(16)

¡Era una locura evidente! Me puse en pie de un salto, pero mi conejera no estaba ideada para que uno se pusiera a dar zancadas de un lado a otro a fin de tranquilizarse. Fui con toda la rapidez y la agilidad que el barco permitía al espacio, más amplio, del salón de pasajeros. Pero apenas había abierto la puerta cuando Oldmeadow, el oficial del Ejército, que venía justo detrás de mí, lo compartió conmigo. Se lanzó hacia un asiento del lado de barlovento de la mesa principal. Estaba vestido de civil y ello le daba mejor aspecto, el de un joven de cierta cuna y peso.

—Talbot, muchacho…

Pero en aquel momento el golpetazo tempestuoso de una ola y el salto de nuestra popa, junto con un balanceo más rápido hacia estribor le hizo lanzarse con ambas manos hacia la mesa que tenía ante sí.

—¡Que el diablo se lleve al mar y a la Armada al mismo tiempo!

Yo, por el contrario, tuve que agarrarme al otro extremo de la mesa y aferrarme a él.

—¡Están haciendo todo lo que pueden, Oldmeadow!

—Bueno, pues no basta, eso es lo que digo. Si yo hubiera sabido lo larga y lo dura que sería la travesía habría renunciado a mi despacho.

—Hay que aceptar las cosas como son.

—Todo eso está muy bien, Talbot. Pero usted sabe que estamos hundiéndonos o vamos a hundirnos o podemos hundirnos… Se lo digo confidencialmente. Mis hombres lo saben perfectamente. ¡De hecho, lo sabían antes que yo! Ya sabe usted, siempre pasa lo mismo.

—¿Qué les ha dicho?

—¿Qué se imagina usted? Les he dicho que eran soldados y que el barco era asunto de la Armada y no suyo —volvió a soltar aquella risa cloqueante suya con la barbilla hundida en el pecho—. Les he dicho que si tenían que ahogarse lo harían con el correaje debidamente blanqueado y los mosquetes bien limpios. También he ordenado al cabo Jackson que si veía que íbamos a hundirnos los hiciera formar correctamente esperando órdenes.

—¿De qué vale eso?

—¿Tiene usted alguna sugerencia mejor?

—En principio, no debemos… Summers me asegura que no vamos a hundirnos.

Iba yo a explicar mejor aquello cuando se abrió la puerta violentamente, como de costumbre con el mal tiempo, y entró el obeso señor Brocklebank, apoyado de un lado en la señora Brocklebank y del otro en Phillips. Lo maniobraron hasta dejarlo en una silla a mitad de camino entre Oldmeadow y yo y se fueron. Parecía que el pobre hombre hubiera perdido la mitad de su peso. Aquellas mejillas suyas tan abultadas colgaban ahora como las de cierta persona de la realeza, aunque su enorme barriga ya no era comparable.

—¡Señor Brocklebank, señor mío! ¡Me dijeron que no podía usted salir de su litera! ¿Podemos ambos felicitarnos por su recuperación?

—No estoy recuperado, señor Talbot. Me han dicho que si ando algo puedo mejorarme. No estoy bien. Pero según me dice la señora Brocklebank, tampoco lo está nuestro barco. He recurrido a las escasas fuerzas que me quedan para estar a mano cuando intentemos la operación de la rastra. El ojo del artista…

—Admiro, señor mío, su consagración al arte, pero el barco no está mal. ¡Tengo la palabra del primer oficial! Diablos, ¿supone usted que estaría yo tan animado si estuviéramos a punto de hundirnos?

Intenté una risa despreocupada, pero tuve tan poco éxito que tanto Oldmeadow como el señor Brocklebank se rieron a carcajadas, lo cual su vez me hizo reír a mí, de modo que allí estábamos, con el mar demencialmente inclinado, según se veía por el ventanal de proa, con vistazos del sol naciente deslizándose por el salón con los movimientos del barco, y riéndonos todos como si aquel lugar fuera un manicomio.

—Bueno —dijo por fin Oldmeadow—, ¡nosotros, los soldados, tenemos suerte, pues sabemos qué hacer!

—¡Les digo que no vamos a hundirnos!

Brocklebank no me hizo caso.

—Señores, he pensado mucho en la situación. Metido como estaba en mi litera, pasando días monótonos, he tenido mucho tiempo para pensar sobre el futuro. Comprendan ustedes, ésa era la cuestión. He logrado plantear la gran cuestión.

