Debo dejar constancia en este mismo cuaderno de una explicación y una excusa por la forma brusca en que termina mi diario. Un posible lector (una amable lectora) podría buscar inacabablemente esa explicación sin acertar jamás con la correcta. El motivo por el que abandoné la pluma fue en cierto sentido trivial e incluso vejatorio pero, al mismo tiempo, causa de mucha hilaridad. Ahora que ya estoy a salvo en tierra y que puedo andar normalmente, he empezado a sospechar (aunque parezca poco amable el decirlo) que nuestra hilaridad fue una especie de locura que recorrió el barco, como si hubiera tenido razón el señor Smiles, el navegante mayor.
Resumiendo.
Mientras mi querido amigo Charles Summers y yo estábamos aclarando aquel absurdo malentendido, salió relevado de guardia Cumbershum. Yo no presencié lo que ocurrió, pues el suicidio del pobre Wheeler ante mis propios ojos me tenía abrumado y me vi obligado a retirarme a la conejera que me había encontrado Charles y quedarme allí mucho tiempo, temblando como si el trabuco me hubiera herido a mí, además de matar a Wheeler. Pero me contaron exactamente lo que ocurrió.
Cuando Cumbershum bajaba lo detuvo el sobrecargo, el señor Jones. Éste, cada vez más preocupado por sus posesiones a bordo, rogó al señor Cumbershum que le concediera unos momentos. El señor Cumbershum contaría más tarde la entrevista a Charles Summers y a los demás oficiales con muestras de gran regocijo:
—Señor Cumbershum, se lo ruego. ¿Va, a hundirse el barco?
Daba la casualidad de que Cumbershum era uno de los oficiales que más dinero le debían. Le respondió a carcajadas:
—¡Sí, el maldito barco se va a hundir, hijoputa cobarde, y la muerte anula todas las deudas!
El resultado no fue el que esperaba Cumbershum. El señor Jones, dominado por su pasión absorbente, se marchó corriendo y volvió con un puñado de pagarés, cuyo pago inmediato exigió. Cumbershum se negó, sugiriendo que podía utilizar los papeles para algo que no creo necesario explicar. El efecto de aquella negativa fue que el hombre cayera en una especie de pánico contenido. Recorrió todo el barco, sin hacer caso de los balanceos, que a veces lo ponían en peligro de ahogarse, como si su propia seguridad fuera lo que menos le importaba en el mundo. En cualquier otro hombre hubiera sido un acto de locura, de heroísmo o de ambas cosas. Trató de cobrar sus pagarés por todo el barco, y en todas partes tropezó con una negativa a veces más dura incluso que la de Cumbershum. Creo que nada, ni la llegada del Rey Neptuno cuando cruzamos el ecuador, ni la función que se representó cuando estábamos al lado del Alcyone causó una diversión tan universal y en general beneficiosa. ¡Durante un rato fuimos de verdad un «barco feliz»!
Cuando me recuperé de mi extraña incapacidad, o enfermedad, lo que fuera, me tocó a mí el turno. El señor Jones me presentó una cuenta muy inflada de bujías y paregórico. ¡Me sentí inspirado! Reduje a aquel hombre a la inmovilidad y el silencio cuando le repliqué que no le debía nada. Yo debía dinero a Wheeler, que había muerto. Estaba dispuesto a pagar a los herederos y derechohabientes de Wheeler en su debido momento.
Tras largas expresiones de preocupación por su parte, el señor Jones recordó nuestra conversación anterior:
—¡Por lo menos, señor Talbot, va usted a pagarme por el recipiente que me dijo!
—¿Recipiente?
—Para su diario… ¡Para que flote!
—Ah, ya recuerdo. Pero, ¿por qué se lo voy a pagar? ¿No basta con un pagaré?
El hombre soltó una especie de relincho.
—¡Señor Talbot, si no me paga no hay recipiente!
Reflexioné un momento. Como quizá recuerde el lector, era cierto que había pedido algo en lo que meter mis escritos para consignarlos a las olas, pero la sugerencia se había hecho medio en broma, por lo menos. Era típico del señor Jones recordar la observación, tomarla en serio y decidir que le significaría un beneficio. ¡Se me ocurrió una forma de vengar a la Humanidad contra la Inhumanidad!
—Muy bien, señor Jones, le compraré un recipiente, con una condición: ¡Que le encuentre usted sitio en su bote!
A eso siguió una discusión apasionada. Por último, el señor Jones convino en llevar el recipiente a tierra y encargarse de que se enviara a la dirección adecuada. El primer recipiente que me presentó era una especie de olla. Cuando vi lo pequeño que era y que estaba hecho de barro, no lo acepté.
