II

Don Luis, sentado en un sofá, se calienta los pies en un brasero. El cuarto del piso principal de la casa es grande y triste, blanqueado, con grandes lienzos, rotos y carcomidos, en las paredes.

En un testero, una ventana ancha y de poca altura, de las llamadas de guillotina, con los cristales pequeños y verdosos, por entre los cuales se ve el pueblo, el puente y el río. Ocultando, a medias, la ventana, se ve una cortina azul, ajada, que se transparenta en los dobleces.

En el otro testero hay una cómoda de nogal, grande y maciza, y sobre ella, en el centro de su tabla, agujereada por la polilla, un reloj antiguo con la caja de caoba, llena de adornos de cobre, el cuadrante ennegrecido, las agujas rotas y, como remate, una figurilla dorada de la Fama, que, sobre un artefacto tan destrozado, parece un símbolo de ironía.

En una de las paredes del cuarto se ve una estantería con cristales, en cuyo interior están mezclados frascos, retortas y tubos de ensayo; enfrente se abre la puerta de una alcoba.

En las paredes cuelgan varios mapas, viejos y polvorientos, vistas de ciudades, un árbol genealógico de los Aizgorris y dos cuadros que representan los escudos de los Idiáquez, Olasos, Zaldivias, Lazcanos, Urdanetas y los de las ilustres familias emparentadas con los Aizgorris.

En medio de la habitación hay una mesa de nogal con las patas torneadas y el tablero de gran espesor, toda llena de trabajos delicados de talla, y junto a la ventana, un banco de carpintero, lleno de herramientas.

Los muebles los constituyen unas cuantas sillas con la madera de caoba, un canapé largo, de paja, con el respaldo lleno de flores pintadas, estilo Luis XV, y un brasero de cobre, metido en una caja adornada con incrustaciones, también de cobre.

Don Lucio está solo, sentado en el sofá; a veces se levanta, se acerca a la mesa de nogal, se sienta en un sillón de cuero claveteado, toma la pluma, vacila, algo le distrae, y abandonando entonces la idea de escribir, mira por los cristales de la ventana, cruzados por las ramas de una parra llena de hojas de un verde claro, el camino y el puente y las muchachas que lo cruzan con las herradas en la cabeza, y a lo lejos, los montes, poblados de hayales y de bosques de encina, por donde van nadando las nieblas.

DON LUCIO (Mentalmente.) Esto no puede seguir así. ¡No tener noticias! Y, sin embargo, trato de convencerme de que lo que me debe interesar es esto, y nada… Esa estúpida idea la tengo clavada en mi alma. No la puedo echar de encima. ¡Esa cara siempre delante de los ojos! Ya está otra vez. Se me figura que me habla… Le di tan mala vida, que ahora se venga… ¡Qué imbécil soy! Parece que yo mismo digo frases para mortificarme, como si alguien me obligara a ello. Es que estoy débil y cualquier cosa me perturba. Ya está otra vez…

Se levanta pesadamente del sillón y tira de la campanilla; luego vuelve a sentarse y permanece algún rato con la cara oculta entre las manos. Melchora entra.

MELCHORA. ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?

DON LUCIO. ¡Ah! Eres tú. ¿Por qué no has venido antes?

MELCHORA. Estaba tendiendo la ropa.

DON LUCIO. No quiero que me dejes solo, ¿sabes?

MELCHORA. Pero, ¿qué tienes? ¿Estás peor?

DON LUCIO. No…, no… Anda… Dame un poco de té con aguardiente.

MELCHORA. Con aguardiente, no. El médico ha dicho que no tomes ni una gota.

DON LUCIO. El médico es un imbécil. Sabe tanto de medicina como yo. Haz lo que te digo.

MELCHORA. Espera un momento.

DON LUCIO. Bueno, pero no tardes.

Melchora sale, y vuelve a entrar al poco rato con una botella en la mano.

MELCHORA. ¡Si llega a verme Águeda!

DON LUCIO. ¿Y a qué se mete en nada esa simple?

Melchora se arrodilla junte al brasero y pone una tetera de barro sobre las brasas.

DON LUCIO. ¿No se ha levantado todavía Luis?

MELCHORA. No. Hoy también ha pasado la noche fuera de casa. ¡Buena educación le estás dando!

DON LUCIO. Déjale. Es imbécil.