Miré de reojo a Oldmeadow para ver si él opinaba, como yo, que el señor Brocklebank estaba mostrando, como de costumbre, el resultado de unas libaciones extremas y habituales. Pero Oldmeadow lo miraba sin decir nada. El anciano continuó diciendo:

—Quiero decir, señores, que sabemos cómo se pierden los barcos. Encallan en rocas. Hay tentativas de llegar a tierra, etcétera. O se hunden en combate. Habrán visto ustedes una docena de cuadros: el humo de la batalla bien situado y en primer plano el muñón reventado de un mástil al cual se aferran tres pequeñas figuras. Hacia ellos avanza la lancha de un barco para recogerlos, con sir Henry Somerset como guardiamarina a la tilla de popa, muy lejos, a través de una imagen de un humo muy apropiado del buque de Su Majestad Como Se Llame que se ha incendiado; todo ello se ha visto, de todo ello ha quedado constancia.

—No estoy seguro, señor mío…

—¿De la cuestión, de la pregunta? Es la siguiente: ¿Cómo se hunde un barco cuando no se ve ni deja constancia de ello? Todos los años (ustedes, jóvenes caballeros, no recordarán la paz, pero incluso en tiempos de paz) hay barcos que desaparecen. No encallan en rocas ni yacen en la arena. No son los que se convierten en buques prisión o de abastecimiento, sus cuadernas no se descomponen en los estuarios. Pasan más allá de un cierto horizonte y entran en un misterio, señores. Se han «retrasado». Nadie pinta un cuadro del Jean and Mary solitario en el mar, desapareciendo en el mar, tragado por…

—Diablo, Brocklebank, he dicho que el primer oficial…

—En alguna parte en un círculo marino que no se distingue de ningún otro lugar, llegan a su final…

—Mire, hombre, es posible que facheen, como nos ocurrió a nosotros, que zozobren, pero no que pierdan los masteleros y por eso se vayan a hundir con un gorgoteo, supongo… Bueno, con oraciones entrecortadas y maldiciones, gritos y chillidos, peticiones de ayuda cuando no hay nada…

—Pero, señor Talbot, comprenda usted que el tiempo puede ser bueno y el agua traicionera. Avanza hacia ellos, sobre ellos. Bombean hasta agotarse y quien gana es el agua. Dicen que el agua siempre gana.

Me tambaleé porque me había puesto en pie.

—¡De una vez por todas, señor Brocklebank, no vamos a hundirnos! No debe usted decir esas cosas, y si no se le ocurre una forma de pintar lo que pasa, bueno, lo lamento, pero a decirle verdad no mucho…

—No me entiende usted, señor mío. No estoy pensando en la pintura. ¡Ah, sí! Existe un cuadro grande y terrible que podría pintar alguien del barco hundiéndose en alguna parte, en cualquier parte, perdiéndose con todos sus tripulantes, retrasado, el mar, el cielo y el barco… Pero no yo, caballero. Además, ¿qué cliente me pediría un lienzo así? ¿Qué tal se vendería ese grabado? No, señor mío. No es una cuestión de pintura, sino de conducta.

Oldmeadow volvió a cloquear.

—¡Por Júpiter, Talbot, ha dado en el clavo!

—El señor Oldmeadow comprende. Mi meditación ha sido prolongada. ¿Cómo se ahoga un hombre cuando lo ve venir? Es una cuestión de dignidad, señor Talbot. Yo he de mantener mi dignidad. ¿Cómo debo yo ahogarme? Señor Talbot, hágame usted el favor de llamar a su criado.

—¡Wheeler! ¡Eh, Wheeler! Maldita sea, Wheeler, por qué no… ¡Ah, aquí está!

—Con su permiso, caballero. ¿Me ha llamado?

Brocklebank respondió:

—Mira, Wheeler, sentimos curiosidad. Eres el único hombre vivo que ha pasado por algo que debe de haber sido una experiencia muy desagradable. Te agradeceríamos que nos describieras…

Lo interrumpí:

—¡Brocklebank, no siga! ¡No creo que el hombre se haya recuperado todavía, de suponer que alguna vez lo logre!

Wheeler nos miraba a cada uno por turno.

—¡No, Wheeler! El señor Brocklebank no había pensado… ¡Estoy seguro de que hablaba en broma!

Algo inspiró a Oldmeadow.

—¡Por Dios, Talbot! ¡Sería como preguntar a un pobre diablo lo que ocurrió cuando lo mataron!

Una gran convulsión interna pareció sacudir a Wheeler de la cabeza a los pies.

