Por la tarde. En la sala de respeto de la casa de Aizgorri, un salón grande y rectangular, alto de techo. Dos balcones, muy anchos, se abren en uno de los testeros que da a la fachada; de las dos paredes largas, que tienen más de un metro de espesor, una da hacia el interior; la otra está agujereada por tres ventanas. Las maderas de los balcones son de roble, con ensambladuras y adornos de talla en los dinteles y en las jambas.
Entra la luz fría del Norte por los dos balcones, cuyo saliente corre a lo largo de la fachada, negra y carcomida, de la casa de Aizgorri, adornada en el frontis por un enorme escudo.
En la sala, las paredes están cubiertas hasta la altura de un hombre, con un zócalo de nogal, que, en los sitios donde falta, está sustituido con papel oscuro, despegado en unos sitios y roto en otros.
En la parte alta de las paredes, pintadas de gris, se ven grandes manchones de la humedad; el techo, se halla cruzado por largas vigas, negras, torcidas y apolilladas, que se destacan en un fondo azul de Prusia, lleno de manchas blancas en los sitios descascarillados, claras y brillantes como las estrellas de los cielos, espléndidamente azules, de los nacimientos de juguete.
De la viga del centro pende una araña con sus prismas colgantes de cristal, fríos, tristes como estalactitas de agua helada, que apenas descomponen, irisándose, la luz débil que viene de los dos balcones abiertos de la sala.
El ambiente que llena la estancia es algo opaco; parece un líquido tenue, en el cual nadan los objetos, como en otoño las hojas caídas en las aguas tranquilas y frías de un estanque.
Es un ambiente triste, un aire de vetustez y de ruina, algo señorial y al mismo tiempo campesino.
El suelo es de anchas tablas, alabeadas, de nogal negruzco, frotado con cera rojiza; despide un olor de mastranzo, que da idea de algo sensual, y en su fondo, que brilla, se reflejan turbiamente, con cierto misterio, los muebles de la sala.
Sobre el piso de nogal hay varios retratos, en hilera, y entre uno y otro cuadro, espejos pequeños, biselados, como los que adornan las sacristías de las catedrales, casi todos rotos, con el marco negro, lleno de abalorios; algunos, de una luna tan clara y transparente, que, al reflejar los objetos, los impregnan de algo, como una vibración dolorosa.
Entre los dos balcones se ve un cuadro grande: es el retrato del fundador de la casa, Machín de Aizgorri, un caballero cubierto con una armadura repujada. Tallado en el marco y pintado después, se ve el escudo de Machín, el cual es de dos cuarteles: uno que consiste en un monte rojo, crestado en cinco pisos, sobre gules, correspondiendo a cada pico un lucero de oro, y el otro, en que aparecen, en primer término, dos lobos rampantes, de cuya boca cuelgan dos manos, y en el fondo, un roble en campo de azur.
Los demás retratos son de una abadesa, de un obispo, de varios militares emparentados con la familia; todos con sus nombres y sus escudos.
Un par de bargueños, dos arcas talladas, de las cuales una de ellas es, al mismo tiempo, banco, y cuyo respaldo termina en la parte alta en dos escudos, un canapé rococó de madera dorada, de tela de seda, hecha con franjas verdes y azules, muy ajadas, y una porción de sillas de la misma clase, ennegrecidas y descascarilladas, a lo largo de las paredes, constituyen el mueblaje.
En medio de la sala, un braserillo en forma de copa, resto de esplendores pasados, se sostiene en un pie formado por tres garras de águila, que oprimen unas bolas.
Entran en la sala el vicario y el alcalde. El vicario es hombre alto, delgado, de nariz larga, que parece que está siempre olfateando algo, ojos de un gris azulado, cuarenta y cinco a cincuenta años de edad.
El alcalde es pesado, grasiento, barbudo, tímido y con cara aniñada, a pesar de sus cuarenta y tantos años. Esperan los dos en la sala.
