CONVERSACIÓN EN EL TREN
Se despertó Quintín, abrió los ojos, miró a derecha y a izquierda, y entre bostezo y bostezo, exclamó:
—Si estaremos ya en Andalucía.
El coche de segunda estaba ocupado por seis personas. Frente a Quintín un señor francés, grueso, afeitado, de aire distinguido, con una cinta roja en el ojal, mostraba a un aldeano con trazas de ganadero acomodado una ilustración, y le explicaba amablemente lo que significaban las láminas.
El aldeano oía las explicaciones sonriendo con malicia, y en un aparte cómico murmuraba de cuando en cuando en voz baja:
—¡Qué inocente!
Apoyada en el hombro del francés dormía su señora, una mujer marchita, con un sombrero extravagante, los pómulos rojos y las manos grandes, agarradas a una cartera; las otras personas eran un cura de color de bronce, arrebujado en una capa, y dos recién casados andaluces que se hablaban a la boca con la más dulce de las melosidades.
—¿Pero no habremos entrado en Andalucía? —preguntó Quintín de nuevo, impaciente.
—¡Oh!; sí, señor —contestó el francés—. La estación próxima es Baeza.
—¡Baeza! Imposible.
—¡Oh, sin embargo, sin embargo! —replicó el francés dejando las erres al otro lado de la garganta—. Voy contando las estaciones.
Quintín se levantó, con las manos metidas en el abrigo. En los cristales del vagón, empañados por la humedad, picoteaban continuamente las gotas de lluvia.
—No reconozco mi tierra —exclamó Quintín en voz alta, y para reconocerla mejor, abrió la ventanilla y se asomó a ella.
Pasaba el tren por delante de tierras rojizas encharcadas; a lo lejos se erguían cerrillos de poca altura sombreados por arbustos y matorrales, en el aire húmedo y gris.
—¡Qué tiempo! —exclamó Quintín malhumorado, cerrando la ventana—. Ésta no es mi tierra.
—¿Es usted español? —preguntó el señor francés.
—Sí, señor.
—Yo le hubiera tomado a usted por inglés.
—De allá vengo, de Inglaterra, donde he pasado ocho años.
—¿Y es usted de Andalucía?
—De Córdoba.
El francés y su señora, que se había despertado, contemplaron a Quintín. Ciertamente, sus trazas no eran de español. Alto, corpulento, afeitado, de buen color, con el pelo castaño, envuelto en un sobretodo gris, la gorrita a cuadros en la cabeza, parecía un muchacho inglés enviado por su familia a recorrer el continente. Tenía la nariz fuerte, los labios gruesos, los ojos claros, la expresión de mozo serio y grave, pero al sonreír una sonrisa de truhán maliciosa, agitanada, le desenmascaraba por completo.
—A Córdoba vamos mi señora y yo —dijo el francés guardando su ilustración en el bolsillo.
Quintín saludó.
—Debe ser una ciudad interesantísima, ¿verdad?
—¡Oh, ya lo creo!
—Mujeres encantadoras con el traje de seda… todo el día en el balcón.
—No, todo el día no.
—Y el cigarrito en la boca, ¿eh?
—No.
—¡Ah!, pero, ¿no fuman las españolas?
—Mucho menos que las francesas.
—Las francesas no fuman, caballero —dijo la señora un tanto indignada.
—¡Oh! Yo las he visto en París —exclamó Quintín—. En cambio, en Córdoba no verá usted una que fume. En Francia no nos conocen; creen que todos los españoles somos toreros, y no es verdad.
—¡Ah!, no, no, perdón —replicó el francés—, nosotros conocemos muy bien España. Hay dos Españas: una, la del Mediodía, que es la de Theophile Gautier, y otra, la de Hernani, de Víctor Hugo. Porque no sé si usted sabrá que Hernani es una ciudad española.
—Sí, la conozco —dijo con aplomo Quintín, que no había oído citar en su vida el nombre del pueblecillo vascongado.
