¡OH, PUEBLO ORIENTAL, CIUDAD ROMÁNTICA!
Al día siguiente Quintín se despertó muy temprano. Una sensación insólita de calor y de sequedad sorprendió sus nervios. Se asomó al balcón. La luz fina, aguda, algo mate de la mañana iluminaba la calle. En el cielo limpio, pálido, vagaban lentamente algunas nubes blancas.
Quintín se vistió con rapidez; salió de casa, en la que todos aún dormían; tomó hacia abajo; se internó por una callejuela estrecha; cruzó una plaza; siguió una calle, luego otra y otra, y al poco tiempo se encontró sin saber por dónde iba.
«Es gracioso», murmuró.
Estaba desorientado. No suponía ni aun a qué lado del pueblo se encontraba.
Esto le produjo una gran alegría, y feliz, con el alma ligera, sin pensar en nada, gozando del aire suave, fresco de una mañana de invierno, siguió con verdadero placer perdiéndose en aquel laberinto de callejones, de pasadizos, de verdaderas rendijas llenas de sombra…
Las calles delante de él se estrechaban, se ensanchaban hasta formar una plazoleta, se torcían sinuosas, trazaban una línea quebrada. Los canalones, terminados en bocas abiertas de dragón, se amenazaban desde un alero a otro, y las dos líneas de los tejados, rotas a cada momento por el saliente de los miradores y de las azoteas, limitaban el cielo, dejándolo reducido a una cinta azul, de un azul muy puro.
Terminaba una calle estrecha y blanca, y a un lado y a otro se abrían otras igualmente estrechas, blancas y silenciosas.
Quintín no se figuraba tanta soledad, tanta luz, tanto misterio y silencio. Sus ojos, acostumbrados a la luz cernida y opaca del norte, se cegaban con la reverberación de las paredes; en su oído zumbaba el aire como esos grandes caracoles sonoros.
¡Qué distinto todo; qué diferencia del ambiente claro y limpio, con el aire gris, del sol refulgente de Córdoba, con aquel sol turbio de los pueblos brumosos y negros de Inglaterra!
«Esto es sol —pensó Quintín— y no aquel de Inglaterra, que parece una oblea pegada en un papel de estraza.»
En las plazoletas, las casas blancas de persianas verdes, con sus aleros sombreados por trazos de pintura azul, sus aristas torcidas y bombeadas por la cal, centelleaban y refulgían, y al lado de una plazuela de éstas, incendiada de sol, partía una estrecha callejuela húmeda y sinuosa llena de sombra violácea.
En algunas partes, ante las suntuosas fachadas de los viejos caserones solariegos, Quintín se detenía. En el fondo del ancho zaguán, la cancela destacaba sus labrados y flores de hierro sobre la claridad brillante de un patio espléndido, de sueño, con arcos en derredor y jardineras colgadas desde el techo de los corredores, y en medio de una taza de mármol, un surtidor de agua cristalina se elevaba en el aire.
En las casas ricas, los grandes plátanos arqueaban sus enormes hojas; los cactus decoraban la entrada, enterrados en tiestos de madera verde; en algunas casas pobres, los patios aparecían desbordantes de luz al final de un larguísimo y tenebroso corredor lleno de sombra…
Iba avanzando el día; de cuando en cuando un embozado, una vieja con una cesta o una muchacha despeinada, con el cántaro de Andújar en la redonda cadera, pasaban de prisa, y al momento, en un instante, desaparecían unos y otros en la revuelta de una callejuela. En una rinconada, una vieja colocaba una mesita de tijera, y encima, sobre unos papeles, iba poniendo arropías de colores.
Sin advertirlo, Quintín se acercó a la Mezquita y se encontró ante el muro, frente a un altar con un sotechado de madera y unas rejas adornadas con tiestos de flores.
En el altar había este letrero:
Si quieres que tu dolor
se convierta en alegría,
no pasarás, pecador,
sin alabar a María.
Cerca del altar se abría una puerta, y por ella pasó Quintín al Patio de los Naranjos.
Desde el arco de entrada, la torre de la catedral, ancha robusta, brillante de luz, se erguía en el cielo, y su silueta se recortaba clara y neta en el aire puro y diáfano de la mañana.
Alguna que otra mujer cruzaba el patio; algún canónigo, con el birrete y la muceta roja, paseaba al sol, despacio, fumando, con las manos cruzadas sobre la espalda. En el hueco de la Puerta del perdón, dos hombres amontonaban naranjas. Se acercó Quintín a la fuente, y un viejecillo le preguntó solícito:
—¿Quiere usted ver la Mezquita?
—No, señor —contestó Quintín amablemente.
—¿El Alcázar?
—Tampoco.
—¿La torre?
—Tampoco.
—Está bien, señorito. Perdone usted si he molestado.
—Nada de eso.
Al salir Quintín del Patio de los Naranjos, se encontró cerca del Triunfo con el francés del tren y su señora, El señor Matignon se apresuró a saludar a Quintín.
—¡Oh!, ¡qué pueblo!, ¡qué pueblo! —exclamó—. ¡Oh, amigo mío, qué cosa tan extraordinaria!
—Pues, ¿qué le pasa a usted?
—Mil cosas.
—¿Buenas, o malas?
—De todo. Figúrese usted que ayer noche, al salir de casa y al entrar en el hotel, un hombre con un farol en la mano y una lanza corta comienza a perseguirme. Yo me metí en el hotel y cerré con llave mi cuarto, pero el hombre entró en el hotel, me consta, me consta.
Quintín se echó a reír, comprendiendo que el hombre del farol y de la lanza corta era un sereno.
