(17)

—¡Quieto todo el mundo!

Era el famoso rugido del capitán, esta vez tardío pero algo que era necesario obedecer so pena de muerte. Llegó desde el combés. No sé cómo había llegado él allí en los segundos durante los cuales yo me había visto mesmerizado por la aparición. Incluso nosotros, los pasajeros, advertimos lo imperioso de aquel rugido y nos quedamos inmóviles donde estábamos.

El capitán Anderson siguió diciendo en voz muy alta:

—Señor Summers, eso eran restos flotantes atrapados bajo el sobrepié de la verga del trinquete.

—Mi capitán, la draga había pasado del sobrepié. Creo que era un trozo de la quilla de balance.

El capitán gruñó:

—¡Eran restos flotantes, señor mío! ¡Restos flotantes! ¿Me ha oído?

—A la orden, mi capitán.

—Venga conmigo.

Los dos oficiales avanzaron hacia nosotros. El capitán Anderson no nos hizo caso, sino que continuó dando órdenes:

—Que la marinería quede dispuesta. Compruebe la bodega.

—A la orden, mi capitán. El señor Cumbershum…

Y después, mientras subían la escalera, Summers siguió diciendo con voz airada:

—De hecho, era la quilla de balance, mi capitán. Lo he visto. El extremo de proa debe de haberse podrido y el cable que pasaba por debajo lo acabó de aserrar.

—¡No, no, señor Summers, no era eso! ¡Y no hable usted tan alto!

Creo que en circunstancias como las nuestras en aquel momento, si uno es persona educada y reflexiva, le ocurre algo tan extraño, y quizá a su estilo, tan terrible como el propio monstruo de madera. Existe una costumbre innata de mantener la dignidad que afirma la necesidad absoluta de proclamar a un mundo de fuerza y material ciegos algo como: ¡Soy un hombre. Soy algo más que una naturaleza ciega! Ante aquel descubrimiento o aquella orden imperativos, advertí que yo estaba buscando mentalmente una palabra o un acto que lo evidenciara.

—Supongo que a la quilla, sea de balance o de carena, se le puede llamar «restos flotantes».

Junto a mi hombro, el señor Jones carraspeó sin resultado y volvió a intentarlo. No se volvió a mirarme, sino que siguió contemplando el lugar en que había aparecido y desaparecido aquel pedazo de madera vieja.

—¿Cómo puede tratarse de restos flotantes, señor Talbot? Se ha hundido.

Me encontré haciendo un gesto prudente de asentimiento. Pero al advertir lo que significaban sus palabras, se me pegaron los pies a la cubierta igual que cuando había oído el disparo de cañón, o hacía justo un momento ante el rugido del capitán. Consciente de ello, contemplé la escena que tenía ante mí como si buscara algo, quizá un amigo. Ahora los marineros estaban ociosos, pero en silencio. Los emigrantes estaban abarrotados en el interior del castillo de proa, pero en la apertura hacia él eran visibles sus caras pálidas. El señor Benét surgió de las profundidades de debajo del castillo de proa, acompañado por el señor Gibbs. Se acercaron por cubierta hacia nosotros, y el señor Benét ajustó su paso al de su compañero. En torno a nosotros brillaba el sol, las velas estaban blancas y restallantes, igual que había estado restallante el señor Benét en todas las demás ocasiones en que lo había visto desplazarse de una parte del barco a otra. Todas las crestas de aquel mar animado estaban exactamente delineadas y el horizonte estaba tenso como una cuerda bien armada. El señor Gibbs hablaba en un tono de voz como ofendido.

—¿Qué esperaban, señor Benét, usted y él? Aunque no haya más que un perno de parte a parte que esté salido, ya es bastante grave.

—¡Bueno, clávelo!

—¿Qué cree usted que estaba haciendo yo allá abajo? ¡Puede que entre agua, pero a partir de ahora no entrará por ahí!

El señor Jones cambió de postura, como si también a él se le hubieran clavado los pies. Volvió a carraspear.

—Bien, señor Talbot. Por lo menos, yo he tomado todas las precauciones posibles —y meneó la cabeza admirado—. Ya sabe que tengo mis rarezas en ese sentido. Mi bote, ahí en la botavara, está provisto de todo lo necesario.

