III

En el mismo cuarto de don Lucio. Sobre la cómoda se ven varios frascos, azules y blancos, botes y tazas.

Son las primeras horas de la tarde. Entra un sol brillante por la ventana. En el cielo, azul pálido, van nadando nubes blancas como trozos de mármol.

Águeda y don Julián hablan, apoyados ambos en el alféizar de la ventana. Don Julián, el médico del pueblo, es un señor grueso, rechoncho, de bigote blanco y aspecto bondadoso.

ÁGUEDA. ¿De modo que usted cree que va mejorando algo?

DON JULIÁN. Sí. El estado general es mejor. Creo que podrá restablecerse. Pero, ¡qué sé yo! La inteligencia me parece que no se le aclarará.

ÁGUEDA. Eso sería terrible, don Julián.

DON JULIÁN. Sí, es verdad; mas, por otra parte, para un hombre tan inquieto como él, es el descanso.

ÁGUEDA. ¿No sufrirá?

DON JULIÁN. Nada. No. Ahora está en un sueño… Esto es frecuente en los alcoholizados.

ÁGUEDA. Pero mi padre, don Julián, no lo es.

DON JULIÁN. Sí lo es, sí. No bebía mucho, es cierto, pero había bebido. Además, respiraba continuamente los vapores del alcohol. Hay más alcoholizados de los que se supone.

ÁGUEDA. Sí, ¿eh?

DON JULIÁN. ¡Sí lo digo siempre! Esta fábrica vuestra concluirá por devorar al pueblo.

ÁGUEDA. Pero oiga usted, don Julián, porque a mí también me interesa esto. ¿Tan malo es el alcohol?

DON JULIÁN. ¡Oh! Es el producto más terrible, el enemigo mayor de los hombres. Es el espíritu de la locura y de la muerte. Ya ves; todas esas furias, como la dinamita y la melinita, y otras que se agazapaban antes entre sustancias, al parecer sin maldad, en la glicerina, en el azúcar…, pues todos esos explosivos modernos, que llevan una cola larguísima de catástrofes, no son tan terribles como el alcohol.

ÁGUEDA. Pero, ¡quién lo diría!

DON JULIÁN. Es que los efectos del alcohol son lentos. El daño que hace en el padre se manifiesta en el hijo o el nieto.

ÁGUEDA. ¿Y usted cree que en nuestro pueblo ha sucedido algo de eso?

DON JULIÁN. ¡Ya lo creo! Arbea era uno de los pueblos más fuertes de las provincias vascongadas, pueblo de agricultores, semibárbaros, que vivía en este valle hundido. Los Aizgorris, tus antepasados, eran los señores, los jaunchos, como les llamaban aquí, gente aguerrida, con la hermosa crueldad del salvaje; hombres enérgicos, de músculos y de corazón duros como el acero. Vino tu abuelo y puso la fábrica, excitado por el lucro, y poco a poco el alcohol fue infiltrándose y la degeneración cundió por todas partes.

ÁGUEDA. ¿Y de los padres ha pasado a los hijos, verdad?

DON JULIÁN. Ahí está, precisamente, el mayor mal. Ése es el aspecto más triste de los efectos del alcohol; no mata, pero hace degenerar a la descendencia, seca las fuentes de la vida. Así, los hijos nacidos, desequilibrados y enclenques, pagan las culpas de los padres, por esa fatalidad inexorable de la herencia. (Contemplando a Águeda, que está pensativa y ensimismada). ¿En qué piensas?

ÁGUEDA. Pienso en la obra funesta de mi familia. (Sonriendo con tristeza.) Porque, para usted, nosotros hemos sido los envenenadores del pueblo.

DON JULIÁN. ¡Qué quieres que te diga…! Eso he creído siempre.

ÁGUEDA. Yo me lo figuraba también. Muchas veces he pensado que, si pudiera, cerraría la fábrica.

DON JULIÁN. ¡Qué beneficio sería para el pueblo!

ÁGUEDA. ¿Y sabe lo que haría con la fábrica? Es una idea que se me ocurrió hace días, leyendo la vida de un santo. La convertiría en un asilo.

DON JULIÁN. ¿Sabes, chica, que a veces creo que vales mucho más de lo que vales?

ÁGUEDA. ¡Bah!

DON JULIÁN. Oye. ¿Es verdad que los acreedores van a vender la fábrica?

ÁGUEDA. Sí.

DON JULIÁN. Y vosotros, ¿qué vais a hacer? ¿Tu hermano ha decidido alguna cosa?

