Una mañana de primavera húmeda y tibia.
En el vestíbulo de la casa, un cuarto destartalado, irregular y bajo de techo. Águeda cose y Melchora hila. Apenas si cambian entre las dos alguna que otra palabra en vascuence.
Águeda está sentada cerca de la ventana, se inclina hacia la costura y apoya los pies en un taburete pequeño. Esbelta, delgada, algo rígida en sus ademanes, como es, parece evocación de las imágenes religiosas de la antigua Bizancio. Su tez pálida, sus párpados caídos, su sonrisa de ensimismamiento, fuerzan a la imaginación a suponer alrededor de su figura una flordelisada aureola, como la de las vírgenes de los medievales retablos.
Viste blusa clara, falda negra y un delantalillo azul, con peto y tirantes planchados, que parecen alas de mariposa.
Sin moverse de la silla toma la ropa blanca de un cesto que tiene al lado, la extiende en el aire para mirarla al trasluz, y, después de alisar la tela sobre la falda, comienza a coser, y sus dedos, largos y delgados, se agrupan al clavar la aguja, y al retirarla y estirar el hilo, queda el dedo meñique erguido y derecho.
Melchora es un tipo vulgar de las mujeres viejas del país vascongado; viste de negro, tiene la nariz puntiaguda y la barba prominente. Está sentada junto a la mesa de pino que hay en el centro del cuarto. Sus dedos, arrugados y secos, hilan de prisa el blanco lino que se apelotona en la rueca, y el huso gira en el extremo de la retorcida hebra en vertiginosas vueltas. A los pies de Águeda está tendido un mastín con el pelo amarillento y erizado. Entran en el cuarto ramas de lilas, de un morado pálido, frescas y olorosas, y en el marco de la ventana se destaca, en el ambiente gris del día húmedo de primavera, una ermita, a lo lejos, sobre una loma verde, con el verde brillante de las praderas umbrías.
En el jardín resuena la lluvia al caer sobre las hojas de los árboles, y sólo de cuando en cuando, rompiendo el murmullo monótono del agua que cae, llega de fuera el chirrido de las ruedas de una carreta, el aida melancólico del boyerizo, el cacareo lejano de algún gallo, o la canción clara y alegre de los martillos del herrero sobre el yunque.
Por una de las puertas del cuarto en donde trabajan Águeda y Melchora se ve la cocina de la casa con su enorme chimenea; por la otra, el zaguán lleno de barricas.
Frente a la ventana, al final de una escalera de ocho o nueve peldaños, se halla la puerta de la antigua casa solar; un arco, bajo y pesado, del Renacimiento, con toscas figuras esculpidas en la piedra, cerrado por una puerta maciza erizada de clavos y cruzada por un gran cerrojo lleno de herrumbre.
A un lado de la puerta, en una hornacina empotrada en la pared, tras de un cristal verdoso, aparece un Niño Jesús, negruzco y mugriento, con faldetas llenas de abalorios, y delante de la hornacina, una lámpara de cobre cuelga inmóvil por una cadena del techo.
ÁGUEDA. ¿Llamaste a Luis, Melchora?
MELCHORA. Fui a llamarle, pero no está. Habrá salido.
ÁGUEDA. ¡Tan pronto!
MELCHORA. Quizá no se haya acostado.
ÁGUEDA. ¡Ah! Eso será. No habrá venido a casa esta noche… ¿Se llevó la llave ayer?
MELCHORA. Sí.
ÁGUEDA. Entonces no ha venido… Seguramente, no ha venido.
Una mujer harapienta, con una cesta en el brazo, abre la puerta entornada que da al zaguán.
LA MENDIGA. Ave María Purísima. Ave María Purísima.
ÁGUEDA. ¡Es verdad! Hoy es sábado. Aquí está la abuela de Oriamendi.
Melchora deja la rueca en la mesa, sale del cuarto y va a la cocina. Mientras tanto, Águeda cruza las manos sobre la costura y pregunta a la pobre con voz cariñosa.
ÁGUEDA. ¿Qué tal, abuela?
LA MENDIGA. Mal, muy mal. ¿Y su merced, señorita?
ÁGUEDA. ¿Yo? (Sonriendo con tristeza.) Bien. ¿Y su hijo? ¿Trabaja?
LA MENDIGA. ¡Ay! No. Desde que se estropeó los ojos en la cantera, con la dinamita, ya no quiere trabajar.
ÁGUEDA. ¿Y los nietos?
LA MENDIGA. Bien. Esos bien… jugando… no saben lo que es la vida.