—¿Describir?

Brocklebank hizo un gesto expansivo con la mano.

—No importa, hombre. Estoy en minoría.

Wheeler me miró.

—¿Puedo irme, caballero?

—Yo… Lo siento. Sí, puedes irte, gracias.

Wheeler hizo una reverencia como nunca le había visto antes hacer. Se marchó.

Me volví hacia Brocklebank.

—Lamento haberle interrumpido, señor mío, ¡pero verdaderamente!

—Sigo sin comprenderle a usted, señor Talbot. Hemos tenido lo que muy posiblemente sea una oportunidad excepcional de comprender la vida… ¡Y lo que es todavía más importante, de comprender la muerte!

Me puse en pie.

—Creo, señor Brocklebank, dado que no soy un amante de la musa, como usted, que estoy perfectamente satisfecho con esperar a que llegue.

Salí en busca de Wheeler para darle la douceur que me pareció estaba justificada por la pregunta del artista.

Pero Wheeler no estaba en el vestíbulo ni en mi conejera. Me quedé contemplando este mismo cuaderno donde había quedado abierto en el tablero. La verdad es que Wheeler me había asustado y provocado un sudor frío. Fuera por mi reciente incursión en el reino de la poesía o por su firme mirada a algo que sólo existía para él… ¡Pero quizá no sólo para él! ¡Era concebible que yo la compartiese con él! Me invadieron la cabeza imágenes del último final. Un motín… Un combate por los últimos puestos en los botes, con los guardaespaldas del señor Jones alejando a palos a la oposición mientras su majestad avanzaba calmosamente hacia su seguro privado.

Evidentemente, aquellas imágenes me afectaron más de lo que yo suponía, pues vine en mí en el vestíbulo. Estaba agarrado a la barandilla situada junto a mi puerta y no me había puesto el capote. No recuerdo haber abierto la puerta. Sencillamente me encontré allí. Me latía el corazón como si acabase de participar en una carrera.

El mencionado señor Jones estaba en la puerta que da al combés. Llevaba un capote de hule, aunque por una vez no parecía necesario. Un mar de un azul profundo nos rodeaba, y frente a nosotros galopaban caballos blancos.

—Bien, señor Jones, ¿han sacado ya alguna hierba?

—Creo que sí, señor Talbot. Algunos han dicho que la han visto alejarse, pero yo no puedo decir lo mismo.

—El otro día vi unas hierbas en nuestra estela. Supongo que se debió a que el señor Benét había «limpiado las hiladas de los tablones de aparadura en la sombra de la quilla».

—Esa expresión es demasiado náutica para un mero comerciante como yo, señor mío.

—Quiero decir que sus operaciones con la rastra tuvieron un éxito imprevisto.

—Debo aprobar cómo cuida mis inversiones.

—¿Es suyo el barco igual que todo lo demás?

No traté de disimular mi irritación y mi desagrado. Pero el sobrecargo continuó muy plácidamente:

—No, no. Eso pertenece a la Corona. Pero está la cuestión de ciertas mercaderías mías estibadas en la bodega, que se pudrirán si el agua sigue subiendo.

—El primer oficial…

—Le ha asegurado a usted que el agua no estaba subiendo. Sí, ya lo sé. Pero con mis costumbres importantes de tendero, me he preguntado si no es posible que las hierbas que el señor Benét tanto desea arrancar del casco del barco no estarán impidiendo que entre el agua.

—El señor Benét…

—Es un joven muy persuasivo. Creo, caballero, que podría vender cualquier cosa, si se pusiera a ello. Incluso mercadería averiada.

—Habrán tenido en cuenta los efectos que tendrá eliminar las hierbas.

—Observo que el primer oficial coopera en este asunto contra su propia opinión.

—Sí. Pero es que tiene…

No quise pronunciar la palabra. Parecería atribuir a Charles Summers una debilidad femenina. El sobrecargo giró su grueso cuello y me miró a los ojos. Habló en voz baja:

—¿Qué tiene?