ÁGUEDA. ¡Él! Nada. Desde antes de ayer a la mañana que papá se puso malo, no sale de su cuarto mas que para comer, y allá anda paseándose de un lado a otro.

DON JULIÁN. ¿Le impresionó mucho el accidente de tu padre?

ÁGUEDA. Mucho. ¡Ha desmejorado en estos dos días de una manera…! Tiene usted que verle, porque yo creo que no está bien.

DON JULIÁN. Bueno. Luego le llamas con cualquier pretexto. Oye, y Mariano, ¿ha venido a verte?

ÁGUEDA. Por la mañana ha estado aquí.

DON JULIÁN. No te ha hablado estos días…

ÁGUEDA. ¿De qué?

DON JULIÁN. De… yo creía que era tu novio, vamos.

ÁGUEDA. Pues, no.

DON JULIÁN. Estaba tan entusiasmado… no hacía mas que elogios de ti…

ÁGUEDA. Somos buenos amigos.

DON JULIÁN. Él no manifestaba sólo amistad, no; algo más que amistad. ¿Se habrán apaciguado sus entusiasmos por el mal giro de vuestros negocios?

ÁGUEDA. ¡Cómo se ve que no le conoce usted a Mariano!

DON JULIÁN. Es verdad… le trato poco, como sabes… Dicen que es muy sensato.

ÁGUEDA. Y noble y leal.

DON JULIÁN. … Que es dominador… adusto…

ÁGUEDA. Para mí siempre ha sido cariñoso y amable.

DON JULIÁN. Que sabe lo que vale el dinero…

ÁGUEDA. Siempre le he visto generoso.

DON JULIÁN. Mucho le elogias… ¿Te agrada?

ÁGUEDA. Sí… ¿A qué negarlo?

DON JULIÁN. Y él… ¿te quiere?

ÁGUEDA. Creo que sí.

DON JULIÁN. ¡Y no sois novios!

ÁGUEDA. No.

DON JULIÁN. Pues, dispénsame que te diga, hija mía, pero eso es muy raro.

ÁGUEDA (Separándose de la ventana). Sí. No digo que no. Ahora baja Luis. Voy a decirle que pase.

Águeda sale a la puerta del gabinete que da a la escalera e invita a pasar a su hermano.

ÁGUEDA. Pasa, Luis… ¡Si está don Julián!

LUIS (Entra). ¿Qué me quieren?

DON JULIÁN (En voz baja). ¡Qué abatido está! Pobrecillo. (Alto). ¡Hola, chico! Ya hace tiempo que no te veo.

LUIS. Sí, es verdad. (Se sienta en la silla con las manos apoyadas en los muslos.)

DON JULIÁN. Le decía a tu hermana que vuestro padre está tranquilo. No tiene cosa de cuidado, por ahora.

LUIS. No, ¿eh?

DON JULIÁN. No. Lo que pasa es que no va a poder dedicarse a su trabajo, y como el dependiente se ha marchado, vais a tener que pensar en dirigir vuestros asuntos. Tendréis que trabajar.

LUIS. ¡Trabajar!

DON JULIÁN. Si Ahora, en estos casos, se ven los hombres. Tú ya lo eres…; tienes energía…

LUIS. ¿Yo…? Ninguna.

DON JULIÁN. ¡Bah! La situación tuya y la de tu hermana son para abatir a cualquiera; pero ya verás, cuando empieces a trabajar, cómo te sientes fuerte y enérgico.

LUIS. ¿Yo?

DON JULIÁN. Sí, hombre; porque a ti te hace falta eso, una ocupación, tener quebraderos de cabeza.

LUIS. Es verdad…; es verdad. (Con voz sorda.) A mí lo que me hace falta es dinero.

DON JULIÁN. Sí. Eso está claro. Pero no es mejor y más digno poder decir, dentro de un año o de unos meses: yo, por mi fuerza de voluntad, he salvado a mi familia de la miseria; yo…

LUIS (Con ironía.) Sí. Eso está bien en las novelas…; pero en la vida…

DON JULIÁN. En la vida pasa también. Créelo.

ÁGUEDA. ¿De manera que tú no piensas trabajar?

LUIS. ¿En qué? ¿En dónde?

ÁGUEDA. En la fábrica.

LUIS. ¿Pues no la van a vender los acreedores?

ÁGUEDA. Si no es en la fábrica, en otro lado. Se buscará un empleo.

LUIS (Con petulancia.) Si hay sobra de gente en todas partes. Para cada empleo hay miles de pretendientes.