Melchora entra en el cuarto con una medida llena de maíz, levanta la tapa del cesto de la pobre y echa el maíz en el interior.
LA MENDIGA. ¡Adiós, dama Águeda! ¡Adiós, Melchora! Hasta cuando Dios quiera.
Águeda le devuelve el saludo y torna a su labor; Melchora cierra la puerta, vuelve a sentarse y a seguir hilando.
ÁGUEDA. ¿De manera que Luis…?
MELCHORA. Sin aparecer por casa. No sé si será verdad; Chomin, al entrar en la fábrica, me ha dicho que esta noche pasada Luis estaba en la taberna de Blas.
ÁGUEDA. ¡En la taberna!
MELCHORA. Sí, sí. Por cierto que creo que ha habido allí una jarana.
ÁGUEDA. ¿Le ha pasado algo a mi hermano?
MELCHORA. No. Sólo que le hicieron beber, y, como no tiene costumbre, se mareó.
ÁGUEDA. ¡Ese Luis…! ¿Y él tomó parte en la riña?
MELCHORA (Con desdén.) ¿Él…? ¡Ca…!
ÁGUEDA. De manera que ahora estará durmiendo en la taberna.
MELCHORA. Allí lo ha visto Chomin.
Un pobre de barba blanca abre nuevamente la puerta del zaguán. Es un viejo con cara de apóstol; lleva una anguarina de paño amarillento, remendada y sucia, un enorme cayado en la mano; sobre el pecho, un zurrón de tela, y una boina roja sobre su melenuda cabeza gris.
Canta con voz ronca, llevando el compás dando golpes con el cayado en el suelo.
EL POBRE. Dios te salve, ongi etorri Gabon Jainkoak diyela.
ÁGUEDA. Ya está aquí el abuelo de Goizueta, cantando.
MELCHORA. Siempre lo mismo. Como es tonto, no sabe otra cosa.
Melchora entra en la cocina. El viejo sigue cantando; abre después el zurrón para que echen en él maíz, y se va sin saludar. Melchora torna a su hilado.
ÁGUEDA. ¿Y por qué fue la riña de ayer en la taberna de Blas?
MELCHORA. Pues, por lo de siempre… Entre los de Arbea y los de Argoitia. Ya sabe su merced que los de aquí y los de allá…
ÁGUEDA. ¿No decían que se habían hecho amigos?
MELCHORA. Sí; pero esos bribones de Argoitia han subido los derechos de entrada al aguardiente que aquí se fabrica.
ÁGUEDA. Han hecho bien.
MELCHORA. ¿Sí…? Pues por eso dijeron los nuestros: «No hay que mandar a Argoitia ni una gota de aguardiente».
ÁGUEDA. Ellos van a salir ganando.
MELCHORA. Sí, ganando… (Con ironía.) ¡Ja…, ja…! Poco que lo sienten…
ÁGUEDA. Parece que llaman.
Melchora se levanta a abrir la puerta, y aparece un hombre con aspecto de facineroso, el pelo enmarañado y la barba inculta. El perro se abalanza a él y ladra.
EL HOMBRE (En castellano.) Buenos días. ¿Hay algo para un pobre caminante que no tiene trabajo…?
MELCHORA (De mal humor y hablando con dificultad el castellano.) Perdone usted. No hay nada.
EL HOMBRE (Entornando la puerta, por miedo al perro.) Que he hecho diez leguas de camino sin tomar ni un bocadito de pan.
MELCHORA. No hay nada.
EL HOMBRE. Que tengo hambre, señorita; que tengo hambre.
Águeda saca un portamonedas del bolsillo y da unos céntimos al hombre, que se marcha.
MELCHORA. ¡Vaya unas ganas de darle dinero a ese castellano! ¡Como si no hubiera pobres aquí!
ÁGUEDA. También es verdad. Y antes que, según dice don Julián, no había pobres ni borrachos en el pueblo. ¡Pero lo que es ahora…!
MELCHORA. Siempre los ha habido. ¿Qué sabe ese viejo? ¿Quiere su merced que cierre la puerta del jardín?
ÁGUEDA. Sí, que entren los pobres por la otra puerta. (Viendo que Melchora se detiene en el zaguán.) ¿Qué pasa?
MELCHORA (Con desprecio.) La loca de Elisabide.
ÁGUEDA. ¡Ah! Mi tía.
MELCHORA. ¡Qué ganas tiene su merced de llamarse pariente de esa loca!
ÁGUEDA. ¿No lo es?
MELCHORA. Sí; en décimo grado, lo menos. Pero se aprovecha. Vendrá a llevarse algo. El otro día se fue con la falda llena de guisantes.