MELCHORA. Para eso más vale que esté en Madrid, en casa de sus tíos.

DON LUCIO. ¡Por mí…! Ya se puede marchar cuando quiera. Esta noche, ¿la habrá pasado en la taberna?

MELCHORA. Sí.

DON LUCIO. ¿Y qué ha hecho de esa novia que tiene?

MELCHORA. No sé.

DON LUCIO (Con ironía.) ¡Qué calavera! ¡Querer tener una novia seria e ir a escoger la hija de un tabernero! Es digno de un Byron, de un Byron de taberna. Y ese imbécil se casará con ella, y en cambio Águeda, que podría casarse con el fundidor, que nos sacaría del apuro, se pasa la vida haciendo melindres. (Con amargura dolorosa.) He tenido suerte con mis hijos: el uno es imbécil, completamente imbécil; la otra es una simple.

MELCHORA. Si hubieras cuidado de educar bien a Luis, ahora no pasaría eso.

DON LUCIO. ¿Educarle? ¡Si es idiota! Es de familia; en la mía ha habido muchos locos.

MELCHORA. Como en todas.

DON LUCIO. ¡Ca! He conocido lo menos seis o siete, entre locos y suicidas, en mi parentela. El mismo tío Martín, aquél tan serio y tan formal, estaba loco. Yo le he visto en Oñate coger al diablo del altar de San Miguel, de su casa, y llevarlo a su cama y pasarse la noche velándole.

MELCHORA. ¡Jesús, María y José! ¡Al demonio!!

DON LUCIO. Sí, al demonio. Es decir, un pedazo de madera; mal tallado y mal pintado, con unos cuernos de plata en la cabeza. Al tío Martín le entraron esas manías cuando su novia se hizo monja. Entonces, todas las mañanas salía a la huerta y empezaba a tirar tiros al aire; él creía que llegaban al cielo. El pobre era bastante ignorante.

MELCHORA. ¡Qué cosas cuentas! ¡Qué cosas!

DON LUCIO. ¡Si es la verdad! Sólo que antes había locos en la familia, y ahora son idiotas.

Melchora retira la tetera del fuego cuando empieza el agua a hervir; echa el té y lo revuelve. Llena una taza y añade unas gotas de aguardiente.

MELCHORA. Toma. Pero no pidas más. (Abre el armario y guarda la botella.)

DON LUCIO. ¿Qué has echado en este té, que está tan amargo?

MELCHORA. Nada.

DON LUCIO. ¡Puah! (Echa la taza al suelo.)

MELCHORA. ¡Mi pobre suelo! ¡Cómo lo estás poniendo! Tendré que frotarlo otra vez.

DON LUCIO. Para el tiempo que estaremos en esta casa…

MELCHORA. ¿Vas a decidirte a venderla?

DON LUCIO. ¡Venderla…! Sí, sí. Eso es lo que yo quisiera.

MELCHORA. ¿Tan mal andan los negocios?

DON LUCIO. Muy mal.

MELCHORA. ¿Necesitas mucho dinero?

DON LUCIO. Mucho.

MELCHORA. ¿Como cuánto?

DON LUCIO. Ya te he dicho que mucho. Eso no te importa.

MELCHORA. Es que yo tengo ahorrado algún dinero. Además, podría vender unos campos.

DON LUCIO. ¡Ah…! ¿Tienes dinero…? Ya hablaremos de eso. Oye ¿Han repartido las cartas?

MELCHORA. Aún no. Todavía no ha pasado Pachi.

DON LUCIO. ¡Pobre hombre! Con este tiempo, ¡cómo tiene que andar!

MELCHORA. Valiente granuja es el tal Pachi.

DON LUCIO. ¡Bah!

MELCHORA. Y borracho como una cuba.

DON LUCIO. No hables, ¡qué diablo!, que a ti también te gusta empinar el codo, de vez en cuando.

MELCHORA. ¿A mí?

DON LUCIO. A ti, sí. ¿De dónde, si no, sacas todas esas historias que cuentas de ánimas y de espíritus…? Espíritu… de vino.

MELCHORA. ¡Qué mentira! ¡Qué mentira! ¡Esas cosas me dices a mí, a tu nodriza, que te ha criado como una madre!

DON LUCIO. ¡Qué! Ya empezamos con la canción de siempre. ¡Ojalá si, de chico, me hubieras aplastado la cabeza contra una piedra!