ÁGUEDA. ¡Tú qué sabes! De modo que, según tú, nos debemos echar al surco sin buscar ni ensayar nada.

DON JULIÁN. No; si Luis no quiere decir eso.

LUIS (Secamente.) Se engaña usted, don Julián. Eso es lo que quiero decir.

ÁGUEDA. Pero, Luis… ¡Por Dios! Entonces, ¿qué piensas hacer?

LUIS (Con furia.) ¿Yo? Nada.

DON JULIÁN (A Águeda.) Hoy está abatido. Se comprende. (A Luis.) Ya verás, cuando reacciones de tu abatimiento, cómo te sientes fuerte y enérgico y capaz de todo.

LUIS. Sí, sí. Cuando eso suceda, no lo niego.

DON JULIÁN. ¿Pero tú, un Aizgorri sin energía? Si parece imposible.

Luis se encoge de hombros.

ÁGUEDA. ¿De manera que todo, menos trabajar?

LUIS (Con indiferencia.) Sí; todo, menos eso. (Levantándose.) Además, me están ustedes mareando con tanta pregunta. ¿No decían ustedes antes que el caso no era tan desesperado?

DON JULIÁN. Y es verdad.

LUIS. Entonces, ¿para qué pensar en cosas tristes?

DON JULIÁN. Hay que preverlo todo y mirar las cosas frente a frente; lo bueno y lo malo.

LUIS. No; no. Yo no quiero pensar en cosas tristes. (Se levanta.) ¡Me asusto! ¡Me asusto! (Pasea, gesticulando, por el cuarto. Suena la campana de la verja.) Me voy. (Sale.)

DON JULIÁN. ¿Quién viene?

ÁGUEDA (Asomándose a la ventana.) Es Mariano.

DON JULIÁN. Este Luis… ¡Lástima de muchacho! ¡Qué falta de sentido moral!

ÁGUEDA. ¡Pobre Luis! (A don Julián.) Aquí se ve lo que dice usted de la degeneración que va de los padres a los hijos, ¿eh?

DON JULIÁN. Aquí (confuso), sí; aunque, precisamente, este caso…

ÁGUEDA. ¿Para qué ocultar la verdad? (Abre la ventana y se asoma a ella. Don Julián contempla a Águeda en silencio. Entra Mariano.)

MARIANO. ¿Cómo sigue el enfermo, don Julián?

DON JULIÁN. En el letargo más completo.

MARIANO. ¿Hay peligro de que suceda una desgracia?

DON JULIÁN. No sé…; no sé.

ÁGUEDA (Volviendo la cabeza.) ¡Hola, Mariano!

MARIANO. ¡Águeda! (Retiene sin querer los dedos de ella entre los suyos.)

ÁGUEDA (A don Julián.) Voy a escribir al tío Rafael, contándole lo que pasa. (A Mariano.) ¿Me quiere usted tener presa?

MARIANO (Soltando la mano de Águeda.) Perdone usted.

Águeda se sienta a escribir.

MARIANO (En voz baja.) Oiga usted, don Julián. ¿Qué dice Águeda de esta situación? ¿La conoce?

DON JULIÁN. Sí.

MARIANO. Me han dicho que los acreedores van a vender la fábrica.

DON JULIÁN. Es cierto.

MARIANO. ¿Cómo va a quedar Águeda? ¿En la miseria?

DON JULIÁN. No sé.

MARIANO. Quisiera consultarle a usted una cosa, don Julián.

DON JULIÁN. Diga usted.

MARIANO. Yo quiero a Águeda; y ella se me figura que me tiene algún cariño Pero, no sé por qué, me rechaza.

DON JULIÁN. ¿Le rechaza a usted?

MARIANO. Abiertamente. Yo me pregunto: ¿Qué he hecho? ¿Qué motivo tiene? Porque Águeda tiene algún motivo… No es una mujer superficial.

DON JULIÁN. No, no. Siempre ha sido inteligente y sensata.

MARIANO. ¿No es verdad? (Contempla entusiasmado a Águeda.) Y buena como un ángel.

ÁGUEDA (Levanta la cabeza con melancolía.) ¿Por qué me miran ustedes así?

DON JULIÁN (Señalándole la frente.) Queremos sorprender lo que hay escondido en esa cabecita rubia.

ÁGUEDA. ¿Escondido? Nada.

DON JULIÁN. ¡Oh…! Lo averiguaremos.

ÁGUEDA. Yo lo ocultaré, en cambio.