ÁGUEDA. ¡Bah…! ¡Pobrecilla!
Aparece la loca de Elisabide en la puerta que da al zaguán. Es una mujer alta, hombruna, desgarbada, de cara juanetuda, ojos brillantes y pelo gris.
LA LOCA (Desde la puerta, sonriendo.) Adiós, dama Águeda. ¡Adiós! ¡Adiós! (Con ademán solemne.) Ya sabes. Para ti serán buenas las leyes.
ÁGUEDA. Sí, sí; ya lo sé, abuela.
La loca de Elisabide saluda gallardamente y se va. Águeda queda sola, pensativa. De vez en cuando interrumpe su trabajo para mirar a su alrededor, y en su cara, pálida y nerviosa, se nota el aleteo de las ideas que agitan su alma. Tan pronto sonríe dulcemente, con una sonrisa hermética, matizada a veces de tinte ligero de ironía, como clava los ojos en la ermita lejana del pueblo, que se ve por la ventana, con los contornos borrados por la humedad del aire.
Pasado algún tiempo se abre la puerta de repente. «¡Heup! ¡Heup!», gritan de fuera, y en el umbral se presenta Chapao, el tonto, un pobre idiota que vive de limosna.
ÁGUEDA. ¿Qué quieres, Chapao?
CHAPAO. (Quitándose la boina.) Ave María, Ave María.
ÁGUEDA. ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?
Entra Chapao, encogido, descalzo, con su aire de viejo, desdentado y haraposo, y se acerca a la ventana.
CHAPAO. El señorito…, el señorito (Señala con el dedo el jardín) quiere entrar aquí…, aquí…, sin que le vea nadie…, nadie…, y me ha dicho que saltara por las tapias y viniera a mirar si había alguno.
ÁGUEDA. ¿Dónde se ha quedado? ¿Eh? ¿Dónde está?
Chapao se asoma a la ventana y queda azorado, porque acaba de dejar al hermano de Águeda junto a la verja y ya no se le ve. Se inclina y mira por todas partes, hasta que lo descubre detrás de uno de los árboles.
CHAPAO ¡Ah… Ahí… Ahí está, detrás de ese árbol!
ÁGUEDA (Asomándose a la ventana.) ¡Eh! ¡Luis…! No te escondas… ¡Si te estamos viendo!
Luis, que se ve descubierto, hace sonar la campanilla del jardin, y Melchora sale de la cocina para abrirle.
MELCHORA (A Chapao.) ¿Qué dices tú, tonto? ¿Has visto a los apóstoles?
CHAPAO. (Sonriendo.) Si, sí.
MELCHORA. ¿Y te han dado algo?
CHAPAO. Sí, Sí; moneda blanca…, moneda blanca.
MELCHORA. A verla.
Chapao se registra los bolsillos. Melchora abre la puerta del zaguán y entra Luis, el hermano de Águeda, mojado, con el cuello de la chaqueta subido, el sombrero en el cogote, los pantalones llenos de barro y un cigarrillo en la boca.
Es un jovencito de diez y nueve a veinte años, con el pelo rojizo y la tez sonrosada y pecosa. Se parece a su hermana Águeda; pero en él las facciones son borrosas e inexpresivas, la mandíbula desarrollada, los labios belfos, y los ojos, en vez de tener la expresión ensimismada y dulce de Águeda, parecen entontecidos, y sólo se animan con ráfagas de cólera.
LUIS. ¡Hola! Buenos días. (Mirando a Chapao con ira.) ¡Idiota!
ÁGUEDA (Contemplando de arriba abajo a su hermano.) ¡Cómo vienes! Sucio, lleno de lodo. ¡Te estás luciendo!
LUIS. Bueno. Bueno. Te participo que no estoy dispuesto a oír sermones. (Se echa en la silla.)
MELCHORA (A Chapao.) ¡Qué mentiroso! No te han dado nada los apóstoles.
CHAPAO. No, no me han dado nada.
MELCHORA (Sonriendo con malicia.) ¿Has visto al perro ciego?
CHAPAO. (Con terror.) No, no. ¡Perro ciego! ¡Perro ciego! No, no.
ÁGUEDA. ¡Qué mala idea de fastidiarle al pobre!
LUIS. (Con furia.) Echad a ese imbécil.
ÁGUEDA. ¡Puedes tú llamar imbécil a nadie!
LUIS. He dicho que quiero que se marche; si no, lo echaré yo a puntapiés.
CHAPAO. (Sollozando.) Perro ciego…, perro ciego.