—Supóngase, señor mío, que usted y su bote quedan destrozados en las rocas. ¡Podría usted reventar como una oveja muerta al sol, y con usted esta olla!
La piel del señor Jones empezó a adoptar un tinte verdoso. Me vendería un barrilete.
—Y, ¿qué es un barrilete?
—Un barril pequeño de madera, caballero.
—Muy bien.
Cuando llegó el barrilete resultó ser un barril que había contenido ocho galones de algún líquido.
—¡Qué diablo, hombre! ¡Aquí casi podría caber yo!
El precio era exorbitante. Lo reduje a menos de la mitad mediante el empleo, me veo obligado a decir, de aquella «altanería» que tanto había desagradado al señor Askew.
—Y ahora, señor Jones, va a jurar usted que llevará este barrilete a tierra y lo enviará a la dirección exacta, recordando que en este solemne momento estamos ambos cerca de ese juicio eterno que espera a todos los hombres… ¡Santo Dios!
Debo reconocer que esta última exclamación no era característica de mí, por muy apropiada que fuese entonces. El hecho es que surgieron en mi fuero interno años de lecciones de religión, miles de servicios eclesiásticos y todo el poderoso aparato de la Iglesia, y advertí que casi me asestaba un golpe en la cabeza igual que aquel cabo suelto. De hecho, experimenté una sensación de aquel juicio que había mencionado con tanta frivolidad, y no me agradó.
—Júrelo.
El señor Jones, posiblemente afectado por las mismas sensaciones, respondió con voz trémula:
—Lo juro.
¡Qué diablo, esto era Hamlet y yo me sentía muy incómodo! No podía por menos de sentir que el fantasma de Colley recorría el barco. Bueno… Estábamos en peligro mortal y la imaginación juega faenas a veces.
—Y, señor Jones, si sobrevivimos volverá usted a comprarme el barril por lo que yo le he pagado… ¡Tengo mis rarezas en ese sentido, ya sabe!
Ahora hay que añadir que si el barco se hallaba en un estado peligroso, y yo en uno raro, la compañía constituía un caso todavía más extraño. Como si el señor Jones y Cumbershum hubieran liberado a medias algo entre nosotros que hasta entonces había estado retenido y confinado, la felicidad de nuestro «barco feliz» cambió de calidad y se convirtió en algo a lo que sólo puedo calificar de histeria generalizada. No era algo femenino, como sugiere la palabra. En su aspecto peor y más grave cabría decir que se trataba de una especie de risa incontrolable por la menor causa. En su mejor aspecto era un sentido peculiarmente británico del humor, de la diversión. Contenía algo de frialdad, de desdén por la vida, incluso un cierto toque de salvajismo. Se me ocurrió que en el mejor de los casos podría ser parecido al humor que según dicen reinaba entre las víctimas del Terror en Francia antes de su martirio. En su peor aspecto tenía algo de blasfemo, de humor desencadenado, de disolución y de furia que estalla a veces en la prisión de Newgate cuando a los infelices allí confinados se les da la última confirmación de su destino. Supongo, también, que había hombres y mujeres que rezaban. Pues para entonces ya no había hombre, mujer o niño que no conociera la gravedad de nuestra situación. La rastra sacó más hierbajos y aquello terminó, pero no creo que muchos de los pasajeros ni de los emigrantes hicieran mucho caso. Ya lo veíamos todo con demasiada claridad.
Se acabaron, pues, los esfuerzos por ocultar el estado del barco a todos los que no fueran oficiales de la Armada. Creí que mi propio chiste era ya algo terminado, pero la verdad es que fue en aumento. El señor Gilland, el tonelero, que no cobró nada por sus servicios, desmontó las duelas del barrilete y sacó la tapa. Metí dentro el diario destinado a mi padrino y este mismo cuaderno. Pero no había comprendido hasta qué punto allí se sabía todo. Dios mío, casi no hubo pasajero o emigrante que no deseara incluir algún mensaje, algún paquete, algún objeto, un anillo, una joya, un libro, ¡un diario! Algo, cualquier cosa que, fuera lo que fuese, pareciera prolongar con su supervivencia un vestigio de vida. Así es la gente, pero si yo no hubiera pasado por aquella experiencia, jamás lo habría creído. De hecho, tan general era la demanda de espacio en mi barrilete, que Charles Summers se vio obligado a protestar, aunque de forma amable:
—¡Mi querido Edmund! ¡Tienes tantos clientes que Webber, que debería encargarse del resto de la cámara, se ha convertido prácticamente en tu portero!
—¿Qué le voy a hacer? Esto se ha convertido en una lata y se me ha escapado totalmente.
—Ahora eres el hombre más popular del barco.