—Una gran ciudad.
—Seguramente.
Quintín, al decir esto, encendió un cigarro, pasó la mano por el cristal empañado de la ventanilla hasta dejarlo transparente, y se puso a canturrear mientras contemplaba el paisaje. Con el tiempo húmedo y lluvioso, era triste aquel campo desierto, sin una aldea en toda la extensión abarcada por la vista, sin caseríos, únicamente con algún cortijo pardo a lo lejos.
Pasaron estaciones abandonadas, cruzaron extensos olivares con sus olivos en grandes cuadros, puestos en línea, sobre las lomas rojizas. El tren se acercó a un río ancho de aguas arcillosas.
—¿El Guadalquivir? —preguntó el francés.
—No sé —contestó Quintín distraído. Luego sin duda le pareció mal esta confesión de su ignorancia, miró al río como si éste le fuera a decir su nombre, y añadió—: Es un afluente del Guadalquivir.
—¡Ah! ¿Y cómo se llama?
—No recuerdo. Creo que no tiene nombre.
Empezó a llover más fuerte. La tierra iba convirtiéndose en un barrizal, las hojas viejas de los olivos humedecidos relucían negruzcas; las nuevas brillaban como si fueran de metal. Al moderar el tren su marcha, parecía arreciar la lluvia, se oía el repiqueteo de las gotas en la cubierta del vagón, y el agua se deslizaba por los cristales de las ventanillas en anchas fajas brillantes.
En una de las estaciones, subieron al vagón tres mocetones vestidos de corto, con sendas mantas, sombrero ancho, faja negra y gran cadena de plata en el chaleco. No dejaron de hablar un instante en todo el camino de sus molinos, de sus caballos, de mujeres, de juego y de toros.
—Estos señores —preguntó el francés en voz baja acercándose a Quintín—, ¿qué son? ¿Togegos?
—No… gente rica de por aquí.
—Hidalgos, ¿eh?
—¡Psch! Vaya usted a saber.
—Hablan mucho de juego. Se jugará mucho en Andalucía, ¿verdad?
—Sí.
—He oído contar yo que una vez un hidalgo iba a caballo y se encontró en la carretera con un mendigo. El caballero le arrojó una moneda de plata, pero el mendigo no la quiso aceptar, y sacó una baraja de entre sus harapos y le propuso echar una partida al hidalgo y le ganó el dinero y el caballo.
—¡Ja…, ja…, ja! —rió estrepitosamente Quintín.
—Pero, ¿no es verdad? —dijo algo picado el francés.
—Quizás, quizás que lo sea.
—¡Qué inocente! —murmuró el aldeano para su capote…
—¿No es verdad tampoco que todos los mendigos tienen derecho a usar el don?
—Eso sí, ve usted, eso ya es verdad —contestó Quintín sonriendo con su sonrisa agitanada.
En una estación próxima a Córdoba bajaron los tres mocetones de las mantas. Escampó un instante; por el andén iban y venían hombres de sombrero ancho y calañés, mujeres con flores en la cabeza, viejas con grandes paraguas encarnados…
—Y estos jóvenes que venían aquí —preguntó el francés lleno de curiosidad por todo— ¿llevarían su correspondiente navaca, eh?
—¡Ah! Sí. Es probable —dijo Quintín, imitando sin darse cuenta la manera de hablar de su interlocutor.
—¿Y las navacas que llevan son muy grandes?
—¡Las navacas! Sí, muy grandes.
—¿Qué dimensiones tendrán?
—Dos o tres palmos —dijo Quintín, a quien palmo más o menos no le importaba gran cosa.
—¿Y es fácil el maneco de esa terrible arma?
—Tiene sus dificultades.
—¿Y usted lo sabrá?
—Naturalmente. Pero lo difícil de veras es dar en un punto una navacada a veinte o treinta metros…
—¿Y cómo se hace eso?
—Pues nada, se pone la navaca así —y Quintín supuso que la ponía en la palma de la mano—, y se lanza con toda la fuerza. La navaca va como una flecha a clavarse donde uno quiere.