ÁGUEDA (A Melchora.) Llévale a la cocina y dale de comer. (A Chapao.) Anda. Verás a los apóstoles y te darán galleta y moneda blanca.
MELCHORA (A Chapao.) Ven, tonto.
Se marchan Chapao y Melchora, y quedan solos Águeda y Luis.
ÁGUEDA (Contemplando a su hermano.) Parece mentira. Tanto hablar de que eres un hombre, y luego sirves de hazmereír a todo el mundo. (Acercándose a Luis, que está con la cabeza apoyada en la mano.) Pero si está durmiendo. ¡Eh! Luis, Luis.
LUIS. ¿Qué? ¿Qué quieres?
ÁGUEDA. Anda, anda a la cama. Que no te vea papá así.
LUIS. Voy, voy.
Se restriega los ojos y vuelve a inclinar la cabeza y a dormirse.
ÁGUEDA. ¡Vamos!
LUIS. ¡Qué pesadez! Empezaba a soñar que estaba en Madrid, con mis amigos, en Fornos.
ÁGUEDA. Seguirás soñando en la cama.
LUIS. ¡Qué soba! (Se levanta perezosamente y mira por la ventana.) Otra vez llueve. ¡Maldito país! No sé qué ocurrencia estúpida le dio a papá de mandarme venir aquí.
ÁGUEDA. ¡Qué ocurrencia…! Queríamos verte.
LUIS. Como habéis pasado cuatro años sin verme, podíais haber pasado más. De veras te digo, maldito si tenía ninguna gana de venir.
ÁGUEDA. ¿No nos quieres?
LUIS. Déjame en paz.
ÁGUEDA. ¡Vaya un genio que has echado!
LUIS. Bueno. (Se pasea por el cuarto hasta que empieza a toser, con un acceso tan fuerte, que tiene que apoyarse en la pared.) Ya me he constipado. ¡Esta cochina tierra…!
ÁGUEDA. Claro, ¡estás chorreando…!
LUIS (Bruscamente.) Me voy a la cama.
ÁGUEDA. Sí; haces bien. Tienes mal color. (Con mimo y en voz baja, poniéndole una mano en el hombro.) No vuelvas a ir a la taberna, ¿eh? ¡Si mamá te viera! Ella que te quería tanto…
LUIS. Quita (Rechaza a Águeda; luego, mirando por la ventana): ¡Maldita tierra! Otra vez lloviendo.
Luis sube la escalera que hay en el fondo del cuarto, abre la puerta, llena de ensambladuras y de herrajes, y desaparece por ella.
Águeda vuelve a quedar sola, y pasan las horas, lentas, iguales, monótonas, medidas por el reloj de la iglesia del pueblo, cuyas campanadas vibran en el aire tristemente. Y Águeda, tan pronto coquetea sola y sonríe con su sonrisa hermética de ligero matiz de ironía, como clava los ojos en la ermita del pueblo, que aparece borrosa en el aire húmedo y opaco.
Hay momentos en que deja de llover, y sale un sol dorado de primavera; entonces Águeda se asoma a la ventana, y recibe la caricia del sol y aspira con voluptuosidad el olor húmedo de tierra.
De pronto oye, a lo lejos, rumor confuso de campanillas de la diligencia que pasa. Águeda recoge la ropa, la mete en el cesto y la guarda en uno de los armarios del cuarto.
Después corta una rama de lilas, y, sonriendo, coqueteando con sí misma, la sujeta con un alfiler en el pecho y sale del vestíbulo seguida del perro; cruza el zaguán y entra en un cuarto, grande y triste, con varios armarios llenos de libros de comercio y dos grandes mesas pesadas, de nogal. Es el despacho de la fábrica. Águeda trabaja en él. Díaz, el dependiente a quien el padre de Águeda ha dejado de pagar, ya no se ocupa de las cuentas de la destilería. El padre de Águeda ha encargado a su hija de la contabilidad de la casa y de que haga un estado de los ingresos y gastos, y Águeda se engolfa todos los días en la ingrata tarea de sumar columnas de números, y, como no está acostumbrada, suma en voz alta para no olvidarse. A veces siente la necesidad de andar, de moverse, y abre la puerta, cruza el zaguán y vuelve al despacho, con el cabello humedecido por la lluvia, y prosigue su tarea.
Enfrascada en su obra, no oye a Díaz, el dependiente, que entra. Díaz es un hombre de unos veintiocho años, moreno, de estatura mediana, algo rechoncho, de bigote y ojos negros. Habla correctamente el castellano, escuchándose a sí mismo con satisfacción y frotándose las manos a cada instante. Se nota, en todos sus ademanes, que está satisfecho de su persona, y su sonrisa, que muestra la dentadura, blanca e igual, es la de un hombre que encuentra en su aspecto algo que, para los demás, debe ser muy agradable de contemplar.
