El comedor de la posada principal de Argoitia. En el centro hay una mesa cubierta con hule blanco, y a los lados de ésta, dos veladores. El cuarto se halla iluminado por dos quinqués de petróleo, que cuelgan del techo. Comunica, por una puerta, con la taberna. En el extremo de la mesa central juegan al mus: Martínez, el cabo de la guardia civil, hombre bigotudo, de aspecto terrible; el dueño de la posada, que es, al mismo tiempo, panadero, que espera la subida de la masa, en camiseta, con los brazos al aire, y calculando el tiempo que pasa por las partidas que juega, y otros dos, con tipo de labradores acomodados.
Al extremo de la mesa están: un belga, alto y rubio, que masca tabaco, escupiendo continuamente, y bebe una mezcla de cerveza y de aguardiente de caña; dos capataces de la fundición de Mariano; Garraiz, un obrero joven, y Galo, su cuñado, labrador y sacristán del pueblo.
En una de las dos mesas pequeñas, que están junto a la ventana, se encuentran el confitero y el secretario del Ayuntamiento, dos compadres de buen humor, que se pasan la vida cantando juntos. En la misma mesa donde están tomando café, tienen el uno su guitarra y el otro la flauta.
En la taberna, en donde se hallan reunidos los fundidores de la fábrica de Mariano y algunos mineros, se oye una baraúnda de voces ensordecedora.
EL CONFITERO (A los jugadores.) ¿Quién gana?
EL PANADERO. Yo no sé qué tienen que discutir tanto. Si quieren declararse en huelga, que lo hagan, pero que no fastidien. ¿Han visto ustedes a Díaz? Está ahí.
MARTÍNEZ. Sí, ya lo he visto.
EL CONFITERO. Ése, quizá sabría cómo se han hundido las cuevas en la destilería.
MARTÍNEZ. ¡Valiente granuja! ¡Si le cogiera por mi cuenta…!
EL CONFITERO. ¿Han visto ustedes cómo miraba esta mañana a Águeda en los funerales de don Lucio, con qué descaro?
Entra Díaz y, sin saludar a nadie, se acerca a uno de los capataces.
DÍAZ (Al capataz.) Ahí están todos conformes. Usted, ¿qué decide?
EL CAPATAZ. ¡Arrayua! ¡Qué compromiso! Usted, ¿qué decide?
DÍAZ. Bueno, usted dirá.
EL CAPATAZ. Eso es ir en contra de Mariano…
DÍAZ. No es que se vaya en contra de nadie. Los mineros también se declaran en huelga. Hay que obligarles a todos a que suban los jornales.
EL CAPATAZ. Sí, sí. Es verdad.
DÍAZ. ¿De manera que se cuenta con usted o no?
EL CAPATAZ. Bueno.
Sale Díaz, y el capataz queda pensativo.
GALO (EL SACRISTÁN) (A Garraiz.) Ya verás. Mañana no trabajan en la fábrica.
GARRAIZ. ¡Bah!
GALO. Tú lo verás. Y si no trabajan y dejan las obras se arruina Mariano, porque como en el contrato está puesto que tiene que concluir las máquinas para mañana…
GARRAIZ. ¡Tú qué sabes cómo está hecho el contrato!
GALO. Me lo han dicho.
GARRAIZ. ¡Qué ganas tenéis todos de hablar de cosas que no sabéis!
GALO. Pues si mañana se declaran en huelga, yo, como Mariano, para darles en la cabeza cerraba la fábrica.
GARRAIZ. ¡Tú pronto lo arreglas todo! ¿Y qué iba a hacer el patrón?
GALO. ¿Qué? Comprar tierras. Si no hubiera fábricas no pasaría, como ahora, que en este pueblo hay más castellanos y gallegos que vascongados.
GARRAIZ. ¡Con eso tú perderás mucho!
GALO. No… Pero ya te digo. Si fuera como él mandaría a paseo la fábrica y compraría una buena casa con sus buenas tierras, y a vivir.