—¡Señor mío, yo no tengo bote! ¡No veo que haya espacio en los botes ni siquiera para las mujeres y los niños!

El señor Jones asintió lentamente, como si también él hubiera advertido ese defecto. Después, con igual lentitud, negó con la cabeza.

El señor Benét bajó las escaleras, otra vez a saltos, y avanzó igual que si fuera la perfecta personificación del aire y el viento y el mar brillantes. El señor Gibbs lo siguió como un alma en pena. Después, en último lugar, vino Charles Summers, pálido y pensativo. Lo llamé cuando pasó a mi lado, pero parecía estar sumido en alguna reflexión y no me oyó. Tampoco el señor Brocklebank, que ahora se me interponía en el camino de regreso a mi conejera.

—Después de todo, me lo habían devuelto y estoy seguro de que lo había dejado en el cajón de abajo. Señor Talbot, ¿no lo habrá visto usted por casualidad?

Pero la señora Brocklebank lo agarraba de la manga.

—¡Vamos, Wilmot, cariño, déjalo! ¡Desde luego, yo me alegro mucho de que haya desaparecido algo tan horrible!

Pasaron chapoteando juntos delante de mí hacia el vestíbulo. El señor Brocklebank hablaba con esa claridad y ese énfasis tan minuciosos que emplea un hombre a fin de aclarar su propia paciencia y comprensión en circunstancias difíciles, especialmente, he advertido, cuando se dirige a su esposa.

—Estaba en el cajón de abajo, bajo mi cama. Litera, supongo que debería decir, pues jamás ha habido una cama tan incómoda, y ahora ha desaparecido. Hay un ladrón y voy a decírselo al señor Summers.

La señora Brocklebank, que durante todo el rato había ido hablando, o más bien parloteando, como una especie de soprano frente a la voz de bajo de él, prácticamente lo impulsó por la puerta de su conejera, que cerró tras ellos.

Fui hacia mi propia conejera, la que durante algún tiempo había utilizado el finado Reverendo James Colley.

La vida debería servir su banquete de experiencias en una lenta serie de platos. Deberíamos tener tiempo para asimilar, por no decir digerir, uno antes de atacar el siguiente. Deberíamos disponer de pausas, no tanto para la contemplación como para el descanso. Sin embargo, la vida no actúa de forma tan razonable, sino que amontona juntos todos sus platos, a veces dos, tres, o lo que parece ser toda la comida en un solo plato. Eso es lo que me había ocurrido a mí, a nosotros. Trataré de informar de lo que sucedió después con toda la precisión que pueda. Aquel sombrío trozo de madera saturado de agua seguía, supongo, hundiéndose hacia el cieno en el que había quedado depositado Colley con sus balas de cañón cuando me acerqué a mi conejera, a su conejera. Todavía lo veo y trato de modificar lo que ocurrió, pero no puedo. Vi que dentro estaba Wheeler. Sabía que era Wheeler, aunque por la persiana no se le veían más que la calva y los dos mechones de cabellos blancos a ambos lados. Después, cuando abrí la boca para decirle que se fuera, con una severa amonestación por quedarse en mi camarote después de haberlo limpiado, la cabeza se movió a un lado y se elevó. Tenía los ojos cerrados y una expresión de paz. Se llevó a los labios una copa de oro o de latón. Después, la cabeza reventó y desapareció tras, o con, o antes de, que yo sepa, un relámpago de luz. Después desapareció todo cuando salió por la persiana una oleada de humo acre. En el ojo izquierdo me dio un golpe, o me había dado un golpe, algo que me lo llenó de una sustancia húmeda.

No oí nada. ¿No es imposible? Aunque otros oyeron la explosión del trabuco, yo, que la vi, no oí nada.

He tratado una vez tras otra de poner en orden lógico lo que vi, pero siempre tropiezo con el hecho de que no había ningún orden, sino únicamente instantaneidad. La copa de latón que se llevó Wheeler a su pacífico rostro era la boca del trabuco del señor Brocklebank, pero aquello no lo llegué a comprender sino más tarde. Lo que yo experimenté fue aquel rostro en calma, la cabeza que estallaba, el relámpago del humo… ¡Y el silencio!

