Salí temprano al combés, pues me habían despertado los gritos de cubierta:
—¡Corregir la banda avante! ¡Échale mano al motón, Rogers!
Y de proa llegó el grito de respuesta:
—¡De través toda bien despacio!
¡Allí estaba de nuestro lado de estribor! ¡El Alcyone! Estaba completamente desarbolado, los mástiles caídos a su costado, las blancas velas extendidas en el agua, los marineros halando y cantando. Se oían sus voces claramente por encima del agua.
—¿Dónde te has pasado el día, Billy, chico?
No sé cómo, nos pusimos a su costado. Nuestros marineros eran milagrosamente diestros en acortar velas.
—¡Arrastrar esos juanetes!
Sir Henry había escalado los obenques de lo que quedaba de su palo de mesana.
—¿Ve usted esto, Anderson? Mi condenado primer oficial nos ha jodido. «Bellamy», le dije, «acorte la mayor o nos vamos a quedar sin mástiles.»
¡Y estaba ella en cubierta con los brazos abiertos! ¡Por las mejillas le corrían lágrimas de alegría! ¡Vino hacia mí! Nos fundimos…
Era la señorita Granham. No llevaba corsé. Luché con ella, pero no pude escapar. No es de extrañar que los dos barcos estuvieran riéndose y yo sin ropas…
Era por la mañana y junto a mi litera estaba Wheeler. Tenía una taza de café en la mano.
—Está bastante caliente, caballero.
Me retumbaba la cabeza y tenía revuelto el estómago. Wheeler miraba modestamente hacia abajo, con buenos modales de criado. Abrí la boca para decirle que se fuera y después cambié de opinión. Me ayudó a vestirme, aunque me afeité yo solo. El movimiento era regular. Lo dejé para que me limpiase el camarote y fui hacia el salón de pasajeros. Estaba el señor Bowles. Pidió excusas por la no presentación del comité, aunque a decir verdad yo había olvidado que jamás se hubiera constituido aquel grupo. Dijo que el señor Prettiman tenía muchos dolores y el señor Pike estaba preocupado por el estado de sus hijas. Yo dije poco, y me limité a gruñir cuando parecía apropiado. Creo que el señor Bowles (hombre de cierta inteligencia que creo resultará útil cuando lleguemos a Sydney Cove) pareció comprender mis pocos deseos de hablar. Por él descubrí que me había perdido una operación interesante de marinería. Aquél fue el único motivo por el que lamenté haberme, por no andar con circunloquios, emborrachado como un idiota. Sin embargo, hubiera deseado seguir lo que el teniente Benét había logrado o había colaborado a lograr. ¡A la misma hora en que Oldmeadow y yo habíamos estado bebiendo él había hecho que se armara algo que jamás se había armado antes!
La tripulación había utilizado una «draga de proa a popa». Así habían eliminado sargazos de la «sombra de la quilla». El señor Benét lo había propuesto o inventado. Mi información es que era algo muy complicado. Había simultáneamente que «tesar y ligar» el cable y «frotar a proa y a popa», lo cual requería una auténtica orquestación de la compañía del barco a las órdenes de mi amigo el teniente Summers. Aquella información aclaró una observación que había hecho yo cuando estaba empinando el codo con Oldmeadow en el salón. Cuando miraba de vez en cuando por el ventanal de popa había visto, por lo menos en dos ocasiones, un montón de hierbajos oscuros (distintos de las algas verdes de nuestra línea de flotación) que daban vueltas y vueltas en nuestra pequeña estela. ¡Pensé, con algo parecido a la envidia, que si el señor Benét continuaba como había empezado acabaría la travesía al mando del barco!