GARRAIZ. ¡Ah…! Ése es un modo de vivir muy triste.
GALO. ¡Triste! ¿Pues qué son tus padres sino labradores? ¿Qué has sido tú hasta que te dio la ocurrencia de ir a Bilbao a entrar en un taller?
GARRAIZ. No; si yo no me creo más ahora que antes. Sólo digo que ese modo de vivir es mezquino, y más para el que está acostumbrado a otra cosa.
GALO. No sé por qué.
GARRAIZ. Sí; hombre, sí. La tierra no es leal. La trabajas, echas una buena semilla, pero no llueve, y se acabó, o llueve demasiado, o hay heladas, o pedriscos… ¡Ah! (Con desdén.) No me hables de eso.
GALO. ¿Y las máquinas, Garraiz? Son peores todavía. El pobre Domingo-chiqui podría decirlo, que allá, junto al volante grande, murió hecho pedazos.
GARRAIZ. Sí, es verdad. Las máquinas tienen sus rabias, pero ¡qué demonio! bajan la cabeza.
Yann, el belga, que masca tabaco, escucha la conversación atentamente.
GALO. Sí, sí. Mucho confiáis vosotros en vuestra sabiduría. Así os estáis volviendo todos medio herejes.
GARRAIZ. ¿Te duele eso porque eres sacristán?
GALO. No por eso; pero todos sois medio herejes.
GARRAIZ. Quizá tengas razón. Cuando no puede uno dirigir sus cosas, reza. ¿Qué va uno a hacer…? Pero cuando queda un recurso, por muy pequeño que sea, ¡vaya!, se trabaja. Los labradores rezan cuando no llueve; no pueden hacer otra cosa… Si pudieran regar…
GALO. Y vosotros, ¿qué hacéis?
GARRAIZ. Nosotros…, lo que nos da la gana… Que vaya un chico ahora a mi taller… En este momento todo estará parado; si quiere baja la compuerta de la presa y empiezan a funcionar las dínamos, y la correa sin fin se desliza junto al techo, y el volante rueda…
GALO. Menos cuando una máquina se para, dice que no y crac…
GARRAIZ. Eso pasa pocas veces.
GALO. ¿Pocas? Pues ahí he visto yo, cuando quisieron poner el horno alto, al ingeniero y al patrón y al maestro fundidor, sin saber qué hacer, porque del horno, con el mismo calor que otras veces, y con el mismo mineral y con todo lo mismo, no salía el hierro bien.
GARRAIZ. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Que no se sabe todo lo que se debía saber.
GALO. Lo que me choca es que tú, con tus ideas, no te entiendas con ésos de la huelga.
GARRAIZ. Pues no te choque. Para mí, ¿sabes quiénes están dirigiendo esto de la huelga? Los ricos del pueblo de al lado.
GALO. ¡Bah!
GARRAIZ. Sí, hombre. Uno de ellos, el alcalde, que saca una buena renta a las casas que alquila a los obreros de la destilería.
GALO. El alcalde de Arbea no necesita de eso.
GARRAIZ. No, pero le gusta la moneda. El vicario y los dos curas piensan que, si pierde importancia el Ayuntamiento de allá, lo unen al de aquí como ya han dicho, y mandan los liberales.
GALO. Sí, claro. Como tú eres de los negros… Eso de la huelga es cosa únicamente de los obreros. Ya ves, los de las minas también dicen que van a dejar el trabajo.
GARRAIZ. Ya lo veremos.
GALO. Tú no quieres creer nada.
GARRAIZ. ¡Si siempre están diciendo lo mismo! Ese charlatán de Díaz les está volviendo locos a todos.
GALO. Calla, que viene otra vez. A ver si te oye.
GARRAIZ. Que me oiga.
Díaz entra en el cuarto y se acerca a los que juegan al mus.
DÍAZ (Al panadero.) ¿Qué hay, Arbillondo? ¿Todavía aquí? Ya debe estar subiendo la masa.