MELCHORA. No digas eso, Lucio… no digas eso. ¡Oh! ¡Qué pena!

DON LUCIO. Vamos, cállate. ¿De veras no bebes?

MELCHORA. No.

DON LUCIO. Entonces, ¿de dónde demonios sacas esas historias de ánimas y de espíritus? ¿Es que ves esas cosas?

MELCHORA. Sí, las veo.

DON LUCIO. De noche, ¿eh?

MELCHORA. Sí, de noche.

DON LUCIO. ¿Y te hablan?

MELCHORA. Sí.

DON LUCIO. Oye, oye. ¿Qué te dicen? (Mentalmente.) ¡Es curioso, eh!

MELCHORA. ¡Tantas cosas! No sólo de lo que ha sucedido, sino de lo que tiene que suceder.

DON LUCIO. Estás loca, loca de remate. ¿Adónde vas?

MELCHORA. Voy a abrir. Han llamado. (Sale del cuarto.)

DON LUCIO. ¿Es el cartero?

MELCHORA (Desde fuera) Sí.

DON LUCIO. ¿Hay carta?

MELCHORA. Sí, una carta con un sobre grande y sin sello.

DON LUCIO (En voz baja.) Malo. Será la sentencia de Bilbao. (Alto) Dile a Pachi que entre.

Se oye ruido de pasos en la escalera, y entra, al poco rato, Pachi, un hombre grueso, afeitado, de unos cincuenta a sesenta años, con la cara ancha, el pelo cano, los ojos grises y la boca de gruesos labios, maliciosa y burlona. Viste de gris, lleva una boina azul y polainas, una cartera a la espalda, y en la mano derecha, una varita de mimbre.

PACHI. Buenos días, don Lucio. ¿Cómo estamos? (Le entrega la carta y algunos periódicos.)

DON LUCIO. Mal… muy mal. (Rompe el sobre.) ¿Tomamos una copa, eh?

PACHI. Si usted se empeña…

DON LUCIO. Siéntate, hombre. ¡Melchora! La botella.

Melchora abre el armario, saca la botella y la pone en la mesa; luego trae, en una bandeja, una jarra de agua y dos copas, una pequeña y otra grande.

MELCHORA. Ahí tienes tu aguardiente.

PACHI. ¿Ves, Melchora? (Señalando la botella.) Esta mujer no engaña nunca.

MELCHORA. ¡Borracho!

Pachi llena la copa pequeña de agua y bebe un sorbo, haciendo muecas.

PACHI. ¡Uf! ¡Qué agua más fuerte!

MELCHORA (Inocentemente.) ¡Si es agua!

PACHI. No importa, está muy fuerte. (Mira al trasluz la otra botella, llena el vaso grande y lo bebe hasta la mitad.) ¡Demonio! Si no es por esto, me abraso.

MELCHORA. ¡Qué bruto!

DON LUCIO (Abandonando la lectura.) ¡Es gracioso este Pachi! (Deja el sobre y la carta en la mesa.) ¿Qué? ¿No fumas?

PACHI. No hay tabaco. Estamos todos más pobres que las ratas.

DON LUCIO. Toma, hombre. (Le da una petaca.) Te encuentro viejo, Pachi. (A Melchora) Vete. ¿Qué haces ahora aquí? (Melchora sale.)

PACHI. ¿Viejo…? ¡Je…, je…! (Carga la pipa) Sí; los años no pasan en balde… Pero todavía hay aquí redaño para dar guerra en este mundo. (Pachi enciende la pipa).

DON LUCIO. ¡Bah! ¡Ilusiones! No eres ni sombra de lo que eras. Y antes, ¿qué? ¿Qué hiciste algunas barbaridades en la guerra? ¡Valiente cosa!

PACHI. Hombre, usted ha dado mucho que hacer aquí y fuera de aquí; pero yo también he tenido mis asuntillos. ¡Había que verme, allá, por las Pampas, hace algunos años, llevando negros a venderlos…! ¡Je…, je…!

DON LUCIO. ¿Pero es de veras? ¿Tú has sido comerciante de negros?

PACHI. Sí, señor. Y de chinos también.

Llaman en la puerta en este momento. Don Lucio se levanta, la abre y aparece Díaz.

DÍAZ. ¡Hola, don Lucio!

DON LUCIO. ¿Quería usted algo?