Cuando hube asimilado toda aquella información del señor Bowles me sentí algo mejor, pero necesitaba respirar aire libre. En consecuencia, me puse el capote para ir al combés y después a mi puesto habitual junto al cairel de la toldilla. El barco parecía estar todavía festoneado de cabos, pero aquella vez sólo a proa. Había grupos de marineros con sus oficiales junto a un solo cable que se estaba tendiendo en el castillo de proa y aparejando con algo que creo se llamaba acolladores. La mención de un cable recuerda el género de cosa que se utiliza para atar el toldo de un almiar o un tejado que se está volviendo a techar. Pero esto era de tipo completamente distinto. Estaba lleno de nudos, curiosamente tejido y retorcido de forma que tenía un aspecto para el que sólo se me ocurre el término «dentado». Había acolladores a intervalos frecuentes, cada uno de ellos, según parecía, puesto a cargo de dos marineros. Cabe juzgar la dificultad de la operación cuando vi que significaba pasar aquel cable de un lado del barco al otro, pero bajo el bauprés y mediante la apertura de las troneras a ambos lados del combés. Aparentemente resultaba fácil bajar el cabo, pero nada fácil irlo pasando, y aquello era lo que estaban haciendo o tratando de hacer. El balanceo del barco no los ayudaba. Fui avanzando por el cairel de barlovento para estudiar la operación más de cerca, pero llegó de popa el señor Benét que se detuvo y me habló:
—¡Creo que no debería usted estar aquí, señor mío!
—Me iré cuando haya satisfecho mi curiosidad y dejado que el viento me extraiga las copas de anoche. Me propongo no volver a beber nunca.
—Qui a bu, boira.
—¡Maldita sea, señor Benét, habla usted francés como un gabacho! Eso es antiinglés. Pero volviendo al tema de las niñas de escuela…
—Ay, señor, no. Se lo ruego, señor Talbot. Abrigamos esperanzas de conseguir dos nudos más de velocidad, creo. ¿Se da usted cuenta de cómo la eliminación de los sargazos de las tracas de aparadura ya va cambiando las cosas? Yo digo que por lo menos un nudo, aunque el señor Summers no lo cree. Naturalmente, a mediodía lo sabremos. Es muy prudente, ¿verdad? El capitán Anderson está de acuerdo conmigo. «Por lo menos un nudo, señor Benét», me ha dicho. «Lo anotaré en el cuaderno.»
—Habrá que felicitar a usted.
—¡Antes de salir del servicio y consagrarme a las letras espero demostrar a la marina que la inteligencia no es algo despreciable, señor mío, y que la virtud no se limita sólo a los altos mandos!
—Hablando de virtud…
—Le ruego que no empiece, señor mío. Ya he padecido una fatigosa reiteración de lo que opina sir Henry a ese respecto. ¡Mi alejamiento de él es lo único que me consuela de mi alejamiento de ella!
El señor Benét suspiró. Yo continué diciendo:
—La señorita Chumley…
El señor Benét me interrumpió:
—¿Tiene usted hermanas, señor Talbot?
—No, señor.
El señor Benét no dijo nada, sino que se limitó a asentir gravemente, como confirmándose algo para sus adentros. Aquello, y la observación que había hecho, resultaba tan críptico que no hallé nada que decir.
—Y ahora, señor Talbot, creo que debe usted regresar al saltillo de la toldilla. Dentro de poco éste no será lugar para un pasajero.
Del castillo de proa gritó Charles Summers:
—¡Señor Benét! Cuando haya usted concluido su conversación tenga la bondad de regresar a sus funciones. Estamos esperando.
Volví atrás como pude y me aferré a la barandilla junto a la entrada al vestíbulo. La escena que tenía ante mí no resultaba tan entretenida como confusa. Parecía que Cumbershum se había hecho cargo de un lado del castillo de proa y el señor Benét del otro. Charles Summers estaba al mando de toda la operación. Aquella parte del barco estaba llena de marineros junto al cairel, todos ellos inclinados hacia afuera y dándome la espalda. Tuve la absurda impresión de que buen número de nuestros heroicos marinos estaban vomitando hacia el mar. Supongo que estaban agarrando el cable que serviría de rastra. Mientras yo contemplaba aquello, Summers gritó una orden:
—¡Soltar!
Los hombres que había junto al cairel se pusieron en pie. Benét y Cumbershum empezaron a dar gritos y sus grupos de marineros a moverse rítmicamente. No puedo describir con más exactitud lo que estaban haciendo, porque en aquel momento no lo comprendía. Ahora, pensándolo con perspectiva, creo que estaban moviendo la rastra con un movimiento pendular. No parecía que ocurriese gran cosa. Me di la vuelta y miré a popa. Aparentemente, el señor Smiles, el navegante mayor, tenía la guardia, con el joven señor Taylor de asistente. El señor Taylor parecía estar más apagado que de costumbre, y es posible que ello se debiera a que a una distancia no superior a una o dos yardas estaba el capitán junto al cairel de proa con las manos a la espalda y los pies muy separados. Contemplaba en silencio la operación desde la toldilla superior.