—No le haga usted caso al hombre de la lanza, —dijo Quintín—. Si le ve usted otra vez y comienza a seguirle, le dice usted con voz fuerte, mirándole a la cara: «Tengo la llave». Es la palabra mágica. Inmediatamente que oiga esto el hombre se irá.
—¿Y por qué?
—¡Ah! Es un secreto.
—¡Qué extraño! Se le dice: «Tengo la llave», y se va.
—Sí
—Es maravilloso. Otra cosa me ha sucedido.
—¿Qué?
—Que ayer noche fuimos al café y se me olvidó el bastón en la silla, y al volver a recogerlo ya no estaba.
—¡Claro! Alguno que se lo llevó.
—¡Pero eso no es moralidad! —dijo el señor Matignon indignado.
—No. Los españoles no tenemos moralidad —contestó Quintín con cierta melancolía.
—¡Pero sin moralidad no se puede vivir!
—Qué quiere usted, vivimos sin ella. Para nosotros, robar un bastón o pegarle una puñalada a un amigo son cosas sin importancia.
—Así no puede haber orden.
—Claro.
—Ni disciplina.
—Es cierto.
—Ni sociedad.
—Seguramente; pero aquí vivimos sin esas cosas.
El Sr. Matignon movió la cabeza tristemente.
—¿Y usted va paseando? —preguntó el francés.
—Sí.
—Iremos con usted, si no le molesta.
—De ningún modo. Vamos.
Los tres reunidos comenzaron a internarse por aquel dédalo enmarañado de callejuelas. El barrio por donde penetraron, proximidades del Potro, comenzaba a animarse. Algunas viejas de rostro avinagrado, unas con el manto de bayeta de Antequera, otras con mantilla negra, marchaban a oír misa, llevando una silla de tijera bajo el brazo.
—Las dueñas, ¿en? —dijo el francés señalando a las viejas con el dedo—. ¿Y las damas, dónde estarán ahora?
—Probablemente roncando a pierna suelta —contestó Quintín.
—¿Pero roncan?
—Algunas sí.
—¿Roncar? ¿Qué es eso? —preguntó en francés la señora Matignon a su marido.
—Ronfler, amiga mía —dijo Matignon—; ronfler.
La señora hizo una mueca de desdén.
Al verlos a los tres, las comadres de la calle cambiaban alguna guasita de portal a portal; en los patios, las criadas fregaban el suelo con aljofifa, cantando canciones flamencas; se abrían los balcones con estrépito, y salían mujeres a sacudir las alfombras y los ruedos.
Pasaban hombres tiznados empujando un carrito y gritando: «¡Picón!»; vendedores de hierbas medicinales las pregonaban de un modo lánguido, y algún arriero, montado en el último borriquillo de su recua, iba cantando al compás del cascabeleo de sus adornados asnos.
A veces, a través de una reja, se veía una cara pálida, anémica, con unos ojazos negros y tristes y una flor blanca en el ébano del cabello.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamaba Matignon acercándose inmediatamente a la reja.
La muchacha, ofendida de esta curiosidad, dejaba caer el visillo y seguía bordando o cosiendo, esperando al opuesto galán, que quizá no llegaba nunca.
—Son odaliscas —decía el francés con cierto despecho.
En algunas calles, en los portales, se veía trabajar a los torneros a estilo moro con una especie de arco, ayudándose en su faena con el pie.
Quintín, ya cansado del paseo y de las observaciones y comentarios del francés, advirtió a sus compañeros que se iba.
—Antes yo quisiera pedirle a usted un favor —dijo Matignon.
—Diga usted.
—Yo quiero ver una funeraria para cadáveres. (Funegagia paga cadaveges, pronunció el buen señor).
—Por aquí no hay ninguna —replicó Quintín—. Todas están muy lejos; pero si ve usted una tienda donde se venden guitarras, allí puede usted decir que se hacen cajas de muerto.
—¿Pero es posible?
—Sí, es una costumbre cordobesa.
El señor Matignon quedó con la boca abierta, lleno de asombro.
—Es extraordinario —exclamó repuesto de su admiración y sacando un cuaderno y un lápiz del bolsillo—. ¿Y de dónde viene esa costumbre?
—¡Oh! Es muy antigua. Los constructores de ataúdes de aquí dicen que no quieren hacer sólo cosas tristes, y de la misma madera con que hacen una caja de muerto sacan un trozo para una guitarra.
—¡Admirable! ¡Admirable! ¡Y eso no se conoce en Francia! ¡Qué filosofía la de esos constructores de ataúdes! ¡Oh, Córdoba! ¡Córdoba! ¡Cómo se te desconoce en el mundo!
En aquel momento, por una plazuela muy chica con un rótulo muy grande, pasó un santero andrajoso y melenudo. Llevaba un sombrero como un soportal de grande, seboso y mugriento sobre las greñas blancas; la anguarina al revés; la espalda del abrigo sobre el pecho y las mangas atadas y abultadas en los extremos, cayendo por encima de los hombros a la espalda; en el brazo derecho el santo, y en el cinto una cajeta de cobre con una ranura para echar los cuartos.
—¡Psch! ¡Silencio! —dijo Quintín—. Va usted a ver una cosa interesantísima.
—¿Qué hay?
—¿Ve usted ese hombre?
—Sí.
—¿A que no se figura usted quién es?
—No.
—El obispo de Córdoba.
—¡El obispo!
—Sí, señor.
—Pero no tiene facha de eclesiástico, ni aun de persona limpia.
—No importa. Si le sigue usted disimuladamente podrá usted observar algo muy curioso.
Luego de dicho esto, Quintín saludó al matrimonio y echó a correr en dirección de su casa.