No dije nada. La palabra «celos» es peligrosa. Volvió a mirar hacia el castillo de proa. Yo ahora no me agarraba a nada, sino que tenía los pies muy abiertos, pues el cambio de rumbo del señor Benét había tenido el efecto de reducir el movimiento del barco. Así, pues, juntos y justo al lado de la apertura del combés, observamos la operación. Los grupos a cada costado del barco se movían rítmica y alternativamente. Después, mientras los observábamos, ante una orden dada a gritos, ambos grupos descansaron, con los acolladores lascados en las manos. Vi lo que pasaba. Como nuestro aparejo caía por los costados del navío, se producía un momento tras otro en que tenían que lanzar la rastra «fueraborda» y volver a meterla antes de que pudiera continuar la operación. Los marineros estaban ahora disfrutando de una de aquellas pausas, y fue imprevistamente prolongada, pues volvió a sonar la campana del barco y después un silbato, con el grito de «¡ración de ron!» Consideré como otro ejemplo de la extraordinaria osificación del Servicio de Noé el que la vital operación que podía incrementar nuestra velocidad tuviera ahora que dejarse de lado mientras la tripulación se bebía lo que Colley había calificado de «icor flamígero». Los grupos iban uno tras otro bajando del castillo de proa y dejando a los oficiales, Cumbershum, Benét, Summers, esperando, sin duda impacientes, junto a las cuerdas abandonadas. ¿Qué había dicho el carpintero hacía todas aquellas semanas, la primera vez que oí yo la palabra «rastra»? No creyeron que la carenarían con unas cosas y otras, así que le quitaron de la quilla los hierbajos que pudieron con la rastra y el señor Askew, el artillero: si le quitasen todos los hierbajos podrían arrancar la quilla con ellos.

—Es una operación para hacerla en puerto.

Me sentí un tanto asombrado al advertir que había hablado en voz alta.

—No se trata de un caso en el que puedan permitirse cometer un error, señor Talbot.

—No, claro. Desearía pedirle a usted que me venda un recipiente hermético y que pueda flotar con mis manuscritos dentro, de forma que ellos, por lo menos, tengan alguna oportunidad de llegar a un lector.

Naturalmente, era un chiste, pero tan malo que el señor Jones asintió muy serio.

Volvimos a contemplar la operación. Los marineros volvían a subir hacia el cable. Inmediatamente vi que Charles Summers gesticulaba con el señor Benét con una actitud de ferocidad desusada en él. Los dos oficiales discutían muy animadamente. El sobrecargo cambió de postura, me pareció que intranquilo.

—¿Supone usted que pasa algo verdaderamente grave, señor Talbot?

Inmediatamente se me ocurrió que Charles Summers había sido (era) amigo mío, y que resultaría incorrecto que yo hiciera comentarios a su respecto. Con un leve encogimiento de hombros me di la vuelta y subí las escaleras hasta la toldilla. El capitán Anderson estaba otra vez junto al cairel de proa y contemplaba melancólico su barco.

—¿No es una operación a realizar en puerto, capitán?

Me miró de lado, abrió la boca y la volvió a cerrar. Yo también me volví. Desde aquella altura se podía ver con más claridad el plan de lo que se estaba haciendo. La rastra no consistía en un mero cable sin más. A intervalos regulares a ambos extremos había cables auxiliares estirados o enrollados en cubierta. Pero algo tan complejo está más allá de mis conocimientos marineros o de mis facultades de descripción.

—Capitán, ¿son verdaderamente hierbas esas cosas que hay en la línea de flotación?

El capitán gruñó:

—Ya han cortado parte de ella por abajo. Habrá más.

—¿Y volverá a aumentar nuestra velocidad?

—Eso se espera.

—¿En cuánto, capitán?

El capitán Anderson hizo aquel gesto de desprecio que tantos hallaban tan intimidante. Es decir, proyectó la mandíbula y bajó hacia ella la masa malhumorada de su rostro.

—¡No, no me responda, capitán! Naturalmente, no es asunto mío… ¡Aunque si se piensa me juego tanto en este asunto como el que más!

—¡Se juega usted, señor mío! ¿Qué se juega?

—Mi vida.

Ahora el capitán sí me miró. Pero desde una gran profundidad y muy ceñudo. Una séptima ola, que inundó el alcázar de proa, llenó el combés e hizo temblar la toldilla. Desvió mi atención de todo lo que no fuese la necesidad de mantenerme en pie. ¿Fue imaginación mía o efectivamente la toldilla se movió de una forma que no repitió el resto del barco? El viento soplaba muy frío y lamenté no haberme puesto el capote. Sin embargo, observé toda una serie de olas y de balanceos, pero no pude volver a detectar aquel movimiento peculiarmente local.

—Me han dicho que está en muy mal estado.

El capitán Anderson respiró sibilante. Sobre el cairel se le veían los nudillos de las manos de un blanco sucio. Rugió:

—¡Señor Summers!