—¡Qué horror!
—A eso le llamamos nosotros «pintar un jabeque».
—Un ca… un cha… ¿cómo?
—Jabeque.
—Es verdaderamente extraordinario —dijo el francés después de hacer vanos intentos para pronunciar el sonido gutural—. ¿Y usted habrá matado toros también?
—¡Oh!, ya lo creo.
—Pero es usted muy joven.
—Veintidós años.
—¿Y no me ha dicho usted que ha estado ocho en Inglaterra?
—Sí.
—¿Y a los catorce años mataba usted toros?
—No… En las vacaciones.
—¡Ah! ¿Venía usted desde Inglaterra únicamente para eso?
—Sí, para eso y para ver a mi novia.
La señora francesa sonrió, el marido dijo:
—¿Y no tenía usted miedo?
—¿Miedo de quién? ¿De los toros, o de mi novia?
—De las dos cosas —exclamó el francés riendo a carcajadas.
—¡Qué inocente! —repitió el aldeano sonriendo, mirándole como a un niño.
—A las mujeres y a los toros —dijo Quintín con el tono de un conocedor consumado— no hay más que saberlos entender. Que el toro embiste por la derecha, pues usted se pone a la izquierda, o al contrario.
—¿Y si no se tiene tiempo de hacer eso? —preguntó el francés con cierta ansiedad.
—Entonces puede usted contarse entre los difuntos y pedir que digan unas cuantas misas por la salvación de su alma.
—Es espantoso. Y a las mujeres les entusiasmará un buen toreador, ¿eh?
—Claro, por razón del oficio.
—¿Cómo por razón del oficio?
—¿No nos torean ellas a nosotros?
—Es verdad —dijo el aldeano riendo.
—Y el que toree bien —prosiguió el francés tendrá abiertas las puertas del gran mundo.
—Seguramente.
—¡Qué país más extraño!
—Y oiga usted —preguntó la mujer—, ¿es verdad que si una novia le engaña a su amante, el amante siempre mata a su novia?
—No, siempre no… algunas veces… pero no es su obligación.
—Y usted… ¿ha matado alguna novia? —preguntó la señora muerta de curiosidad.
—¡Yo! —y Quintín vaciló como quien no quiere confesarlo—. Yo, no.
—¡Ah…, sí, sí! —exclamó la francesa—. Usted ha matado a alguna novia. En la cara se lo conozco a usted.
—Amiga mía —dijo su marido—, no insistas; los españoles son demasiado hidalgos para contar ciertas cosas.
Quintín miró al francés, y guiñó los ojos confidencialmente, dándole a entender que adivinaba la verdadera causa de su reserva. Luego tomó un aire melancólico para disimular el júbilo que le producía esta farsa, después se distrajo mirando por la ventanilla.
«Qué tiempo más fastidioso», murmuró.
Se había figurado siempre su llegada a Córdoba con un día soberbio, con un sol de oro, y se encontraba con un tiempo ridículo, de agua, feo y tristón.
«Probablemente en todo lo que he proyectado me sucederá lo mismo. Nada sale como uno se lo imagina. Según mi condiscípulo Harris, es una ventaja. ¿Qué sé yo? Habría que discutirlo.»
Este recuerdo de su condiscípulo le llevó a pensar en el colegio de Eton.
«¿Qué harán ahora allá?»
Embebido en sus recuerdos, miraba por la ventanilla. A medida que el tren avanzaba, se veía el campo más cultivado; en las dehesas pastaban esbeltos caballos de largas colas.
Los viajeros comenzaron a preparar los equipajes para bajar rápidamente; Quintín se puso el sombrero, metió la gorrita en el bolsillo y colocó la maleta en el asiento.
—Señor —le dijo de pronto el francés—, le doy a usted las gracias por los informes que me ha facilitado. Soy Jules Matignon, profesor de español en París. Creo que nos volveremos a ver en Córdoba.