Me alejé a trompicones de la puerta, aparté el humo, traté de apartarme lo que tenía en el ojo izquierdo para abrirlo, vi inmediatamente de qué color era aquello que tenía en la mano y salí corriendo a la cubierta, al aire libre, llegué al cairel al lado del señor Jones y vomité por encima.

—¿Está usted herido, señor Talbot? ¿Le han disparado?

En respuesta, me limité a volver a vomitar.

—Señor Talbot, no dice usted nada. ¿Está usted herido? ¿Qué ha pasado?

Me llegó la voz del señor Bowles, el pasante de abogado.

—Es el camarero Wheeler, señor Jones. Se ha matado en el camarote que actualmente ocupa el señor Talbot.

Le respondió la voz calmosa y estupefacta del señor Jones.

—¿Por qué, señor Bowles? Lo habían rescatado. Era un hombre muy afortunado. Cabría decir que había sido el objeto de una providencia especial.

Se me doblaron las rodillas. Me hundí a cubierta y las voces se desvanecieron mientras una oleada de debilidad me invadía.

Cuando volví en mí estaba echado de espaldas, con la cabeza apoyada en el regazo de alguien. Alguien me pasaba por la cara una esponja con agua fría. Abrí el otro ojo y examiné un resplandor reflejado en un techo de madera. Era el salón de pasajeros y yo estaba en una banqueta. ¡Por encima de mí oí la voz de la señorita Granham!

—Pobre muchacho. Es mucho más sensible de lo que él mismo cree.

Siguió un largo período de movimiento pendular. Me di cuenta de que me habían quitado la levita, me habían desabrochado la camisa y desanudado el corbatín. Me incorporé lentamente. El regazo correspondía a la señora Brocklebank.

—Caballero, creo que debería usted seguir inmóvil un rato.

Inicié lo que hubiera tenido que ser una larga manifestación de agradecimiento y de excusas, pero la señora Granham tenía otras ideas.

—Caballero, tiene usted que estar quieto. Celia le va a traer un cojín.

Traté de levantarme de la banqueta, pero ella me contuvo con una firmeza sorprendente.

—Gracias, señorita Granham, pero créame si le digo que ya puedo regresar.

—¿Regresar, caballero?

—¡Claro, a mi conejera… mejor dicho, camarote!

—No sería nada aconsejable. Por lo menos, quédese sentado un momento.

Lo que yo recordaba mejor que nada era lo que había tenido en el ojo. Tragué saliva y me miré la mano. Me la habían lavado, pero quedaban unas trazas indefinibles de lo que supongo eran restos de sangre coagulada y algo de sesos. Volví a tragar saliva. ¡Comprendí que ya no tenía un hogar! Lo que todavía me sigue confundiendo es que aquella sensación de estar «sin hogar» me impresionó más que cualquier otra cosa y me resultó difícil contener las lágrimas… Lágrimas por el abrigo de aquella conejera o de otra parecida donde había pasado tantas horas… Qué estoy diciendo… ¡Tantas semanas y meses de aburrimiento! Pero ahora Zenobia yacía en la litera que había sido mía, y la de Colley resultaba inconcebible.

—¡Supongo que me he desmayado, y sin tener ningún motivo! Señoras, con toda sinceridad…

—¿Va mejor, señor Talbot?

Era Charles Summers.

—Estoy muy recuperado, gracias.

—¡No es verdad, señor Summers!

—Señorita Granham, tengo que hacer unas preguntas al caballero.

—¡No, señor mío!

—Créame, señora, que lamento esta necesidad. Pero debe usted comprender que en un caso así las preguntas son oficiales y no se pueden aplazar. Y ahora, señor Talbot, ¿quién lo hizo?

—¡Señor Summers, verdaderamente!

—Mis disculpas, señorita Granham. Bien, señor mío: ya ha oído usted la pregunta. ¿He de repetirla? Cuanto antes la responda antes se podrá… Limpiar el camarote de Colley… Es decir, el de usted.

—¿Limpiar, señor mío? Eso se dice en tierra. Debería usted haber dicho «ordenar a la marinera».

—Como ve usted, señora, ya se ha recuperado. Bien, señor Talbot. Repito la pregunta: ¿quién lo hizo?