DÍAZ. ¿Se puede?
ÁGUEDA. Adelante. (El perro comienza a gruñir mirando a Díaz.) ¡Quieto, Erbi! ¿Venía usted a trabajar aquí?
DÍAZ. No. ¡Demonio con el perro…! Tengo que hacer en la fábrica, pero antes quisiera dar un recado a don Lucio. ¿Estará acostado aún?
ÁGUEDA. Cuando se levante, yo le diré, si usted quiere…
DÍAZ. Bien. Es lo mismo. (Se frota las manos.)
A esto sigue un momento de silencio. Díaz contempla a Águeda atentamente, y, al ver el ramo de lilas prendido en su pecho, brillan sus ojos negros y sus dientes blancos.
DÍAZ (En tono confidencial.) ¿Sabe usted? Convendría que su padre pagara algo a los trabajadores.
ÁGUEDA. Pero en la caja…
DÍAZ. En la caja no hay un céntimo… Y es una complicación… Entre los obreros hay gente levantisca, dispuesta a todo.
ÁGUEDA. Venga usted luego a hablar con mi padre.
DÍAZ. Vendré… Aunque es casi inútil, porque no presta atención a cuanto se le habla de la fábrica. La considera como cosa perdida.
ÁGUEDA. Si no hay solución alguna, ¿qué le vamos a hacer?
DÍAZ (Se pasea y se frota las manos.) Sí… hay soluciones… vender la fábrica… arrendarla…; pero don Lucio no quiere oír hablar de eso.
ÁGUEDA. ¡Si no hay otro remedio!
DÍAZ. Remedios siempre se encuentran.
ÁGUEDA. ¿Usted sabe alguno?
DÍAZ. Sí…, pero no sé si ustedes, por escrúpulos excesivos…
ÁGUEDA. ¿De qué se trata?
DÍAZ (Vacilando.) Se trata de un cambio en la razón social de la casa, hecho con cierta… habilidad.
ÁGUEDA. No entiendo. ¡Si no se explica usted más claro!
DÍAZ (Paseándose.) Bueno. Pues figúrese usted que viendo los libros nos encontramos que don Lucio, su padre de usted, tiene más deudas que las que en realidad tiene, e inventamos unos cuantos acreedores. Luego hacemos que uno de estos acreedores fantásticos diga: «¿Cuánto vale la fábrica, cuarenta mil? Me deben treinta mil; pues doy diez mil y me quedo con ella». De estos diez mil se paga a los acreedores, que cobran el cincuenta, el veinticinco, el diez o el dos por ciento de su crédito. Ellos se quejan; pero como saben que de otra manera no cobrarían nada, lo aceptan.
ÁGUEDA. Me figuro que todo eso es una sarta de engaños.
DÍAZ. Sí, pero es una solución.
ÁGUEDA. ¿Cree usted? Lo dudo.
DÍAZ. Casi lo podría probar.
ÁGUEDA. ¿Cómo?
DÍAZ. Fácilmente. Si usted acepta la combinación hay género, mañana mismo, para trabajar dos meses.
ÁGUEDA. ¿Si la acepto, sí, y de lo contrario, no? Total, que usted aquí es el amo y que nos pone usted condiciones.
DÍAZ. Escúcheme usted, Águeda. (Tomando una postura de conquistador y sonriéndose.) ¿Usted cree que yo soy inteligente? Perdone usted la inmodestia.
ÁGUEDA. Sí.
DÍAZ. Si yo sacara adelante la fábrica, si ensanchara el negocio de una manera enorme, si trabajando como un negro ordenara todo esto que se desmorona…
ÁGUEDA. ¿Qué?
DÍAZ. ¿Me quiere usted dar ese ramito de lilas, Águeda?
ÁGUEDA. ¿Mí ramo?
DÍAZ (Frotándose las manos con mayor energía y brillándole más los ojos y los dientes.) Lo guarda usted para otro, ¿eh?
ÁGUEDA. Y aunque así sea, ¿qué? ¿Acaso tiene usted algún derecho…?
DÍAZ. ¡Oh! Ninguno; pero veo que está usted despertando algo malo, algo de fiera que tengo yo dentro. (Haciendo un esfuerzo para sonreír). No haga usted caso, es un modo de hablar.
ÁGUEDA. No; es un modo de amenazar, y de amenazar a una mujer. Eso no lo hace ningún hombre listo…, y usted… es inteligente.