—Yo me llamo Quintín García Roelas.
Ambos se dieron la mano y esperaron a que parase el tren, que ya aminoraba su marcha al acercarse a la estación de Córdoba.
Llegaron, bajó Quintín rápidamente, atravesó el andén perseguido por cuatro o cinco mozos, y encarándose con uno de ellos de pañuelo rojo en la cabeza, le entregó la maleta y el talón y le encargó que los llevara a su casa.
—A la calle de la Zapatería —le dijo—. Al almacén de ultramarinos que hay allá. ¿Sabe usted dónde es?
—La caza de don Rafaé. Ya lo creo.
—Bueno.
Hecho esto, Quintín abrió el paraguas y comenzó a marchar hacia el centro de la ciudad.
«Me parece que no he atravesado el canal de la Mancha —se dijo—, y que voy por uno de aquellos caminos que rodeaban el colegio. El mismo cielo gris, el mismo barro, la misma lluvia. Ahora voy a ver los parques y el río.»
Pero no, lo que vio fue los naranjos de la Victoria, llenos de frutos dorados, brillantes por el agua.
«Me voy convenciendo de que estoy en Córdoba», —murmuró Quintín, y entró en el paseo del Gran Capitán, tomó después por la calle de Gondomar hasta las Tendillas, y de aquí, como si el día anterior hubiese paseado por aquellas calles, se plantó en su casa. No la reconoció a primera vista; el almacén no ocupaba ya dos huecos como antes, sino toda la fachada; en las puertas había láminas de zinc, sólo una tenía cristales, a través de los cuales se veía el interior repleto de sacos amontonados y en fila.
Quintín subió al piso principal, llamó varias veces, le abrieron y pasó adentro.
—Aquí estoy yo —exclamó con voz fuerte recorriendo un pasillo oscuro. Se oyó que se abría una puerta, y el muchacho se sintió abrazado y besado repetidas veces.
—¡Quintín!
—¡Madre! No te veo aquí, con esta oscuridad.
—Ven —y su madre, abrazándole, le hizo pasar a un cuarto y le acercó al balcón—. ¡Qué alto estás hijo mío! ¡Qué alto y qué fuerte!
—Estoy hecho un bárbaro.
La madre volvió a abrazarle.
—¿Y has estado bien? Ya nos contarás. ¿Tendrás hambre? ¿Quieres tomar algo? Una taza de chocolate.
—No, no, nada de chocolate. Algo más sólido, jamón, huevos… tengo un hambre feroz.
—Bueno, diré que te preparen el almuerzo.
—¿Y todos están bien?
—Todos. Vamos a verlos.
Recorrieron un estrecho pasillo y entraron en un cuarto, en donde dos muchachos, el uno de quince años y el otro de doce, se acababan de vestir. Quintín les abrazó sin gran efusión, y de este cuarto pasaron a una alcoba, en donde una niña de ocho o nueve años dormía en una cama muy grande.
—¿Ésta es Dolores? —preguntó Quintín.
—Sí.
—Y cuando yo la vi era tan chiquita. ¡Qué bonita es!
La niña se despertó, y viendo a un desconocido allí, se asustó:
—Pero si es Quintín, tu hermano, que ha venido.
Entonces ya se tranquilizó y se dejó besar.
—Ahora vamos a ver a tu padre.
—Vamos —dijo Quintín de mala gana.
Salieron de la alcoba, y al final del pasillo desembocaron en un cuarto con una ventana y una mampara negra en la puerta.
—Esperaremos un rato. Habrá ido al almacén —dijo la madre sentándose en un sofá de gutapercha.
Quintín examinó distraídamente los muebles del despacho; el pupitre grande lleno de cajoncintos, la caja de caudales con sus botones dorados, los libros y la prensa colocados sobre una mesa arrimada a la ventana. En la pared, frente a la mampara, colgaban dos grandes litografías iluminadas, borrosas, del Vesubio en erupción; en medio de las dos había un gran reloj exagonal y debajo un calendario perpetuo, de cartón negro, con tres aberturas elípticas en línea vertical, la de arriba para la fecha, la de en medio para el mes y la de abajo para el año.