—Si algo hiciera falta para convencerme de la versatilidad de la gente del común…
—Hablando por nosotros, la gente del común…
—¡Charles, basta ya de tanta modestia! ¡Todavía he de verte hecho almirante!
—Voy a dar a conocer por todo el barco que se pueden traer papeles al señor Talbot, pero sólo durante la primera guardia. Así se terminará esto dentro de un día o dos.
Se marchó a continuar sus preparativos para el «atortorado».
Y así fue como me encontré, sentado como Mateo en la sede de las aduanas dos horas al día. Creo en serio que durante un breve período, y antes de que yo lo amonestara, Webber cobraba por admitir a la gente. Al igual que el fantasma de Colley, el espíritu del señor Jones se cernía por todas partes. Sin embargo, la inmensa mayoría de los que venían eran gentes sencillas. Se dividían claramente en dos grupos. Había los que se reían y esperaban compartir la broma gastada al señor Jones. Y había los que venían muy en serio y muy tristes. Ahora parecía como si la raya blanca que se había trazado en mitad de la cubierta a la altura del palo mayor hubiera desaparecido. Averigüé que no sólo era así, sino que ¡de hecho era una metáfora de nuestra situación! Pero ya hablaré de eso más adelante. Baste decir que mis visitantes eran múltiples y muy variados. Lo mismo podría tratarse de un pobre emigrante, sombrero en una mano y papel en la otra, que de un lobo de mar burlón que me largaba una pulgada de su trenza con la esperanza de que yo estuviera «haciendo sudar a ese maldito, caballero». De hecho, mi barril pronto a parecerse a aquella «piñata» que tanto nos gustaba de niños durante las Navidades. ¡Dios sabe que en aquel barco nos venía bien cualquier motivo de regocijo!
He de decir también que entre las otras frivolidades que surgieron de manera tan absurda de nuestro peligro hubo varias frases hechas. Los miembros de una guardia a los que un suboficial les encargaba recoger un cabo o algo parecido, replicaban como un solo hombre: «a la orden. Tenemos nuestras rarezas en ese sentido, ya sabe». Hubo incluso una ocasión…, pero en este caso he de implorar a las damas, pues después de todo la poesía es el discurso que les conviene y la prosa no les significa nada, debo pedirles que desvíen la vista de los párrafos siguientes.
El señor Taylor apareció muy ruidoso y más animado todavía que de costumbre. No podía parar de reír hasta que le di una sacudida. Conociendo al señor Taylor, yo estaba preparado para escuchar alguna horrible desgracia sucedida a alguien y que a él le parecería de lo más cómico, pero no. Cuando por fin lo calmé y se recuperó de mis sacudidas, le pedí que me diera la mala noticia.
¡Es una adivinanza, caballero!
—¿Una adivinanza?
—¡Sí, señor! ¿Qué…? —pero al llegar ahí lo divertido del asunto le resultó demasiado y tuve que volver a sacudirlo.
—Bien, muchacho, acaba lo que tienes que decir antes de que te tire por la borda.
—Sí, señor. La adivinanza es: «¿Qué es lo que le hace moverse tanto al barco?»
—Bueno, ¿qué es lo que le hace moverse tanto al barco?
Tuvimos otra convulsión antes de que pudiera responderme:
—¡El barrilete de lord Talbot!
Dejé al muchacho y volví a mi conejera. Si el resultado del peligro era rebajar el barco a ese nivel, pensé, no necesita hundirse, porque ya está hundido.
Cuando me pasé toda una guardia sin un «cliente», mandé llamar al señor Gilland, el tonelero, y también al señor Jones. Una vez que estuvieron ambos ante mí, hice que el señor Gilland volviera a colocar la tapa y a juntar las duelas. Les dije que eran testigos de la seguridad del recipiente. Dejé la espita abierta, aunque el resto del barril quedó sellado. Expliqué al señor Jones que quizá deseara insertar un deseo o una plegaria antes de morir cuando estuviéramos hundiéndonos y antes de que él mismo hubiera abandonado el barco. He de confesar que la broma se había hecho aburrida. Incluso resultó una pesadez cuando pensé en los únicos restos de Edmund Talbot dando botes por todo el Mar del Sur en circunstancias en que sus posibilidades de llegar al destino deseado eran incalculablemente reducidas. Además, me encontré repentinamente privado de mis diarios y con nada que escribir ni que hacer, salvo soportar los caprichos y los peligros de nuestro navío, que cada vez era menos marinero.