DÍAZ. ¿Pero de veras no me quiere usted dar el ramito ese?
ÁGUEDA. No. (Con ironía). Parece que le asombra a usted.
DÍAZ (Palideciendo.) No, no me asombra. No soy tan fatuo.
ÁGUEDA. Eso es lo que yo pensaba.
DÍAZ (Desde la puerta.) Bien, Águeda, bien. Usted se ríe…
ÁGUEDA. Y lloraré algún día, ¿verdad…? Ya lo sé.
Díaz, enfurruñado, sale lentamente del despacho de la fábrica. Águeda sigue sumando con trabajo, poniéndose la mano en la frente como para sujetar los números en el cerebro, haciendo un esfuerzo doloroso.
Transcurrido algún tiempo, se abre la puerta pequeña y forrada de grandes clavos, y se presenta en ella un hombre flaco, de barba negra, con abundantes mechones de plata. Es don Lucio de Aizgorri, padre de Águeda. Viste un gabán pardo, que le llega hasta los pies, y en la cabeza, una gorrita.
DON LUCIO (Bajando la escalera con dificultad.) ¡Hola!
ÁGUEDA (Se levanta.) Buenos días, papá. ¿Cómo te encuentras?
DON LUCIO. Mal, muy mal. Esto es insoportable: dolores en la espalda, dolores en las piernas…; el suelo no lo siento con los pies…, parece que se me escapa. (Sentándose en un sillón.) Luego, en esta casa no se puede dormir… ¡ese ruido que hace hoy la presa! (Bruscamente.) ¿Qué charla tenías hace un momento?
ÁGUEDA. Díaz, que ha venido, medio amenazando, a decir, de parte de los obreros, que se les paguen sus jornales.
DON LUCIO (Se sienta.) Sí, ¿eh? Que esperen, como yo, sentados.
ÁGUEDA. Ha dicho que se les debe mucho.
DON LUCIO. Sí, ya lo sé; ya lo sé.
ÁGUEDA. Díaz está tramando algo contra nosotros.
DON LUCIO. ¡Bah! ¡Tonterías!
ÁGUEDA. Él mismo lo ha confesado. Ha dicho que, si quiere, hay género en la casa para trabajar dos meses, y que, en cambio, si no quiere…
DON LUCIO. Bueno, bueno. ¿Que va esto cada vez peor? Me importa poco. ¡Para lo que he de vivir!
ÁGUEDA. Hoy parece que estás bien. No tienes mala cara.
DON LUCIO. ¡No tengo mala cara! Para vosotros nunca estaré yo mal, hasta que me esté muriendo.
Águeda mira a su padre en silencio y empieza a seguir con el lápiz las columnas de números que va sumando.
DON LUCIO. ¿Ha venido Mariano?
ÁGUEDA. No; todavía, no.
DON LUCIO. ¿Vino ayer?
ÁGUEDA. Sí.
DON LUCIO. ¿Qué dijo?
ÁGUEDA. Me recomendó que te avisara que sería conveniente reforzar el dique de la fábrica, porque si no, con la fuerza que trae el río, el agua podría inundar las cuevas.
DON LUCIO. ¡Bah! ¿Qué sabe él? Oye, ¿a qué viene aquí Mariano todos los días?
ÁGUEDA. No sé.
DON LUCIO. Ya me está molestando. Disfruta viéndome enfermo.
ÁGUEDA. ¡Oh! No lo creas.
DON LUCIO. Como anda siempre haciéndote la corte, por eso le defiendes. ¡Con su austeridad…!, ¡y esa estúpida reputación de honradez…! ¡No parece sino que es el único hombre honrado que hay en el mundo!
ÁGUEDA. Él no supone eso, papá.
DON LUCIO. ¿No? ¿Tú qué sabes? ¡Honrado! Si no fuera honrado estaría en presidio. Todos somos honrados…, hasta que no somos bandidos. Y tú, ¿por qué no quieres casarte con Mariano? Es rico. Su fundición le debe dar bastante.
ÁGUEDA. Creo que sí.
DON LUCIO. Y trabajador.
ÁGUEDA. Sí.
DON LUCIO. A pesar de eso, tú te burlas de él.
ÁGUEDA. ¡Yo!
DON LUCIO. Sí, tú, con tanto melindre. ¡Ah! Si yo estuviera en su caso, no jugarías conmigo. ¡Ya verías cómo te domaba, ya! Porque vosotras, con vuestros mimos, queréis hacer lo que os da la gana. Tu madre era también así, pero yo la dominé. ¡Vaya!