DÍAZ. Voy a hacer el balance del mes.

DON LUCIO. ¡Hombre! ¡Qué ocurrencia!

DÍAZ. Y creo que las últimas facturas no están apuntadas.

DON LUCIO. ¿No?

DÍAZ. Me parece que no. Usted las tendrá en el pupitre.

DON LUCIO. No sé. Voy a ver si tengo la llave. (Busca en el bolsillo del pantalón.) Sí, aquí está. (Hace el ademán de entregar la llave al dependiente.)

DÍAZ. ¿Estarán en el sitio de costumbre? (Alarga la mano.)

DON LUCIO. Ahora me acuerdo. (Vuelve a guardar la llave.) Estas facturas están apuntadas. Mire usted el libro; ya verá cómo están.

DÍAZ. Pues no sé. (Vacila.) Yo creo que no.

DON LUCIO. Mire usted el libro y se convencerá.

DÍAZ. Bueno, bueno. Si no están apuntadas volveré por aquí.

DON LUCIO. Sí; vuelva usted.

DÍAZ. Hasta luego, entonces. (Sale.)

DON LUCIO (En voz baja). ¡Imbécil! ¡Quiere engañarme a mí! (Se levanta, cierra la puerta y se acerca a Pachi.) Oye, Pachi. Si yo te pidiera un favor, ¿lo harías?

PACHI. Hombre…, según.

DON LUCIO. ¿Y si te ofreciera cincuenta duros?

PACHI. Entonces preguntaría: «¿qué hay que hacer para cogerlos?»

DON LUCIO. Pues, mira… Sin rodeo ninguno, te lo voy a decir. Los acreedores se van a echar encima de mi fábrica, ¿sabes? Pero, bueno; antes que ellos, yo quiero que se la lleve el demonio, ¿comprendes?

PACHI. Sí; pero, ¿cómo se la tiene que llevar el demonio? Eso es lo que hay que averiguar.

DON LUCIO. ¿Has visto cómo está el río?

PACHI. Sí.

DON LUCIO. Las orillas deben empezar a inundarse.

PACHI. Ya lo creo. En pocos años se ve cosa igual.

DON LUCIO. ¿Tú crees que si se rompiera el dique mi fábrica se inundaría?

PACHI. ¡Ya lo creo!

DON LUCIO. Pues, bien; te doy cincuenta duros si rompes el dique.

PACHI. ¿Y qué va a hacer el pueblo?

DON LUCIO. ¿Te importa algo?

PACHI. ¡Psch!

DON LUCIO. ¿Aceptas, o no…? Yo te lo propongo.

PACHI. Hombre…

DON LUCIO. Ochenta duros.

PACHI. ¿Usted hablará después al juez para que no haga averiguaciones?

DON LUCIO. Corre de mi cuenta. Conque, ¿aceptas?

PACHI. ¿Qué remedio?

DON LUCIO. Nos entendemos. Bebamos un trago, Pachi. (Llena los dos vasos.)

PACHI. A su salud, patrón.

DON LUCIO. A la tuya. (Beben.)

PACHI. Bueno. Pero ¿cuándo vengo? ¿Esta noche?

DON LUCIO. No. Esta noche, no. Las aguas en el río todavía seguirán así en algún tiempo, ¿verdad?

PACHI. Sí.

DON LUCIO. Durante esta semana te paseas por la carretera a las nueve, y si una noche, a esa hora, ves luz en este cuarto, y que yo te hago señas, ves el pañuelo, desde esta ventana… Entonces… ya sabes. Vienes. Como la destilería estará cerrada, entras por la huerta y pasas por el jardín.

PACHI. Bueno. Ya dará usted algo de antemano, ¿eh?

DON LUCIO. Toma: diez duros. No te los bebas. ¿Has entendido?

PACHI. Sí, hombre, sí. Usted, a las nueve, sale a esta ventana y me hace seña con el pañuelo. Yo, en cuanto lo vea, entro. ¿Y cómo rompo el dique?

DON LUCIO. Si con la palanca no puedes arrancar alguna piedra, no tienes otra cosa que hacer mas que abrir la compuerta de abajo de la turbina y marcharte.

PACHI. Bueno.

DON LUCIO. ¿Vendrás, eh? Palabra.

PACHI. Palabra. (Cruza el pulgar y el índice y besa el dedo pulgar.) Por éstas. Voy a concluir de repartir el correo. (Se marcha.)