EL PANADERO (Al cabo de la guardia civil.) ¿Y qué se dice de la huelga, Martínez?
MARTÍNEZ (Que acaba de perder la partida.) Eso usted lo debe saber mejor que yo.
DÍAZ. Hombre, ¿y por qué?
MARTÍNEZ. Allá usted y los carlistas del pueblo de al lado.
ES SECRETARIO. Ya está disparado el cabo.
MARTÍNEZ. Por aquí lo que hace falta, ¿me entiende usted? (Al secretario, que tiene fama de carlista.), es un hombre que hiciera lo que hizo el general Oche con la Bendee: arrasarlo todo, ¿me entienden ustedes? (Paseando la mirada fosca por la sala.), y no dejar piedra sobre piedra.
DÍAZ. Desgraciadamente, Martínez, el Gobierno no ha comprendido sus méritos.
MARTÍNEZ. Bueno. (Se levanta.) Me marcho, para estar preparado. (Mirando a Díaz.) No le arriendo la ganancia a quien quiera armar bronca mañana.
DÍAZ. ¿Lo dice usted por mí?
MARTÍNEZ. Lo digo por quien lo digo. ¿Me entiende usted?
DÍAZ. Sí, señor, le entiendo. No soy tan bruto como usted… se figura.
MARTÍNEZ. Bueno, señores… Hasta mañana.
Sale, y, tras de él, se marchan Arbillondo el panadero, dueño de la taberna, y los dos labradores compañeros del mus. Al mismo tiempo van marchándose los obreros de la taberna, y deja de oírse el murmullo estruendoso de antes. Alrededor de la mesa en que están el confitero y el secretario del Ayuntamiento, se han reunido la patrona, con sus dos hijas y la criada, y celebran todas las gracias del confitero, que imita, con la boca y las narices, toda clase de sonidos. Díaz se acerca a la mesa del centro, en donde siguen Yann, el belga, Garraiz, Galo y los dos capataces.
DÍAZ (A Yann.) Usted será de los nuestros, ¿verdad?
YANN (Con ironía.) ¿De quiénes?
DÍAZ. ¿No es usted socialista?
YANN. ¡Oh! No.
DÍAZ. ¿No tiene usted ideas políticas?
YANN. Nada…, nada…
DÍAZ. Sin embargo, será usted algo.
YANN. Sí. Soy Yann Liebaert, hijo de Max Liebaert; nada más.
DÍAZ. ¿No es usted partidario de alguna cosa?
YANN. No soy partidario de nada, ni de nadie. (Vuelve la cabeza a Galo.) Lo que ha dicho usted de las máquinas me ha parecido bien. ¿Qué es usted, compañero?
GALO. Yo…, carlista, gracias a Dios.
YANN (Sonriendo.) Casi igual que yo. Yo soy anarquista.
Mientras tanto, el confitero y el secretario del Ayuntamiento, que se encuentran a sus anchas, libres de la baraúnda ensordecedora de las voces y de los gritos, comienzan a templar el uno la guitarra y el otro la flauta, y se entabla una verdadera conversación entre los dos instrumentos, hasta que al fin se entienden, a fuerza de apretar el uno una clavija y el otro de estirar o meter hacia adentro los tubos de la flauta.
Comienza la sinfonía favorita del secretario y del confitero: la de Campanone; la guitarra va siguiendo gravemente las notas de la flauta, que gorjea como si estuviera loca. Y, después de la sinfonía de Campanone, tocan el Miserere de El Trovador, y uno de los compadres abre la ventana, porque ha visto que hace noche de luna, y esto le parece que está en consonancia con la canción romántica de la ópera de Verdi, y los sonidos de los dos instrumentos van a perderse, a lo lejos, en las concavidades de los montes solitarios.
DÍAZ (A Yann.) De modo que ¿contamos o no con usted para la huelga?
YANN (Que parece alucinado oyendo la música.) Si piensan ustedes pegar fuego a las fábricas, pueden contar conmigo.