El lector habrá comprendido que yo, por lo menos, sobreviví a la travesía. Pero al igual que cualquier posible lector, cuando yo releo lo que escribí, el final brusco de mi diario (llamémoslo «libro dos») me preocupaba y me sigue preocupando. De hecho, el calificarlo de diario es emplear el término en un sentido demasiado amplio. Es muy posible que un lector atento pueda identificar las ocasiones muy esporádicas en las que traté de describir lo que había ocurrido durante varios días con objeto de actualizarlo. Muchas veces escribía cosas del pasado cuando en aquel mismo momento estaban ocurriendo muchas. Un lapso de tiempo considerable separa el final de mi diario en sí de este postscriptum. He sentido tentaciones de evitar el problema del final demasiado brusco mediante la continuación del diario retrospectivamente, por así decirlo, y hacer como que lo había escrito a bordo. Pero la distancia en el tiempo es demasiado grande. La tentativa sería torpe. Lo que es más: sería claramente deshonesta. Todavía peor, si fuera posible, la tentativa se vería detectada, pues cambiaría el estilo (me complazco en pensar que tengo un estilo, por escaso que sea). Se perdería el carácter de lo inmediato. Cuando releo el «libro uno» (en el próximo volumen se verá cuándo y por qué ocurrió) observo que ganó mucho con la inclusión de la carta tan emotiva aunque inacabada de Colley. Pues si bien es posible que el pobre hombre no fuera mucho como cura, la forma vívida y fluida en que utilizaba su idioma nativo tenía algo de genial, mientras que el «libro dos» debe basarse en mis propios esfuerzos en solitario, salvo cuando dejo constancia de lo que dijo otra gente. Es cierto, sin embargo, que lo que ahora considero como una ingenua forma de abrir mi corazón a la página escrita, no carece de un vigor que yo no sospechaba hasta que lo leí mucho después. Pero volvamos al principio de este párrafo. La adición de este postcriptum parecía constituir la solución más razonable de mi dificultad.
Sin embargo, sigue siendo deseable una descripción más correcta y más larga del resto de nuestra travesía. En mí recuerdo, el viaje es una cosa única, con un principio, una mitad y un final. Las aventuras que siguieron no fueron menos, y quizá fueran más, arduas que las anteriores. La honradez me obliga a prometer una narración sencilla en alguna fecha ulterior en la cual terminará el viaje, y cuya narrativa será mi «libro tres». No puedo aspirar al talento de Colley, y espero que la rareza y el peligro de los acontecimientos compense la sencillez de la escritura.
Existe otra consideración: ¡Estoy casi decidido a publicar! Entonces quizás estas palabras no las lean sólo mis seres queridos, sino un público mucho más amplio. El deseo de publicar es cada vez mayor. Lo que se inició a petición de mi padrino siguió adelante por una inclinación mía cada vez mayor y ahora me encuentro con que soy nada más ni nada menos que un escritor como todos, con todas las ambiciones, aunque no todos los defectos, de esa raza. Eso mismo dije al señor Brocklebank en los días de nuestra mayor hilaridad, confesando que no me sentía lo bastante disoluto para la profesión, a lo cual replicó, con su voz podrida como un madero viejo: «¡Señor mío! ¡Siga bebiendo como lo hace y será usted superior a todos!» Huelga decir que en aquella ocasión, al igual que en tantas otras, él había bebido mucho. Pero, ¿no es posible que un hombre bien educado, de buena cuna e inteligente preste a la profesión algo de la dignidad que nuestros plumíferos le han arrebatado?
¿Defectos? Reconozco ambiciones. ¡La de publicar es la menor de ellas! Vamos, amable lector, ¿quién ha escrito jamás sin el deseo de comunicar? Suponemos que alguien leerá nuestras palabras, incluso cuando las utilizamos para negar su existencia. Iré más allá. ¿Quién ha escrito jamás durante mucho tiempo sin hallarse atraído poco a poco por el deseo de cautivar a un público? Existe en mí, como en todos los escritores, lo que Milton calificaba de «esa última enfermedad de una noble mente», el deseo de que mi nombre sea más conocido, de que se me admire más generosamente, de un mayor interés por el carácter y la personalidad del autor por parte del Bello Sexo. Así que, si bien a veces he dicho y muchas veces he pensado que escribía sólo para mí mismo, son más las veces que me he preguntado a quién estaba escribiendo: A mi Señora Madre o a Otra o a un viejo amigo de la escuela cuyo rostro recuerdo y su nombre olvido. ¡También me he hallado contemplando complacido los tres espléndidos volúmenes de El Viaje de Talbot o El Final del Mundo! Todo esto, pues, como excusas ante un público teórico que puede haberse sorprendido ante el brusco final del «libro dos», pero que quizá se tranquilice y se emocione tanto como yo pueda desear con esta «cuña» de un tercer volumen.