DON LUCIO (Mentalmente.) Anda con Dios. (Solo, tomando la carta en la mano.) Me querían reventar… ¡Ja…, ja…! ¡Qué broma! ¡Qué broma les preparo! (Mirando al techo.) Ya estoy viéndola otra vez ahí. (Llena el vaso de aguardiente y bebe.) ¡Ah…! Ya le voy perdiendo el miedo. (Se pasea.) Me siento fuerte hoy. (Se asoma a la ventana y se apoya en ella.) Esta vida de aldea me mata. (Mirando un carro de bueyes que sube al pueblo.) Como esos bueyes arrastran esa carreta, así van las miserias arrastrando mi vida. Hay que marcharse de aquí…, a volver a vivir y a gozar. (Se acerca a un espejo y se mira.) Estoy fuerte, fuerte. ¡Eh! ¿Quién anda ahí?

DÍAZ. (Desde la puerta.) Soy yo, Díaz.

DON LUCIO. ¿Qué hay?

DÍAZ. Nada, que estaba usted en lo cierto. Las facturas están apuntadas, pero falta tomar nota de una de azúcar.

DON LUCIO. ¡Ah…! Sí, ¿eh? (De repente, con energía y cambiando de voz.) Pero ¿tú crees que no sé que me haces traición?

DÍAZ. ¿Yo? ¡Don Lucio!

DON LUCIO. Tú, sí, tú. No vuelvas a poner los pies en mi casa, ¿lo entiendes?

DÍAZ (Tomando una postura elegante y apoyándose en la mesa.) ¿Lo toma usted de ese modo? Tras de no pagarme, me insulta usted. Bien. No pienso volver por aquí; no tenga usted cuidado. Alfort me ha nombrado su representante.

DON LUCIO. ¡Ah, canalla! Te vas con él para hacerme la guerra… ¡Tunante!

DÍAZ. Basta de palabras fuertes, don Lucio.

ÁGUEDA. (Que entra al oír los gritos.) Pero, ¿qué pasa?

DÍAZ. El padre de usted que se ha vuelto loco…

DON LUCIO. Sí, yo, que me he vuelto loco al tratar con este hombre, que me ha robado y me ha arruinado, y ahora se va a reunirse con un enemigo mío… ¡Ja…, ja…! ¡Qué suplicio el de tener que estar agradecido, para un canalla de tu especie! ¿Eh?

DÍAZ. Canalla…, usted. Todo el pueblo lo dice.

DON LUCIO. Sí; pero tú eres, además, cobarde y rastrero…

DÍAZ (Con los ojos y los dientes brillantes.) Está usted malo… Me voy… No le hago caso.

DON LUCIO. No hagas caso, no. ¡Valiente!

DÍAZ. Y que le conste a usted que, por respetar su estado, no le contesto de otra forma.

ÁGUEDA (A su padre.) Papá, déjale.

DON LUCIO. Quita. (A Díaz.) ¡Tú…! ¡Ja…, ja…! ¡A un Aizgorri…! ¿Por qué no le contestaste de otra forma al hermano de esa chiquilla engañada por ti, y que te abofeteó?

DÍAZ. ¿A mí? ¿A mí? (A Águeda.) Ya ve usted que oigo con moderación los insultos de su padre. (Va hacia la puerta.)

DON LUCIO. Anda, anda; date aires de príncipe, ¡mendigo!

DÍAZ. Vuelva usted a decir algo más y no le salva ni el estar enfermo, ni el estar medio podrido…

ÁGUEDA. ¡Jesús, Dios mío! (Se interpone entre su padre y Díaz.)

DON LUCIO (A Águeda.) ¡Quita! (A Díaz.) Te ha hecho efecto, ¿eh? (Tomando la botella y mostrándosela.) ¿Quieres un trago, viborezno?

DÍAZ. Gracias. (Se serena, se pasa la mano por el cabello, reluciente, y se sonríe.) Un consejo, don Lucio, un consejo de amigo. ¿Sabe usted lo que dijo ayer el médico? ¿No? Pues, que con una impresión un poquito fuerte, le da a usted un ataque y tuerce usted la cabeza. ¡Ojo, don Lucio!

ÁGUEDA. ¡Qué canallada!