DON JULIÁN. Si puedes. Cuando el alma es leal y abierta, los sentimientos salen a la cara.

ÁGUEDA. Pues yo no soy tan tortuosa, y sé ocultar mis preocupaciones.

MARIANO. ¿Para qué ocultarlas a personas que la quieren?

ÁGUEDA. A ésas más… Porque cuando no se puede poner remedio al mal…

DON JULIÁN. ¿Al mal? ¿A qué mal? No comprendo tus preocupaciones. Me vas inquietando.

ÁGUEDA (Con voz alterada.) ¿Por qué, don Julián?

DON JULIÁN. Tú tienes preocupaciones y las ocultas. Graves han de ser… Y aquí, en esta casa…

ÁGUEDA (Se levanta.) ¿Qué? ¿Teme usted que me pase algo?

DON JULIÁN. No. Eso, no. Pero debes de comunicar tus inquietudes. Será para ti un consuelo. Esa compañía eterna de la razón con una idea cansa, cansa mucho y puede llegar hasta perturbar el cerebro.

ÁGUEDA. ¡Oh, Dios mío…! Temía que me iba usted a decir eso… Sí, lo temía.

MARIANO. Pero, ¿qué le pasa a usted? Está usted pálida.

ÁGUEDA. Nada…, nada. (Se acerca a la ventana y solloza.)

DON JULIÁN (A Mariano.) Déjeme usted solo con ella. Haga usted compañía al enfermo.

MARIANO. Pero, ¿cree usted que voy a tener valor para no ponerme a escuchar?

DON JULIÁN. Escuche usted. Se lo autorizo.

Mariano sale al cuarto y quedan solos don Julián y Águeda. Don Julián va acercándose a la muchacha y le pone la mano en el hombro.

DON JULIÁN. Vamos, Águeda, hija mía, ¿qué tienes?

ÁGUEDA. Nada, don Julián. Ganas de llorar solamente.

DON JULIÁN. No… tus inquietudes… ¿Por qué no me las dices?

ÁGUEDA. ¿Se ha marchado Mariano?

DON JULIÁN. Sí. Habla. ¿Qué tienes?

ÁGUEDA. ¿Pero no ha comprendido usted que yo también soy de esos seres enfermos que llevan, como usted dice, la degeneración en la sangre?

DON JULIÁN. ¿Tú…?

ÁGUEDA. Yo, Sí.

DON JULIÁN. ¿Tú, Águeda, enferma…? ¿Qué datos tienes para creer eso?

ÁGUEDA. Los tengo, don Julián, y terribles. (Solloza.)

DON JULIÁN. Cálmate, Águeda. Cuéntame cuándo y cómo se te ha ocurrido esa idea.

ÁGUEDA. ¡Oh! ¡Ya hace tiempo que la tengo aquí! Se me presentó cuando vi por primera vez a Luis. Yo tenía entonces catorce años; él, nueve. ¡Estaba tan contenta con tener un hermano, a quien no conocía! Jugábamos, y me asombraba su mala intención. Cuando podía, me pellizcaba, me arañaba… ¡Tenía una crueldad con los pájaros…! Recuerdo que a un gorrión le cortó las patas.

DON JULIÁN. Crueldad de niño.

ÁGUEDA. No, era mayor. Volvieron a traerle de Madrid, cuatro años después, y en aquella época me di cuenta de que mi hermano no era como los otros niños… Si se le contrariaba, le daban accidentes… mentía sin saber por qué… Le llamaron a usted para que le viese, y, delante de mi madre, habló usted de enfermedades que se transmiten de padres a hijos…

DON JULIÁN. ¿Y tú lo oíste?

ÁGUEDA. Sí.

DON JULIÁN. ¿Y te fijaste en mis palabras?

ÁGUEDA. ¡Oh! ¡Cuánto me han hecho sufrir, Dios mío! De noche, sola, sin el amparo de mi madre, ya muerta, veía sombras que se echaban sobre mí y dos alas negras a la cabecera de mi cama. Unas veces, aquellas alas oscuras me arrastraban por las nubes y me paseaban por encima de tierras negras, de lagos, también negros, con olas turbias e intranquilas. Otras veces, en medio de las tinieblas, veía una luz blanca, muy blanca, y en medio de aquella luz se dibujaba una figura, la de mi madre, y me sonreía dulcemente y me llevaba en sus brazos a ver regiones llenas de luz y de flores.

DON JULIÁN. Tu imaginación estaba excitada por la soledad… ¿Y ahora, te pasa algo parecido?