Madre e hijo esperaron un instante mientras el reloj medía el tiempo con un tictac duro. De pronto se abrió la mampara y entró en el despacho un hombre afeitado, elegantemente vestido, con la cara llena, rosácea, y el aire aristocrático.
—Aquí tienes a Quintín —dijo la madre.
—Hola —exclamó el señor, tendiendo la mano al mozo—. ¿Has venido sin avisar? ¿Qué tal por allá?
—Muy bien.
—Ya sé que vienes hecho un hombre, dispuesto a hacer algo útil.
—Creo que sí —contestó Quintín.
—Me alegro, me alegro mucho de verte transformado.
En esto entró en el despacho un señor alto, delgado, viejo, con el bigote cano, caído. Saludó inclinándose, y la madre de Quintín, señalando a su hijo le preguntó:
—¿No le conoce usted, Palomares?
—¿A quién, doña Fuensanta?
—A este muchacho. Es Quintín.
—¡Quintín! —exclamó el viejo hablando a gritos—. ¡Es verdad! ¡Chiquillo cómo has crecido! ¡Estás hecho un gigante! ¡Qué barbaridad!, ¿y qué tal esos ingleses? Mala gente, ¿verdad? ¡A mí me han jugado cada mala pasada! ¿Y cuándo ha venido este mozo, doña Fuensanta?
—Ahora mismito.
—Bueno —dijo el padre de Quintín a Palomares.
—Vamos —advirtió la madre a su hijo—; tendrán que trabajar.
—Luego en la mesa hablaremos más despacio —repuso el padre.
Salieron madre e hijo, y fueron al comedor. Se sentó Quintín a la mesa y devoró como un ogro los huevos, el jamón, el panecillo, un trozo de queso y un plato de dulce.
—Pero se te va a quitar el apetito para la hora de comer —le advirtió su madre.
—¡Ca! A mí no se me quita el apetito nunca, seguiría comiendo todavía —repuso Quintín; luego saboreando el vino y metiendo la nariz en el vaso, añadió—: ¡Qué vino, madre! De éste no bebíamos en el colegio.
—No, ¿eh?
—Ya lo creo que no.
—¡Pobre!
Quintín, conmovido, exclamó:
—Allí he estado solo, muy solo, durante mucho tiempo. Y ahora… ya no me querrás como a los demás.
—Sí, lo mismó. He pensado tanto en ti… —y la madre volvió a abrazar a su hijo, y lloró emocionada durante algún tiempo sobre su hombro.
—Vamos, no llores más —dijo Quintín, y agarrándola de la cintura esbelta, levantó a su madre en el aire como una pluma y la besó en la mejilla.
—¡Qué bruto! ¡Qué fuerzas tienes! —exclamó ella admirada y satisfecha.
Luego los dos recorrieron la casa. Algunos detalles manifestaban claramente el salto económico dado por la familia; la sala con grandes espejos, consolas de mármol y chimenea francesa, estaba alhajada con lujo; en el comedor, en un armario con cristales, se exhibía una vajilla de loza de Sèvres, y platos, teteras y fuentes de plata repujada.
—Esta vajilla —dijo la madre de Quintín— se la compramos a un marqués arruinado, por una friolera; tenían todos los platos y fuentes una corona de marqués y las iniciales pintadas, y entre las muchachas y yo, con piedra pómez, las hemos ido borrando. Hemos tardado meses en esto.
Después de ver toda la casa, madre e hijo bajaron al almacén. Aquí se advertía el lastre comercial de la casa; pilas de sacos de todas clases se amontonaban, dejando en medio estrechos pasadizos. Fueron a saludar a Quintín los mozos del almacén; luego madre e hijo volvieron a subir las escaleras y entraron en casa.