ÁGUEDA. No debías ni de nombrarla. (Baja la cabeza y cae sobre el papel en que escribe una lágrima gruesa.)
DON LUCIO. ¿Tú me vas a prohibirle, tú? ¡No parece sino que fui un verdugo para ella!
ÁGUEDA. Poco menos.
DON LUCIO. ¡Ah…! ¡Ja…!, ¡ja…! Me haces reír; el acento trágico te sienta bien, pero yo soy poco sensible. Los Aizgorris somos así, duros como el acero; nuestro corazón y nuestro apellido es de piedra… Un antepasado mío de la casa de Oñaz, Machín de Aizgorri, cuando cogió prisionero a un enemigo suyo, de la de Gamboa, ¿sabes lo que hizo?
ÁGUEDA. Yo…, no.
DON LUCIO. Pues le cortó la cabeza y la llevó a vender a la feria de Oñate… Ahí lo tienes retratado en la sala… ¿Eh? ¿Qué te parece eso?
ÁGUEDA. A mí…, nada.
DON LUCIO. Sí. Tú no sabes apreciarlo. Has salido a tu madre. Eres, como ella, ñoña y sentimental.
ÁGUEDA. ¡Ella! (Tira la pluma, se levanta y con una voz ronca dice): Ella era fuerte y enérgica… más que tú…, mucho más que tú…; más valiente y más buena.
DON LUCIO. Sí, sí. Ya lo sé.
Águeda pasea por el despacho, con la cabeza baja, enjugándose las lágrimas con el pañuelo. Hay un largo momento de silencio; don Lucio sonríe con una sonrisa ruin, hasta que se oyen en el zaguán las pisadas de un caballo, y luego, los pasos de alguien que se acerca. Águeda, instintivamente, va hacia la puerta; luego se sienta en la mesa.
DON LUCIO. Será Mariano. No quiero verle. Cuando se marche, que me avisen. ¿Dónde andará esa bruja de Melchora?
Don Lucio se va, y aparece, poco después, Mariano en la puerta del despacho. Es un hombre alto, de barba castaña, espesa, un poco cargado de espaldas. Tiene la mirada apagada, la nariz corva, la sonrisa amable y triste. Al verle entrar, el perro le recibe dando saltos, alegremente. Mariano contempla en silencio a Águeda, que se ha puesto a escribir.)
MARIANO (Hablando el castellano como un extranjero que lo hable muy bien, pronunciando las consonantes con gran fuerza.) Aquí está el pobre de todos los días.
ÁGUEDA. ¡Ah…! ¿Es usted?
MARIANO. ¿No se le puede ver a usted la cara?
ÁGUEDA. Perdone, hermano. Ahora estoy trabajando.
MARIANO. Es usted infatigable. ¿Sigue usted con estos dichosos estados?
ÁGUEDA. Sí. Esto es un laberinto.
MARIANO. ¿Quiere usted que le ayude un poco, como ayer?
ÁGUEDA. No, no. Se va a conocer su letra, y entonces, ¡adiós mi mérito de tenedora de libros!
MARIANO. Al menos esas sumas tan largas. Mire usted, el resultado lo voy a poner con lápiz, y usted luego lo pasa con tinta.
ÁGUEDA. Bueno. (Se levanta, y deja en la mesa su ramo de lilas.)
MARIANO (Al sentarse toma el ramo de lilas.) ¿Para mí, verdad?
ÁGUEDA. Sí es usted bueno…
MARIANO. Pero, ¿qué le pasa a usted? (La mira atentamente.)
ÁGUEDA. Nada.
MARIANO. ¿De veras, nada?
ÁGUEDA. De veras. Nada.
MARIANO. ¡Hum! (Compungido, viendo que Águeda se marcha): ¿Qué? ¿se va usted?
ÁGUEDA. Iba a limpiarme los dedos con un poco de limón, ¿sabe usted? Todavía no he aprendido a escribir sin ponerme perdida de tinta.
MARIANO. Tenía tantas cosas que decirla…
ÁGUEDA. ¿Tenía usted que decirme algo? Me esperaré.
MARIANO. ¡Oh! Pero es muy largo lo que le tengo que decir, y si no se sienta usted, se va usted a cansar mucho.
ÁGUEDA. Es usted un hombre muy exigente. (Se levanta.)
MARIANO. ¿A usted le disgustan mucho los hombres así… exigentes?
ÁGUEDA. Pero, ¿a usted qué le importa? ¡Qué curioso! Todo lo quiere usted saber. Ande usted a sumar, que ésa es su obligación.