—Dios mío. Ya lo sabe. ¡Él mismo!

—¿Lo presenció usted?

—Sí. ¡No me lo recuerde!

—De verdad, señor Summers, debería estar…

—Se lo ruego, señorita Granham. Sólo una pregunta más. Se había constituido en el criado de usted. Es posible que haya hecho alguna observación… ¿Tiene usted alguna idea de por qué lo hizo el pobre hombre?

Reflexioné un momento. Pero frente a aquel hecho sangriento mis ideas eran triviales y erráticas.

—No, señor. En absoluto.

De repente, y como si dijéramos de rebote, comprendí que estaba totalmente sin hogar.

—¡Ay, Dios! ¿Qué voy a hacer? ¿A dónde voy a ir?

—¡No puede utilizar ese camarote, señor Summers! ¡Es imposible!

Charles Summers me miraba. Con una horrible sensación de pérdida y una previsión de que aquella sensación se convertiría en un auténtico dolor, percibí en su rostro un gesto de evidente desagrado.

—Se me ha ordenado que una vez más adopte medidas especiales por usted, señor Talbot. Hemos mantenido la cámara de oficiales cerrada a los pasajeros. Después de todo, los oficiales tenemos derecho a nuestro propio alojamiento. Pero las circunstancias son desusadas, igual que lo es la posición de usted. Venga conmigo si puede aguantar el movimiento del barco. Le encontraré una litera.

—¡Le ruego, señor Talbot, que tenga mucho cuidado!

Charles Summers fue el primero en bajar, esperándome de vez en cuando, cuando un balanceo abrupto hacía que resultara difícil el descenso. Abrió la puerta de la cámara de oficiales y me hizo un gesto para que pasara. Era una sala amplia, con muchas puertas, una mesa larga y diversos instrumentos y objetos que no tuve tiempo ni deseos de examinar. Todo aquello estaba iluminado por lo que supuse era la parte más baja de nuestros ventanales de popa.

—¡Pero aquí podrían caber todos los oficiales del barco y no estáis más que tú, Cumbershum y Benét!

Sin decir nada, abrió una de las puertas. La litera estaba vacía y las mantas dobladas dispuestas sobre el delgado colchón.

—¿Esto es para mí?

—De momento.

—Es pequeño.

—¿Qué esperaba usted, señor Talbot? A su amigo el señor Deverel le bastaba y a su nuevo amigo al señor Benét también. Señor mío, está ideado para un mero teniente, un pobre hombre sin perspectivas, sin esperanzas; ideado quizá para un hombre desplazado de su legítimo lugar por un, un…

—¡Mi querido señor Summers!

—No proteste, señor mío. ¡Por lo menos puedo decir lo que quiera ahora que ha encontrado usted un nuevo amigo al que proteger!

—¿Al que, qué?

—Esa protección que en un tiempo me prometió usted, pero que ahora ha retirado, como es evidente por lo…

—¿De qué me habla? ¡Aquí hay un error terrible! ¡Nunca le he prometido mi protección, pues no tengo medios de otorgarla!

El primer oficial emitió una risa breve y airada.

—Ya comprendo. Bueno, es una forma como otra cualquiera de terminar el asunto. Sea. Entonces él se queda con todo.

Me agarré a la puerta y me aferré al picaporte cuando un balanceo amenazó con lanzarme al otro extremo de la cámara.

—¿Quién se queda con todo?

—El señor Benét.

—Habla usted en adivinanzas. ¿Qué tiene el señor Benét que ver con nosotros? ¿De dónde diablos se ha sacado la idea de que yo puedo conceder el mando de un buque o un destino?

—¿No lo recuerda? ¿O le resulta más cómodo olvidarlo?

—Creo que más vale que se explique usted. ¿Qué he dicho yo que prometiera nada?

—Puesto que ha olvidado usted lo que dijo, me daría vergüenza repetirlo.

—De una vez por todas, antes de que me estalle el cerebro… ¡No, eso no! De una vez por todas, ¿no quiere usted decirme lo que cree que he dicho?