EL VICARIO. ¿Y esos señores?
EL ALCALDE. Se han quedado en el jardín. El francés quiere hacer un croquis de las inmediaciones de la casa.
Entran don Julián y Mariano y saludan al vicario y al alcalde.
EL VICARIO (A don Julián.) Aquí traigo, a remolque, al alcalde. Díaz y un señor extranjero han venido también con nosotros. Se han quedado en el jardín. En confianza: Díaz está muy pesaroso de haber dejado la casa precisamente en momentos como los actuales; le trataron con mucha dureza, pero si se le necesita, está dispuesto a volver.
MARIANO. Dígale usted que no se le necesita.
EL VICARIO (A don Julián.) Porque ahora que hay que arreglar las cuentas…
MARIANO. No, no.
EL VICARIO (A don Julián.) Díaz tendrá sus defectos, pero es un buen muchacho, trabajador, religioso…
MARIANO. Muy trabajador y muy religioso; pero eso no le impide el volver locos a mis obreros, inculcándoles el santo odio al burgués y excitándoles a que me hagan una mala pasada.
EL VICARIO. Nada sé de eso. Él cumple sus preceptos de cristiano. Ahora, las intenciones, Dios sólo las ve.
MARIANO. ¡Oh! Las ve cualquiera. Afortunadamente, su maquiavelismo es bastante infantil.
EL VICARIO (Siempre dirigiéndose a don Julián.) ¿Y qué le ha pasado a don Lucio de nuevo? Un ataque a la cabeza, según me han dicho.
DON JULIÁN. Sí, efectivamente. Una hemorragia cerebral.
EL VICARIO. ¡Caramba, caramba! Una cosa grave, ¿verdad?
DON JULIÁN. Tan grave, que no espero que se cure.
EL VICARIO (Hipócritamente.) ¡Qué desgracia, señor! ¡Un hombre tan bueno!
EL ALCALDE. ¿Bueno? (Le da un ataque simulado de tos.) Sí…, es verdad.
EL VICARIO. Según me han dicho ha perdido el habla.
DON JULIÁN. Completamente.
EL VICARIO. Entonces, ¡claro!, no podrá disponer nada.
DON JULIÁN. Es natural.
EL VICARIO (Al oír ruido de pasos en la escalera, a don Julián.) Deben ser Díaz y ese señor francés.
Se abre la puerta, y aparecen Díaz y un tipo muy elegante, con melena negra, bigotes rizados, traje claro y una flor en el ojal de la americana. Se levantan todos.
EL VICARIO (Señalando sucesivamente al francés, a don Julián y a Mariano.) El señor Alfort…, el doctor Aróstegui, don Mariano Unzueta…
Se saludan los tres.
EL VICARIO. Este caballero (Volviendo a indicar al francés) había venido a Arbea con el objeto de hacer proposiciones a don Lucio. Ha sabido en el pueblo que está enfermo, y quiere hablar con los hijos.
DON JULIÁN. ¿Ahora?
EL FRANCÉS (M. ALFORT). No; ahora, no.
DON JULIÁN. Pero siéntense. (Se van sentando todos.) Hoy están impresionados con el nuevo accidente de don Lucio.
ALFORT. ¡Oh! Comprendido… Yo no quería más que ofrecerme a ellos, por si les podía ser necesario en algo.
DON JULIÁN. Gracias, muchas gracias.
ALFORT. ¿Y qué es lo que le ha ocurrido de nuevo al enfermo?
DON JULIÁN. Una hemorragia cerebral.
El francés tuerce graciosamente la cabeza, dando a entender, por su sonrisa, que no le haría ninguna gracia tener una hemorragia cerebral.
A esto sigue un largo momento de silencio.
EL ALCALDE. Óigame usted, doctor. ¿Es verdad que los que tienen el cuello corto están predispuestos a esos ataques?
