacio.

La madre contó a su marido lo dicho por Piñuela, y el Pende espetó un sermón a Quintín.

—Después de los sacrificios que estamos haciendo por ti. Así te portas.

Quintín no contestó a los cargos que le hicieron; pero cuando el Pende le dijo que si seguía así, le despacharía de casa, lo que estaba en el corazón de Quintín brotó a sus labios.

—No me importa nada —exclamó—, porque usted no es mi padre.

El Pende se enredó a bofetadas con el chico; la madre lloraba: aquella noche Quintín se marchó de casa y anduvo por el campo, hasta que, hambriento, lo encontró Palomares, el dependiente, y lo llevó ante sus padres.

El muchacho comenzaba a darse cuenta de las cosas y manifestó a su madre que en vez de estudiar latín prefería, como un condiscípulo suyo, hijo de un relojero suizo, aprender el francés y marcharse luego a América.

Efectivamente; le llevaron a la academia de un señor francés, emigrado, republicano furibundo, el cual, al mismo tiempo de enseñar a conjugar a sus discípulos el verbo avoir les hablaba con entusiasmo de Danton, de Robespierre y de Hoche.

Quizás esto exaltó la imaginación de Quintín; quizás no tenía necesidad de ser exaltada; lo cierto fue que un domingo por la mañana Quintín se decidió a llevar a cabo su gran proyecto de viaje.

Su madre escondía la llave del armario en donde guardaba el dinero, debajo de la almohada. Mientras su madre estaba en misa, Quintín cogió la llave, abrió el armario, metió sesenta duros que encontró a mano en el bolsillo y momentos después se largaba tranquilamente.

A los quince días de su escapatoria se le detuvo en Cádiz al ir a embarcarse para América, y conducido por la Guardia civil se le trajo a Córdoba.

Entonces su madre le llevó a un convento de frailes: pero Quintín estaba decidido a saltar por todo, e intentó varias veces fugarse; al mes los frailes dijeron que no le querían tener.

Ya Quintín era para los muchachos de su edad el prototipo de la barbarie, del descaro y de la desobediencia; se le auguraba un mal porvenir.

En esto un día su madre le dijo:

—Vamos a ir a una casa. Haz el favor de contestar allá de buena manera a lo que te pregunten.

Quintín nada replicó y acompañó a su madre a un palacio de la calle de Santiago. Subieron por unas escaleras de mármol y entraron en una sala, en donde había un señor viejo, de pelo blanco, hundido en un sillón, y una niña rubia, que a Quintín le pareció un ángel.

—¿Éste es el calavera? —preguntó el viejecillo sonriendo.

—Sí, señor marqués —contestó la madre de Quintín.

—¿Y tú que quieres hacer, muchacho? —le dijo el marqués.

—¡Yo…! Marcharme de aquí cuanto antes —respondió Quintín con voz sorda.

—¿Y por qué, hombre?

—Porque odio este pueblo.

La niña debía mirar a Quintín con horror; así al menos lo supuso él.

Charlaron un rato la madre de Quintín y el viejo, y al último éste exclamó:

—Bueno, muchacho. Vas a ir a Inglaterra. Que le preparen el equipaje —añadió dirigiéndose a la madre—, y cuanto antes que se vaya.

Partió Quintín; hizo el viaje a trechos acompañado, a trechos solo, e ingresó en el colegio de Eton, cerca de Windsor. Al poco tiempo, toda su vida anterior desapareció ante él.

No era en el colegio inglés el profesor el enemigo del alumno, sino sus mismos condiscípulos. Quintín se encontró con chicos tan atrevidos como él, más fuertes que él, y tuvo que avisparse. El colegio aquel era algo como una selva primitiva, donde el fuerte se comía al débil y lo sujetaba y lo maltrataba.

La brutalidad de la educación inglesa tonificó a Quintín y lo hizo atlético y bien humorado. Lo más importante que aprendió allá fue que hay que ser en la vida fuerte, listo, sereno y ponerse en condiciones ele vencer siempre.

Así como aceptó este concepto por lo que le halagaba, rechazó las ideas morales y sentimentales de sus condiscípulos y maestros. Aquellos jóvenes dogos, valientes, fornidos por el foot-ball y el remo, alimentados de carne cruda, estaban llenos de preocupaciones ridículas, de respetos por la clase social, por la jerarquía y la autoridad.

Quintín, a pesar de que en el colegio se hacía pasar por aristócrata e hijo de un marqués para gozar de ciertas preeminencias, manifestaba un profundo desdén por los principios tan respetables para sus condiscípulos. Encontraba grotesca la autoridad, las pelucas, las ceremonias, y pasaba por un farsante de mala especie.

Solía defender, ante la estupefacción de sus compañeros, que él no tenía ningún entusiasmo por la religión ni por la patria; que no sólo no sacrificaría por ellas su vida, sino que ni daría siquiera un ochavo para salvarlas. Además, afirmaba que si alguna vez llegaba a ser rico, preferiría deber su dinero a la casualidad que no al esfuerzo constante, y que trabajar, como hacían los ingleses, para que sus mujeres se divirtieran y vivieran bien, era una tontería, por muy rubias, por muy bonitas y por mucha voz aflautada que tuviesen.

Un hombre con estas ideas, y que además perseguía a las mujeres, hasta a las criadas, en la calle, y las echaba chicoleos, no podía ser un gentleman, y por esto Quintín no tenía amigos íntimos. Era respetado por sus buenos puños, pero no gozaba de estimación alguna…

En los últimos años, su único amigo fue un profesor de música italiano, que se llamaba Caravaglia. Éste le comunicó a Quintín su entusiasmo por Bellini, Donizetti, Rossini y Verdi. Caravaglia se sentaba en el piano y cantaba. Quintín le oía y llegaba a enternecerse con la música. El «Alma innamoratia», de Lucía y la «Cavatina», de Hernani le hacían llorar; pero su mayor entusiasmo, lo que le hablaba más al corazón, eran las canciones de bravura de las óperas italianas, como aquella de Rigoletto: «La costanza tirana del core».

Esta canción, rebosante de jactancia, de alegre fanfarronería, de indiferencia, de egoísmo, le encantaba.

En cambio, a sus compañeros, entonadores de salmos, les parecía esta música alegre y fanfarrona digna del mayor desprecio.

En el banquete de despedida que dio Quintín a sus cuatro o cinco compañeros y al profesor italiano hubo sus brindis.

—Yo no soy protestante —dijo Quintín al último un poco turbado por el whisky— ni tampoco católico. Soy horaciano. Creo en el vino de Falerno y en el Cécubo y en las viñas de Calés. También creo que debemos de dejar a los dioses el cuidado de calmar los vientos.

Después de esta declaración importante, no se sabe más sino que todos los comensales quedaron dormidos.