ÁGUEDA. También. De noche me despierto con sobresalto y veo caras que me contemplan y siento que algo me acecha y me espía… Salgo al balcón de mi cuarto y veo la fábrica con sus ventanas iluminadas, ojos inyectados, de fiera, que buscan una presa en las negruras de la noche. Y luego veo el río a la luz de la luna y me turba, y contemplo el cielo estrellado, y el corazón me palpita con fuerza ante un peligro que no comprendo.

DON JULIÁN. ¿No puedes dominar esas impresiones?

ÁGUEDA. No. Las domino a veces por un esfuerzo de voluntad, pero vuelven a renacer. Ahora mismo, cualquier cosa se me figura que puede tener influencia en mi vida; una estrella que corre, una luz que se apaga. Lucho contra todas esas ideas; pero temo, ahora más que nunca, quedar vencida, y que, en un momento de terror, me envuelvan completamente esas alas negras.

DON JULIÁN. No, Águeda, no.

ÁGUEDA. Muchas veces se me ocurre pensar que sería mejor, mejor que vivir en esta lucha de esa sombra, que me atrae, y la voluntad, que me detiene, entregarme con los ojos cerrados y vagar, vagar y vagar por esos espacios infinitos.

DON JULIÁN. No, Águeda. Sé fuerte. Ten voluntad.

ÁGUEDA (Cambiando de voz.) Gracias, don Julián. Estoy más tranquila.

DON JULIÁN. ¿Por qué?

ÁGUEDA. Antes tenía la duda. Ahora tengo la certidumbre. (Va hacia la puerta.)

DON JULIÁN. ¡Águeda, por Dios! ¡Óyeme!

ÁGUEDA. Hasta luego, don Julián.

Sale Águeda por la puerta que da a la escalera, y al mismo tiempo, Mariano, que ha oído la conversación, entra en el cuarto, completamente desencajado.

DON JULIÁN. ¿Ha oído usted?

MARIANO. Sí. Es espantoso. Ha ocultado una vida llena de terror con su sonrisa. Tanta energía y tanta bondad. (Se pasea por el cuarto.)

DON JULIÁN. Sí, es extraño. También la bondad es una fuerza.

MARIANO. ¿Y qué se hace…? ¿Usted cree que está enferma?

DON JULIÁN. No sé. Quizá ese mal no exista más que en su imaginación.

MARIANO. ¡Oh! Pero eso ha sido bastante para que haya pasado noches y noches horrorosas, estremecida de terror.

DON JULIÁN. Sí. Es verdad, es verdad.

MARIANO. ¡Ah…! ¡La niña tímida! Y vivía con el corazón herido y sus ojos medían el abismo de la locura, y, sin embargo, sonreía y bromeaba… ¡Las almas blancas…! ¡Las almas blancas, qué lecciones nos dan a los hombres!

Mariano se pasea, pensativo, por el cuarto. Don Julián, sentado en el sillón, está también meditabundo.

DON JULIÁN. Águeda ha despertado en mí un antiguo proyecto que, si se llevara a cabo, podría ser muy beneficioso para ella y para el pueblo.

MARIANO. ¿Qué proyecto es ése?

DON JULIÁN. Cerrar la destilería y hacer en ella un asilo para los obreros inutilizados y enfermos.

MARIANO. ¿Y qué se conseguía con eso?

DON JULIÁN. Quizá mucho. Águeda ha identificado en absoluto el origen de la enfermedad de su familia con la fábrica. La idea del asilo es suya.

MARIANO. ¡Ah…! ¿Es suya?

DON JULIÁN. Sí. Sería hermoso trabajar para convertir esa casa de la muerte en asilo para los enfermos.

MARIANO. Las deudas de la fábrica ascenderán a mucho.

DON JULIÁN. No sé. Si usted quiere, las veremos.

MARIANO. ¿Usted cree, don Julián, que Águeda olvidaría sus preocupaciones si cerráramos la fábrica?

DON JULIÁN. Yo creo que sí.

MARIANO. Háblela usted. Si usted ve que esa idea influye en ella ventajosamente, si ve usted que la anima, dígamelo usted, y entonces, fortuna, trabajo, todo lo pondré para la realización de ese proyecto.

DON JULIÁN. Le hablaré, Mariano. Y si usted está dispuesto a todo, a todo estoy dispuesto yo también. ¿Se va usted?

MARIANO. Sí. Cuando pase por el despacho llevaré el último de los libros de la destilería, y haré el balance de las deudas en casa.