Charles se detuvo y agarró una bocina. Su voz recorrió el barco entero con aquella resonancia curiosamente espectral que imparten esos instrumentos.

—¿Mi capitán?

—¿A qué se debe este retraso?

—Un escandallo en mal estado, mi capitán. Estamos tratando de eliminarlo.

—¿«Tratando», señor Summers?

—Tratando.

Charles volvió la cabeza a un lado. Dijo unas palabras al señor Benét, que saludó y vino corriendo a popa. Habló desde el combés.

—Creemos que se trata de coral viejo, mi capitán. El último destino del barco fue en las Indias occidentales. Creemos que se trata de un coral muerto lo que hay ahí abajo y que no basta con halar y templar.

—¿Quién lo cree, señor Benét?

—El señor Summers lo considera posible. Yo sugerí llevar un escandallo al cabrestante de remolque de proa, pero no quiere ir tan allá por una serie de motivos.

—¿Y usted, señor Benét?

—Yo creo que para empezar deberíamos intentarlo con un aparejo de fuerza.

El capitán Anderson no dijo nada durante un momento. Parecía que estuviera masticando lentamente algo. Salvo la boca, lo único que movía era la pierna derecha. La de estribor, que se doblaba y se volvía a enderezar sin que, estoy seguro, él se diera cuenta. Después de todo, mi propia pierna de estribor y la del señor Benét… No. Como el señor Benét miraba hacia popa, ¿no sería su pierna de babor? Depende de qué, etc. ¡Estoy tan condenadamente cansado de toda esta jerga náutica! Todos flexionábamos y volvíamos a enderezar las piernas correspondientes, y lo hacíamos en todo el barco, siempre que no estuviéramos sentados o acostados. Se trataba de un pequeño gesto inconsciente que habíamos adquirido, sin que hubiera ningún género de compensación por los padecimientos sufridos en esa adquisición.

El capitán Anderson asintió:

—Muy bien, señor Benét. Pero…

—¿Despacio, mi capitán?

¡El capitán Anderson sonrió! ¡De verdad! Meneó el índice al decir al joven oficial:

—¡Vamos, vamos, señor Benét! ¡Más calma! Sí. Despacio.

—A la orden, mi capitán.

¡Dios mío, que afectación!

Entonces se produjo una de esas pausas intemporales de un barco, cuando parece que los hombres no hacen más que enredarse con cabos. Según parecía, había que volver a enganchar los escandallos. Según parecía, el señor Summers estaba utilizando un portalón de desagüe al lado del saltillo del castillo de proa y también los bitones… ¡Ay, Dios mío!… Y un auténtico artilugio de cabos y de motones…, cuando se produjo una discusión. Por fin se reunió a un grupo de marineros al extremo de un cabo y se les dio la orden de tirar con un grito de: «¡duro con ellos, muchachos!» Como aquello no tuvo ningún resultado útil, después les ordenaron «tirar andando», después «¡con todas vuestras fuerzas!», y después «tenéis que sudarlo», lo cual efectivamente produjo un resultado. Sonó un ruido como pistoletazo, iba a decir, pero ¿por qué no como un cable que se rompe? Porque aquello fue, y todos se cayeron. Tardaron mucho tiempo en reparar el artilugio. Por mi parte, fui al salón de pasajeros, comí algo más de carne fría y volví. El artilugio estaba ya reparado y los marineros hicieron su maniobra. El escandallo de la rastra se tensó y se quedó inmóvil.

El señor Benét volvió trotando a popa.

—Creemos que deberíamos utilizar el cabrestante, mi capitán.

El capitán Anderson se irguió abruptamente. Se dio la vuelta y empezó a pasearse a zancadas arriba y abajo con las manos a la espalda. El teniente Benét esperó. Pasó bajo nosotros otra gran ola…

Estaba seguro. Mientras el capitán se alejaba de mí, con las piernas muy separadas, la cubierta se había movido, ¡y se había movido de una forma distinta del castillo de proa y del combés!

Volvió el capitán.

—¿Está de acuerdo el señor Summers?

—Cree que debería ser usted mismo quien diera la orden, mi capitán.

—Las órdenes las da el oficial de servicio, señor Benét. ¿No pueden ustedes avanzar el cable a proa?

—Yo… Nosotros creemos que el cable se ha quedado incrustado en el coral y ahora no se le puede desplazar a proa ni a popa.

—¿Qué opina el señor Gibbs?

El señor Benét sonrió.

—Dice «quizá sea coral y quizá no», mi capitán.