DON JULIÁN. Algo hay de cierto en eso.
EL VICARIO. Nuestro alcalde tiene miedo a esos ataques.
EL ALCALDE. Pues se equivoca usted de medio a medio. Ya ve usted. Yo le pido a Dios que me mate de repente.
EL VICARIO. No diga usted disparates.
EL ALCALDE. ¿Por qué? Si se muere uno de repente, pues, ya se ve, no sufre, y yo lo que quiero es eso, no sufrir.
ALFORT (A Mariano.) Es un verdadero epicúreo este señor. (Mariano asiente con la cabeza.)
EL ALCALDE. Además, eso de tener el cuello corto o no, yo creo que es una tontería. Ya ven ustedes, don Lucio no tenía el cuello muy corto…
EL VICARIO. Deje usted eso, por Dios. (A don Julián.) ¿Y qué van a hacer esos muchachos? ¿Quién se va a encargar de la fábrica?
DON JULIÁN. No sé. Si por mí fuera, la cerraría…
EL VICARIO. ¡Cerrar la fábrica!
ALFORT (Sorprendido.) Épatant!
DÍAZ. Perdone usted que le conteste, don Julián; pero creo que cerrar la fábrica sería quitar los medios de vivir el pueblo.
EL ALCALDE. Sí, sí, es indudable. Cerrar la fábrica es perder al pueblo.
DON JULIÁN. Yo, en cambio, creo que es salvarlo.
EL VICARIO. ¡Más de cien familias en la miseria!
EL ALCALDE. El movimiento del pueblo desaparecería.
DON JULIÁN. Sí…, no lo dudo. Pero, a cambio de esto, ¡cuántos beneficios…! Porque, hay que convencerse, la destilería está envenenando toda esta comarca. No hay más que borrachos y alcoholizados por todas partes.
EL VICARIO. Sí, será verdad; pero, mientras tanto, ¿qué van a hacer esos obreros y sus familias?
EL ALCALDE. Sí. ¿Qué van a hacer?
MARIANO. ¿No hay un proyecto de subida de aguas al pueblo? ¿No tiene Arbea dinero bastante para llevarlo a cabo?
EL ALCALDE. Sí, es verdad. Pero los propietarios no quieren ponerse de acuerdo con el Ayuntamiento, y todas son molestias.
MARIANO. Un cargo como el de usted tiene que originar molestias. Es cosa sabida.
EL ALCALDE. No lo decía, precisamente, por eso. Pero crea usted que, después de todo, perderá el pueblo; porque un pueblo se sostiene con la industria…, con el comercio…, la agricultura… Se le quita una cosa de éstas y… (Mira azorado a todos.)
EL VICARIO. ¿Y qué? Concluya usted, hombre.
EL ALCALDE. Se me ha perdido la especie… Deje usted que recuerde lo que iba a decir.
EL VICARIO. No vale la pena. (A don Julián.) ¿De manera que Águeda tiene el pensamiento de cerrar la fábrica?
DON JULIÁN. No. Es una opinión mía, nada más.
EL VICARIO. ¡Ah…!, vamos.
EL ALCALDE. Sí. Es una opinión, nada más.
ALFORT. En el caso de que la fábrica continuara, yo, por mi parte, no tendría inconveniente en abrir un nuevo crédito en obsequio a las circunstancias… He suministrado género a esta casa, y tengo que cobrar de ella veinte mil pesetas; pero, sin embargo…
Se abre bruscamente la puerta y aparece Águeda en el umbral.
ÁGUEDA. ¡Don Julián! ¡Don Julián! Venga usted. Está con otro ataque. No le puedo sujetar.
Se levantan todos.
DON JULIÁN. Voy. (A Mariano.) Venga usted también. (Salen los dos.)
DÍAZ. ¡Qué hermosa está!