DÍAZ. ¡Ojo, don Lucio! Hoy está usted congestionado. No le vaya a dar un ataque. (Sale riéndose.)

Don Lucio le mira marcharse, sin decir nada, se sienta en el sillón, llena el vaso de aguardiente y se lo bebe a medias.

ÁGUEDA. Pero no bebas más… (Quita la botella de encima de la mesa.)

DON LUCIO (Concluye el vaso.) Sí…, sí…; quiero olvidar…

ÁGUEDA. ¿Olvidar, qué?

DON LUCIO. Todo… Todo… (Dejando el vaso vacío y señalando la carta que acaba de recibir.) Lee eso.

Águeda pasa por encima la vista al papel.

ÁGUEDA. ¿De manera que ya no nos queda nada?

DON LUCIO. Nada. Lo sientes por ti, ¿eh?

ÁGUEDA. Lo siento por todos.

DON LUCIO. Más por ti, ¿verdad?

Águeda no contesta.

Don Lucio mira durante largo tiempo a su hija, y después cierra los ojos.

Entra Melchora, y al ver a don Lucio hundido en el sillón, con el rostro desencajado, se acerca a él.

MELCHORA. ¿Qué hay? ¿Qué te pasa, Lucio?

DON LUCIO (Abriendo los ojos.) Nada. Me ha herido a fondo…

MELCHORA. ¿Has recibido alguna mala noticia?

DON LUCIO. Sí.

MELCHORA. ¡Ah…! Ya decía yo… Por eso ayer aullaron los perros en nuestra puerta.

DON LUCIO (Con vaguedad.) Aullaron, ¿eh? Oye, Águeda, ¿está ahí Luis?

ÁGUEDA. Sí. (Sale a la puerta.) Ven, Luis.

MELCHORA (A don Lucio.) ¿Se te pasa?

DON LUCIO (Murmurando.) Sí… Oye, Águeda, ¿qué ha dicho el médico de mí?

ÁGUEDA. Nada. No ha dicho nada. ¿No es verdad, Melchora?

DON LUCIO. Pero si lo comprendo… Pero si lo comprendo… Sí, lo que ha dicho Díaz es verdad: ¡es verdad!; ¡¡es verdad!!

LUIS (Entra.) ¿Qué pasa? ¿Qué tienes, papá?

MELCHORA (Agarrando las manos a don Lucio.) Está frío. ¡Lucio! ¡Lucio! ¡Responde!

DON LUCIO. Tengo frío… ¡Mucho frío…! ¡Mucho frío…!

LUIS. ¿Es que papá está de broma?

ÁGUEDA (A Luis, con indignación.) Calla. (A Melchora.) Trae algo para abrigarle. Está temblando de frío.

Sale Melchora, y al poco rato vuelve con una capa. Tras de ella entra la loca de Elisabide, a quien ha encontrado en la escalera. Arropan a don Lucio, cuyos dientes castañetean.

MELCHORA. Lucio… Hijo…, habla…, contesta.

DON LUCIO. Frío…; mucho frío.

ÁGUEDA. ¿Todavía sientes frío?

DON LUCIO. Sí. ¡Oh! ¡Pero qué luces me están pasando por la cabeza! ¡Qué luces! Son como rayos…, como rayos…

MELCHORA. Es que estás soñando. ¡Habla! ¡Despierta!

DON LUCIO. Oye, Melchora, ¿por qué aullaban los perros en la puerta de casa? Di.

LUIS. Pero, ¿qué ocurre? Yo estoy aterrado…

MELCHORA (A la loca, por lo bajo.) ¿Tú crees que se curará?

LA LOCA (Sonriendo.) No.

DON LUCIO. ¡Oh…! ¡Cuánta luz…! ¡Cuánta luz y cuánto ruido! (Luego hace esfuerzos extraños para hablar, y dirigiéndose al techo grita con voz chillona). Ama… ama… ama…

LUIS. Parece que habla con alguno. ¡Qué muecas hace!

MELCHORA (Poniendo la mano en el hombro de don Lucio). ¡Hijo mío! ¡Soy yo! ¿No me conoces?

DON LUCIO. Ama… ama…

MELCHORA. Lucio… contesta. ¿Por qué no contestas?

LA LOCA (Sonriendo.) No, no contestará.

ÁGUEDA. ¿Por qué?

LA LOCA (Señalando con el dedo al techo.) Porque ahora está hablando con los espíritus.