—Muy bien. Mis saludos al primer oficial y pídale que tenga la bondad de venir aquí arriba.

¿Era imaginación mía o había compartido el capitán Anderson con el teniente Benét algún tipo de referencia, recordatorio, opinión en la forma en que dijo «primer oficial»? ¡Pero yo ya estaba lo bastante versado con las costumbres del servicio naval como para comprender qué monstruosa infracción sería aquello! No, era imaginación mía, pues el capitán Anderson había vuelto a bajar la cara sombrío y el teniente Benét trotaba como tenía por costumbre hacia el castillo de proa. Summers volvió bastante rápido, pero sin trotar. Tenía un gesto impasible. Él y el capitán se alejaron de mí hasta la popa misma del barco y se quedaron allí juntos. No escuché nada de su conversación, sino algunas palabras de vez en cuando que volaban de sus labios como hojas al viento. A proa vi que el teniente Benét, con la celeridad que yo ya estaba empezando a prever en él, había reunido a algunos marineros de los otros grupos.

—Responsabilidad.

Voló aquella palabra. Se había pronunciado en voz bastante alta, como si Charles Summers la hubiera pronunciado antes y ahora la repitiese con énfasis.

¿Cómo podían estar seguros de que cuando arrancasen o rompiesen el coral no se llevarían algo de madera con él? ¡Y volvió a sonar aquella palabra, esta vez dicha por el capitán!

—Responsabilidad.

Se la llevó el viento.

Volvió el señor Summers. Pasó a mi lado sin decir nada. Estaba impasible, pero toda su postura era la de una persona preocupada y airada. ¡Cómo habíamos cambiado todos! Charles, que había sido siempre tan equilibrado, ahora pasaba tanto tiempo de mal humor como de bueno. Anderson, antes tan altivo, ahora era como un juguete en manos del señor Benét. ¿Y yo? Bueno es posible que yo ya haya escrito más de lo que podría lamentar acerca de Edmund Talbot.

Ahora había cables tensos que partían de la propia rastra y un cable maestro que reunía a todos los cables auxiliares y no los conducía a un cabrestante de remolque bajo la cubierta, sino al enorme cilindro del cabrestante del castillo de proa. Algunos marineros estaban colocando las barras del cabrestante. Se me ocurrió, en medio del viento frío, que aquella operación realizada allí, con el barco escorado en el mar, bañado en agua salada y espuma, que aquella labor realizada por muchachos con pendientes en las orejas, trenzas y flequillos, se refería a mi vida; ¡que era algo que muy bien podría llevar al final de aquella preciosa carrera hacia la cual me había impulsado mi padrino!

Sin pensarlo mucho, abandoné mi puesto en la toldilla y bajé al combés, con intención de mirar por el costado del barco y echar un vistazo si podía a la rastra en el punto en que desaparecía bajo el agua. ¡No sé lo que me impulsó a hacerlo, salvo una nueva sensación de urgencia que me hacía desear «hacer algo»! No era un impulso característico en mí. Aquel barco resonaba con rumores, escándalos y pesadillas, igual que un instrumento de cuerda resuena con el arco. Nuestros pasajeros, o al menos los que tenían suficientes fuerzas para salir de sus literas, estaban agrupados, podría decir hacinados, a nuestra entrada al combés. Allí estaba Bowles, abrigado con un capote y mirando hacia adelante, me pareció que con ojos miopes, la cara toda tensa, sus rizos negros flotando sobre la cabeza descubierta. Allí estaba, por raro que parezca, el señor Brocklebank, nuestro pintor de marinas, que seguía sin meterse en su litera, aunque era la primera vez desde que habíamos tropezado con el mal tiempo. ¡Pero qué cambio! Aquel vientre que antes le incluía el pecho y que le parecía descender hasta las rodillas se había ahora contraído hasta formar una protuberancia como un cajón incrustado entre el ombligo y la parte superior de los muslos. Él y la protuberancia estaban envueltos en un chal o manta de viaje, quizá una manta de coche que había visto mejores tiempos. Llevaba el sombrero de castor afirmado en la cabeza con una cinta de material que pasaba por encima de la corona y bajo la barbilla. ¡Creo que no me equivoqué al creer que se trataba de una media de señora! La antigua propietaria de la media, la señora Brocklebank, se acurrucaba a su lado. Al pasar junto a ellos abrió la manta de viaje y se abrigó con ella al lado de su marido, bajo el sobaco derecho de éste. Aquella carita atractiva estaba pálida. Nadie dijo nada. Todas las miradas estaban fijas en el lejano cabrestante.