—Ya tienes arreglado tu cuarto —dijo la madre—. Dentro de un momento comeremos.
Quintín se mudó de ropa, se lavó, y muy peinado y muy pulcro, se presentó en el comedor. Su padre, elegante, con el cuello de la camisa blanquísimo, presidía la mesa; la madre repartía la comida; los chicos estaban limpios y atildados. Servía la mesa una muchacha con delantal blanco.
Hubo durante toda la comida cierta frialdad, unos momentos de silencio, largos, perturbadores. Quintín se encontraba violento, y cuando concluyó la comida, se levantó inmediatamente y se marchó a su cuarto.
«Aquí no se ha olvidado nada —pensó—; no creo que podré estar mucho tiempo en esta casa.»
Le habían llevado el equipaje al cuarto, y se dedicó a sacar sus libros y a colocarlos en un estante. Seguía lloviendo, y no tenía ninguna gana de salir. Oscureció pronto, eran los días más cortos del año; Quintín bajó al almacén y se encontró con Palomares, el señor viejo, dependiente de la casa.
—¿Y qué tal por Inglaterra? —le preguntó.
—Bien. Aquél es un gran país.
—Pero mala gente, ¿verdad?
—Ca, hombre. Mejor que aquí.
—¿Crees tú?
—Sí, hombre.
—Es posible. ¿Has visto el almacén?
—Sí, esta mañana.
—Chico, aquí se ha batido el cobre de firme. Hemos trabajado de lo lindo. Y tu madre más que nadie. Me río yo de las mujeres de talento, estando ella delante.
—Sí, debe ser lista.
—¡Si es! Por ella se ha hecho todo. Cuando yo llegaba por las mañanas a ese despacho de arriba y movía los tornillos del calendario, pensaba: Hoy va a ser el descalabro… nada, todo salía bien. Voy arriba un rato, ¿vienes?
—No.
Quintín cogió un paraguas y dio algunas vueltas por el pueblo. Llovía a chaparrón, y aburrido, al poco rato volvió a su casa.
En el comedor, su madre, Palomares y todos los chicos jugaban a la lotería con cartones. Invitaron a Quintín a tomar parte en el juego, y aunque no le pareció una cosa muy divertida, no tuvo más remedio que aceptar. Un motivo de risa y de algazara fue que Quintín no comprendiera los motes que Palomares ponía a los números al cantarlos, pues además de los ya vulgares y conocidos, como el 15 «la niña bonita», tenía en su repertorio otros más pintorescos que a Quintín hubo que explicárselos. El 2, por ejemplo, era «la pavita»; el 11, «la horca de los catalanes»; el 6, «la rata del batanejo»; el 22, «los pavitos de la mae Irene»; el 17, «Maoliyo el torcido», y había entre los motes alguno de una fantasía estupefaciente, como el 10, que Palomares designaba diciendo que era «María Francisca, que va con las naguas puercas al teatro».
Al terminar cada juego, Palomares tomaba un azafate con su vaso de agua y decía al ganancioso:
—Tú que has ganao, tu vasito de agua y tu azucarao; tú que has perdió —y señalaba al perdidoso— te vas por donde has venío.
Se celebró la gracia todas las veces que se repitió.
—Bueno, ahora cuenta lo que hiciste en Chile —dijo uno de los chicos.
—No, no —dijo la madre de Quintín—, ahora vosotros a estudiar, y esta niña a la cama.
Obedecieron sin protestar, y poco después se oyó el moscardoneo de los chicos que leían la lección en voz alta.
—Vaya —dijo Palomares—, me voy a cenar.
Y tomando la capa se fue a la calle.
Llegó el padre de Quintín, y se cenó. La cena tuvo el mismo carácter de la comida. Quintín, inmediatamente de acabar con el postre, se levantó y se fue a su cuarto.
Se acostó, y entre la gran confusión de imágenes y de recuerdos que dominaban su memoria, se acentuaba siempre una idea, y era que en aquella casa no iba a poder vivir.