—Fue en su antiguo camarote, cuando estábamos preocupados por Colley. Yo dije: «Yo no tengo un protector». Usted respondió inmediatamente: «No esté usted tan seguro, señor Summers». ¡Eso fue lo que dijo usted! ¡Niéguelo si quiere!

—¡Pero aquello no fue una oferta de protección! ¡Fue una expresión de estima, de la amistad que le ofrecía sinceramente! ¡Yo estoy tan por debajo de la posibilidad de ofrecer protección como creía que estaba usted por encima de ella!

—No diga más. Me he equivocado con ambos. Le deseo un día agradable.

—¡Señor Summer! ¡Vuelva!

Siguió una larga pausa.

—¿Para qué, señor mío?

—Me obliga usted. No tenemos más que problemas. ¡Y el barco puede hundirse, por Dios! ¿No resultamos ridículos? Pero basta ya de esto. El diario que llevé para mi padrino y que usted supone no contiene más que una descripción de la injusticia de nuestro capitán… Puede usted leerlo si quiere. Va destinado a mi padrino, que es un noble de mucha influencia en los asuntos de nuestro país. Leerá todas y cada una de las páginas. Lléveselo, señor mío, raje usted la lona y lea cada palabra. Yo… Encontrará en ellas todo un panegírico de usted. Apenas puede haber una página en la cual su nombre, su conducta y su carácter no se reflejen en términos de admiración y, si oso decirlo, de estima y… Afecto. Eso era lo único que podía hacer por usted y es lo que he hecho.

Siguió una pausa todavía más larga. Creo que no nos miramos. Cuando por fin me respondió, lo hizo con voz ronca.

—Bueno, pues ahora ya tiene más elementos de juicio, señor Talbot. No merezco su admiración ni su consideración.

—¡No diga usted eso!

Estábamos el uno enfrente del otro, cada uno, como de costumbre, con una pierna extendida y la otra doblándose y extendiéndose. Pese, o quizá debido a, la enorme gravedad de nuestra conversación, yo no podía por menos de tener conciencia de un cierto aspecto cómico. Pero no era el momento de señalarlo. Habló el señor Summers. Le vibraba la voz de emoción:

—Señor Talbot, yo no tengo familia y no me creo inclinado al matrimonio. Pero mis afectos son profundos y fuertes. Los hombres, igual que los cables, pueden soportar hasta una tensión dada. El ver que perdía mi lugar en su consideración, el ver a un hombre más joven, a un hombre que poseía todas las ventajas que a mí se me han negado, lograr en todos los niveles lo que yo jamás podía esperar…

—¡Espere, espere! Si tuviera usted conciencia de mi mezquindad, de mis tentativas de manipulación, por no hablar de un amor propio que ahora percibo era… No me puedo explicar. ¡En comparación con usted yo soy muy poca cosa, y ésa es la realidad! Pero me honraría sobre todas las cosas si aceptara usted seguir siendo amigo mío.

Dio un repentino paso al frente.

—Es más de lo que podía esperar ni merecer. ¡No adopte usted ese aire tan preocupado, señor mío! Estas nubes pasarán. Ha sufrido usted duras pruebas en varios respectos y en gran parte es culpa mía por haber aumentado sus preocupaciones.

—La verdad es que estoy aprendiendo demasiadas cosas. Hombres y mujeres… Le ruego que no se eche a reír, pero me había propuesto hacer una observación prudente y distanciada del carácter de ambos, pero en mi asociación con usted y con ella también y con el pobre Wheeler… Estas lágrimas son involuntarias y resultado de la serie de golpes que me he dado en la cabeza. Le ruego que no les haga caso. Dios mío, un hombre de…

—¿Qué edad tiene? —Cuando se lo dije, exclamó—: ¿Sólo?

—¿A qué tanto asombro? ¿Cuántos años creía que tenía?

—Más. Muchos más.

Desapareció de su rostro aquella cortante expresión de distanciamiento, sustituida por otra. Yo, titubeante, le alargué una mano, y él, como el inglés de generoso corazón que es, la tomó en las suyas con un apretón emocionante y viril.

—¡Edmund!

—¡Mi querido amigo!

Pese a que yo tenía conciencia de que nuestra situación era algo cómica, en aquel momento resultaba imposible toda reserva, y devolví el apretón.