Pasan tres o cuatro minutos en silencio. Águeda sonríe maliciosamente.
MARIANO. ¡Si supiera usted las ganas que tiene mi madre de verle a usted y de hablarla! Yo, como siempre estoy nombrándole a usted…
ÁGUEDA. Es raro. Usted habla y suma al mismo tiempo.
MARIANO. Es la costumbre… Pues, sí; mi madre tiene unos celos terribles. Algunas veces me dice, como quien no da importancia a la cosa: La niña de Aizgorri, así le llama a usted siempre, no es tan bonita como tú dices. Y yo, en el mismo tono, le respondo: No te lo puedes figurar, mamá; es más que bonita y más que buena: es superior a toda ponderación. Y es verdad, claro.
ÁGUEDA. Si dice usted esas cosas se va usted a equivocar, ya lo verá usted.
MARIANO. ¡Ca! Es la costumbre. (Está algún tiempo sumando sin hablar.) Sí, hablo tanto de usted en casa, que mi madre se enfurruña y murmura en contra de mí y de usted.
ÁGUEDA. ¿De mí también?
MARIANO. ¡Claro! Las madres no comprenden que haya una mujer que desdeñe a sus hijos…, y usted…
Águeda se levanta y se acerca a los cristales de la ventana.
ÁGUEDA. ¿Trabaja usted mucho?
MARIANO (Taciturno.) Sí, mucho.
ÁGUEDA. ¿Ha aceptado usted esas dos contratas que me dijo usted ayer?
MARIANO. Sí.
ÁGUEDA. ¿Con tan malas condiciones? ¿Se ha comprometido usted a pagar una indemnización tan grande, si no concluye usted la obra?
MARIANO. Sí.
ÁGUEDA. ¿Y si no termina usted?
MARIANO (Con desaliento.) Lo mismo me da.
ÁGUEDA. No es usted práctico.
MARIANO. ¡Bah!
ÁGUEDA. No, no es usted práctico. Esas cosas hay que verlas por el lado económico.
MARIANO. ¿Y usted es práctica?
ÁGUEDA. ¿Yo? Ya lo creo, calcularía…
MARIANO. Usted (mirándola con atención), con esos ojos que se tutean con las cosas infinitas, ¡usted práctica! Si muchas veces he llegado a pensar que no es usted mujer.
ÁGUEDA. ¿No? ¿Pues qué soy entonces?
MARIANO. Algo así como una idea.
ÁGUEDA. ¡Qué cosas más raras se le ocurren a usted!
MARIANO. Serán raras, pero yo siempre me represento a usted como una sustancia…
ÁGUEDA. ¡Una sustancia! ¡Vaya una cosa bonita!
MARIANO. Sí, usted se ríe, pero me comprende; lo que pasa es que al lado de esa idea luminosa y profunda que forma su alma, hay algo burlón y saltarín en usted.
ÁGUEDA. ¡Qué retrato mío está usted haciendo! Antes era una idea, después una sustancia, y ahora soy saltarina.
MARIANO. Es que usted no sabe los aspectos que usted misma tiene… Y usted, cuando piensa en mí, ¿cómo me recuerda?
ÁGUEDA. ¡Pero si yo no pienso en usted!
MARIANO. Alguna vez…
ÁGUEDA. Pues cuando pienso en usted, me parece que es usted un chico chiquito, muy chiquito; y yo digo: ¡pero qué tonto es este chico, pero qué tontísimo es!
MARIANO. ¡Cómo se burla usted de mi! ¿Quiere usted contestarme una pregunta, Águeda?
ÁGUEDA. No, señor.
MARIANO. En Madrid, en el tiempo en que ha estado usted allí… alguna simpatía. ¿No me quiere usted contestar?
ÁGUEDA. No, señor.
MARIANO (Hablando al perro.) Oye, Erbi… Dime, cuéntame los secretos de tu ama.
El perro endereza las orejas y mira a Mariano con atención, y ladra.
MARIANO. ¡Si oyera usted lo que me está diciendo!
ÁGUEDA. ¡Bah! Erbi está muy bien educado, para contar los secretos de su ama.
MARIANO. ¿Pero es que su ama tiene secretos?
ÁGUEDA. ¡Vaya…! Secretos tremendos.
MARIANO. En serio; tengo que hacerle a usted una pregunta.
ÁGUEDA. Hoy está usted muy pesado con ese interrogatorio. Mire usted, ya que Erbi le contesta tan bien, hágale usted la pregunta a él. (Abre la puerta y sale al zaguán seguida del perro.)
MARIANO. ¡Ah, traidora! (Se sienta y sigue sumando.)