ALFORT (Llevando a Díaz al hueco del balcón y en voz baja.) ¡Ah…! ¡Ah!, mi amigo. Estáis enamorado de la pequeña, ¿eh…? Mí ve… es bella. Pero a las mujeres, mi amigo, no hay que tomarlas en serio.
DÍAZ. ¿Quién le ha dicho a usted eso?
ALFORT. ¿Qué?
DÍAZ. Que estoy enamorado.
ALFORT. ¡Oh! He sido yo el que lo ha notado. ¿Quién es ese señor, viejo, que quiere cerrar la fábrica?
DÍAZ. Es el médico, un antiguo amigo de la casa.
ALFORT. ¿Y el otro?
DÍAZ. Es el dueño de una fundición, en el pueblo de al lado.
ALFORT. Me parece que ése es un espíritu fuerte.
DÍAZ. ¡Bah!
El alcalde y el vicario contemplando los retratos.
EL ALCALDE. ¿Qué edad dice usted que tenía?
EL VICARIO. ¿Quién?
EL ALCALDE. Don Lucio.
EL VICARIO. Habla usted como si hubiera muerto… Tiene cincuenta años.
EL ALCALDE. No puede ser. Debía tener más.
EL VICARIO. Como usted quiera. He visto su edad en la partida de bautismo.
EL ALCALDE. Pues estaba muy avejentado.
EL VICARIO. Está, hombre, está.
El alcalde se pone a examinar con atención la sillería, los demás muebles y cuadros.
ALFORT (A Díaz.) Yo creo que si el médico y el fundidor se empeñan, no vamos a poder realizar el negocio.
DÍAZ. ¡Ah! Lo veremos.
ALFORT. Sería una lástima. La fábrica y los almacenes valen doscientos mil francos.
DÍAZ. Sin disputa.
ALFORT. Mañana vendré a ver la destilería. Tendrán aparatos viejos, alambiques…
DÍAZ. No, no lo crea usted. Aparatos nuevos, de Savalle, perfeccionados por don Lucio.
ALFORT (Con ironía.) ¡Oh…! Perfeccionados.
DÍAZ. Sí, perfeccionados. Como usted lo oye. El amo de esta fábrica ha sido hombre de gran inteligencia. A ver qué fábrica hay que, ocupando tan poco sitio como ésta, pueda destilar mil quinientos litros por día.
ALFORT. ¿Mil quinientos?
DÍAZ. Mil quinientos.
ALFORT. ¿Y fabrican sólo espíritu de vino?
DÍAZ. No; se destila también alcohol de patata, de remolacha, de maíz. Últimamente hicimos pruebas para obtener alcohol de madera y nos dio un buen resultado.
ALFORT. ¡Oh! Pero es caro.
DÍAZ. ¡Caro!
ALFORT. Sí, porque se necesita hacer fermentar los jugos azucarados con levadura de cerveza.
DÍAZ. Hay otros procedimientos, como usted sabe muy bien.
ALFORT. Sí, dejando que el jugo fermente solo.
DÍAZ. O ayudando la fermentación con el ácido sulfúrico.
ALFORT (Sonríe.) ¡Ah…! ¡Ah…!
DÍAZ. Ustedes también lo emplean.
ALFORT. ¡Oh! No, no. Es un veneno.
DÍAZ. ¡Bah! Poco veneno, no mata. (Siguen hablando.)
EL ALCALDE. Y a usted, ¿qué le parece? Yo creo que todo esto se lo lleva la trampa, ¿verdad?
EL VICARIO. Es posible.
EL ALCALDE. Si entre todos pudieran salvar la fábrica, sería un gran beneficio para el pueblo.
EL VICARIO. Ya se ve que no ha estudiado usted en los jesuitas.
EL ALCALDE. ¿Por qué?
EL VICARIO. Por nada, hombre, por nada. (Con ironía.) Porque es usted demasiado prudente.
El vicario se acerca a Díaz y a Alfort.
EL VICARIO. Voy a ver qué pasa. En seguida vuelvo.