Y ahora, como si el rumor, el «zumbido», hubiera sido demasiado largo para soportarlo en las partes de proa de la nave en que vivían los emigrantes como podían, empezaron éstos a salir hacia el combés, y después a llenarlo. Sonaron gritos de ira de los oficiales. Summers descendió del castillo de proa y habló con ellos. Hizo gestos hacia los cables. Detrás de mí descendieron las escaleras hacia la toldilla y el saltillo unos pasos firmes. Era el capitán Anderson, naturalmente, y se abrió camino majestuosamente a proa por la cubierta chorreante. Habló a Summers. Habló a los emigrantes. Éstos, como abejas que vuelven a su colmena, se retiraron de espaldas hacia la entrada al castillo de proa y la operación ya no contó con su presencia. El capitán Anderson bordeó cuidadosamente el artilugio de eslingas y subió al castillo de proa. Se apostó a proa del cabrestante y a nuestro lado de babor, donde estaba el «escandallo malo». Yo por mi parte subí al cairel elevado de nuestro costado de babor, me agarré a él y miré.

¡Colley había hablado mucho de colores! Debo recordar el color de las cosas. El gris había desaparecido. El cielo era de un azul denso y el mar de un azul más profundo por el cual los caballos blancos arrastraban sus diversas jorobas y murallas de agua. El mar estaba cubierto de ellos hasta el horizonte claro y el sol resplandecía desde un cielo tallado acá y acullá por nubes blancas y redondas. El costado de nuestro barco tenía color de avispa como corresponde a un barco de guerra, negro y amarillo y chorreante. Desde luego, la primera operación de la rastra había tenido éxito hasta que se trabó. No cabía duda de ello. Una gran alfombra de hierbas flotaba a muchas yardas de distancia del costado del barco. Mientras nos balanceábamos, las hierbas verdes de la línea de flotación surgieron por entre los hierbajos más oscuros de más abajo, toda una alfombra, todavía pegada al barco, pero bastante fácil de cortar o de arrastrar si aumentaba nuestro avance o si se llevaba la rastra más a popa. Aquella alfombra era una de las cosas más feas que me parecía posible contemplar. De vez en cuando, del lado del exterior de la alfombra carretadas enteras de aquel material filamentoso, ampollado y como de cuero, junto con pequeños grupos de cangrejitos y otros mariscos, se separaba e iba alejándose flotando con una lentitud que revelaba sin lugar a dudas que pese a todos sus balanceos, sus cabeceos y sus guiñadas, sus saltos y sus chirridos, el barco estaba casi estacionario en el agua. Pero la rastra había funcionado y seguiría funcionando. El casco se había liberado de hierbajos.

Alguien suspiró. Era Wheeler a mi lado, que no miraba al agua, sino a mí.

—Es verdad, ¿no, caballero?

Respondí con un susurro, ¡entre tanto viento y espuma, ruido, conmoción!

—¿Qué es lo que es verdad, hombre?

—Que están corriendo un riesgo, ¿no es verdad, caballero? Ha hablado usted con los oficiales, ¿no es verdad, caballero?

Aquel individuo me irritaba de forma insoportable.

—¡Por el amor de Dios, Wheeler! ¡Tendrás que aceptar lo que pase, igual que todos los demás!

Wheeler se marchó.

En el castillo de proa, el señor Gibbs se llevó la mano a la frente en gesto de obediencia al capitán y bajó. Pasó flotando lentamente a nuestro lado un bloque de hierbajos cortados.

Pero se acercaba el señor Brocklebank. Había avanzado con gran cautela y ahora ocupó el lugar junto a mi codo que acababa de dejar vacante Wheeler.

—Una escena digna de sus pinceles, señor Brocklebank.

—¿Está usted ofreciéndome un encargo, señor Talbot?

—¿Yo? ¡Cielo santo! La idea…

La señora Brocklebank, que había venido con su marido, me miró entre los pliegues de la manta de viaje.

—¡Señor Talbot, si hubiera menos movimiento, estoy seguro de que el señor Brocklebank, Wilmot, celebraría pintar su retrato!

¿Ha habido alguna vez una interrupción más tonta y absurda? No respondí, sino que miré hacia proa, donde se estaba decidiendo nuestro destino. Ello indicará lo preocupado que estaba, y de hecho lo tensos y nerviosos que estábamos todos los pasajeros. No sé lo que pensarían los marineros, pero después de todo son seres humanos y todos ellos tenían vidas que perder. De hecho, cabe juzgar mi propia preocupación por el dato de que preferí no hacer caso a la señora Brocklebank, pues ésta, cuando hacía buen tiempo, era muy guapa y yo había disfrutado con los pocos momentos de conversación que había tenido con ella. De hecho, en aquellos días remotos antes de que perdiéramos los masteleros… Pero no tiene importancia.