Alfort y Díaz se inclinan. El alcalde se pasea aburrido por la sala…
ALFORT. Dispense usted, señor, pero creo que está usted equivocado.
DÍAZ. ¡Bah! Si he analizado eso. La sacarina sustituye al azúcar en to dos los jarabes que nos envía la Maison-Fortin.
ALFORT. Pues yo le digo que esa casa de París, a la que tengo el honor de representar en España, no manda productos falsificados.
DÍAZ. Eso es fácil de comprobar.
ALFORT. No diré yo que algo…
DÍAZ. Algo, no. Todo.
ALFORT. Además, la sacarina endulza quinientas veces más que el azúcar, y se disuelve perfectamente en el alcohol.
DÍAZ. Sí, pero es un veneno.
ALFORT. ¡Ah! Monsieur, usted lo ha dicho. (Sonriendo y dándole una palmada en el hombro.) Poco veneno, no mata.
DÍAZ. Me ha cogido usted la palabra.
Alfort se ríe de una manera afectada y presuntuosa.
DÍAZ. Con los procedimientos que se usan en la casa, puede dar la fábrica, ahora, al principio, de diez a doce mil duros al año.
ALFORT. No es poco.
DÍAZ. Por veinticinco mil, contando el crédito, se queda usted con la casa, ayudándole yo, por supuesto.
ALFORT. ¿Desinteresadamente?
DÍAZ. Ya se lo he dicho. El sueldo y un veinte por ciento de las utilidades.
ALFORT. Farceur.
DÍAZ. Se lo digo en serio.
ALFORT. ¡Oh, no! Es mucho.
DÍAZ. ¡Qué va a ser!
ALFORT. Pschut. El alcalde se acerca.
EL ALCALDE. ¿Qué les parecen a ustedes estos muebles? He oído decir que tienen algún mérito.
ALFORT (Incomodado.) No comprendo nada de eso.
El alcalde sigue mirándolo todo.
ALFORT (Con desprecio.) ¿Qué hace este señor?
DÍAZ. Pensará comprar los muebles si se deshace la casa.
Entran el vicario y Mariano. Alfort se acerca presurosamente a ellos.
ALFORT. ¿Pasa algo grave?
MARIANO. Un nuevo ataque.
Sigue un largo momento de silencio embarazoso.
EL VICARIO. Yo tengo que ir a la iglesia. (Al alcalde, al francés y a Díaz.) ¿Vienen ustedes, señores?
ALFORT. Sí.
Salen todos, después de saludar ceremoniosa y fríamente a Mariano, que queda solo.
MARIANO. Van después de olfatear la presa. Ahora empezará la lucha. Veremos quién vence. (Se pasea por el cuarto.) Águeda lo quiere. Antes de ser mía, exige que esta fábrica se cierre. Lo quiere. Eso basta. (Se detiene a contemplar el retrato que se halla sobre el sitial.) Aquí está el fundador, Machín de Aizgorri, el guerrero que sembró el espanto en toda Guipúzcoa. ¡Pobre hombre! ¡Cómo degeneró tu casta! Al cabo de cientos de años, la savia enérgica de los Aizgorris no produce más que plantas enfermas y venenosas.
Pero entre su floración malsana hay un lirio blanco y puro, y ése yo lo arrancaré de la casa de Aizgorri, y lo llevaré donde hay sol y alegría, y amor. Sí, Machín; no me importa ese gesto adusto ni ese ademán altivo. Tu nieta, descendiente de los más nobles hidalgos, será la mujer de un fundidor, hijo de ferrones. Sí, lo será, lo será.
En el zaguán, Mariano desata su caballo, atado por la brida a una herradura clavada en la pared; sale a la carretera y monta en la silla, y al trote largo se pierde pronto de vista en la carretera enlodada y amarillenta, en el ambiente húmedo y opaco, al caer de la tarde, bajo un cielo sucio y agrisado.