Había reaparecido el sobrecargo, que se había interpuesto entre el señor Brocklebank y yo.

—La verdad señor Talbot es que esos sinvergüenzas perezosos van muy lentos.

—Es posible, señor Jones, que no les agrade el posible resultado y que estén aplazando el mal momento.

—Están cargados de deudas y son unos disolutos. ¿Qué le puede importar a esa gente el resultado?

—¿No sangramos cuando nos pinchan?

—¡Explíquese, caballero!

El señor Brocklebank se acercó un poco más.

—El señor Talbot estaba haciendo una cita del Mercader de Venecia. No, no, señor Talbot. No conoce usted a las clases bajas como yo, que me he visto obligado a vivir entre ellas en alguna que otra ocasión. Está de moda hablar de la corrupción y de los vicios de la alta sociedad. ¡Caballero, eso no es nada al lado de la corrupción y los vicios de la baja sociedad! No debemos olvidar jamás que los viciosos siempre los tendremos con nosotros, como quizá haya dicho algún poeta. Incluso aquí, a bordo… Me han robado, caballero. Mientras yacía en el lecho del dolor…

Volvió a surgir la señora Brocklebank.

—Vamos, Wilmot, habíamos convenido en no decir nada del asunto. ¡Por lo que a mí respecta celebro que haya desaparecido!

Los marineros del cabrestante empezaron a darle la vuelta.

—¡Despacio!

Charles Summers estaba inclinado sobre la borda y contemplaba la rastra.

—¡Ahora más rápido!

Los marineros fueron algo más rápido. Las cuerdas que yacían blandamente en la cubierta se levantaron ahora de ella y desaparecieron sus distintas cadenas. Del barco, o del cable, o del cabrestante, o de todo ello junto llegaron chirridos y crujidos. Miré por el costado cuando la amurada se levantó del agua con su guirnalda de hierbajos y volvió a bajar. Se veía la rastra desde la cubierta hasta las hierbas. No parecía avanzar, pero levantaba chorros de agua. Se produjo una repentina confusión en torno al cabrestante. Los marineros se caían los unos encima de los otros. La rastra se movió.

He visto en pesadillas todo esto y mucho más que vendría después, no una vez sino varias. Y lo volveré a ver. En la pesadilla la forma es mayor y surge de forma terrible y temible. Mi espíritu en sueños teme, al igual que mi espíritu en vigilia teme, que una noche esa cosa surgirá y traerá con ella un cargamento de algas que sólo a medias oculte una faz. No sé qué faz y ya no oso seguir deteniéndome en la idea. Pero aquella mañana, entre el viento, el aire salado, el barco que se balanceaba y cabeceaba, vi con ojos bien despiertos, junto a la línea de flotación demencialmente inestable, cómo surgía en medio de las algas algo parecido a un occipucio. Alguien gritó junto a mi hombro, un grito horrible, masculino. Aquella cosa surgió, con una carretada de algas formando guirnaldas en torno a ella y sobre ella. Era una cabeza, o un puño, o el antebrazo de algo enorme como un Leviatán. Se balanceaba entre las algas junto con el barco, se elevaba, se hundía, volvía a elevarse…

—¡Retenida toda!

Ahora comprendo que se trataba de una orden absurda e innecesaria… Pues primero los marineros habían caído con el movimiento repentino de la rastra y después habían huido del cabrestante como si hubieran estado haciendo algo ilegal. Me dicen que los suboficiales utilizaron sus látigos y que todo el barco estaba sumido en la confusión, de un extremo a otro. Pero yo no vi nada de aquello. No podía mirar a ninguna parte más que a aquel terrible ser que surgía de las regiones ignotas. Su aparición borraba los inseguros «hechos» de las profundidades y parecía ilustrar por el contrario lo horriblemente desconocido. Por imposible que sea, pero con un barco que cabeceaba y se balanceaba, el mar estaba donde no podía estar y aquello se elevaba, negro y chorreante, por encima de mí. Después resbaló a un lado, dejó ver una superficie de alquitrán lleno de algas y de maderas, enorme, como la viga mayor de un edificio, se deslizó de lado y desapareció.