En el castillo de proa se produjo una repentina conmoción. Parecía que el grupo de Cumbershum se había caído de golpe, y se oían los juramentos que soltaba él cuando los marineros trataban de levantarse. Después se produjo una larga pausa. Aparentemente, se había perdido un extremo de un cabo necesario, de forma que la operación tenía que volver a empezar desde el principio. El teniente Benét discutía algo con Charles Summers, que no parecía estar muy contento. Me pareció que tenía el rostro, habitualmente curtido, más pálido que de costumbre, quizá por la ira. El castillo de proa se convirtió en una confusión de cabos y de motones en medio de los cuales los marineros hacían cosas que yo estoy convencido de que ellos comprendían perfectamente. Fue una larga espera. Me di la vuelta y subí a la toldilla, donde el capitán reconoció mi saludo, si no con amabilidad al menos sin una expresión abierta de mal humor.
—Buenos días, capitán. ¡Pero no creo que sea un día muy bueno! Dígame: ¿Qué está haciendo la tripulación?
Por un momento pensé que no iba a contestarme. Pero después abrió la boca y susurró algo. Observé que no se trataba de mantener un secreto, sino de la flema consiguiente a haber mantenido su morosa lengua inmóvil más tiempo de lo que permite la constitución humana. Se acercó al cairel, escupió al mar, volvió y se quedó a mi lado sin mirarme.
—Están aparejando una rastra.
¡Eso ya lo sabía yo! Pero parecía que habría que extraerle uno por uno los detalles de aquella interesante operación.
—¿Cómo pueden ustedes estar seguros de que las cuerdas estén lo bastante pegadas al casco? Debe de haber muchas zonas inaccesibles.
¡Sin darme cuenta le había abierto la boca!
—Efectivamente, las hay, señor Talbot, aunque la parte sumergida de un barco es de sección casi semicircular. Pero un oficial cuidadoso aplicará todo su ingenio a resolver esas dificultades. La rastra se puede sostener desde varias direcciones, no sólo de costado a costado, sino de proa a popa. El señor Benét ha propuesto un plan que creemos funcionará. El uso de una rastra en alta mar y cuando el barco está en marcha es muy desusado. De hecho, no sé cuántas veces se ha hecho antes. Pero en nuestras circunstancias… El señor Benét ya ha logrado eliminar sargazos de cerca de la quilla, cosa que considero extraordinaria.
—Ha ganado usted con el intercambio de oficiales.
El capitán Anderson me miró ceñudo un momento. Pero después me pareció que la invitación a continuar hablando acerca de su favorito era irresistible.
—Creo que el señor Benét está decidido a tenernos raspados tan limpios como cuando nos botaron, señor Talbot. Vamos a disponer de motonería de banda a banda y de proa a popa y eslingadas de los penoles. El señor Benét es un auténtico marino, señor mío, todo él hecho de cabos, motones y lona. El señor Benét no es uno de esos enamorados del vapor. ¡Nada de cables de cadena ni de cabos metálicos!
—Desde luego ahora mismo está utilizando muchos cabos. No sabía que el barco llevara tantos.
—¡Lo que no sepa hacer un capitán con buenos oficiales, cuerda, lona, perchas y una tripulación dispuesta es que no se puede hacer!
—Bien, capitán, no voy a discutir con usted. El señor Benét es un joven muy enérgico y debo tomar bajo palabra su opinión acerca de su capacidad marinera.
El capitán habló con auténtica animación.
—¡Irá muy lejos!
—En todo caso, habla en francés igual que lo hacen en París.
—Eso es natural, señor Talbot. Sus padres son emigrados políticos.
—Desde luego, su aspecto y su aire generales son muy agradables. Un pelo dorado y una tez que parece totalmente resistente a la sal… ¡Es un auténtico Adonis marino!
—Adonis. Ahora, excúseme, señor Talbot. Estoy ocupado.
¡Dios mío, aquel hombre se creía que me había dado congé!
—No permita que le interrumpa, capitán Anderson. Me interesa mucho ver lo que hacen.
Lo que hizo el capitán Anderson fue emitir una especie de gruñido en voz baja, darse la vuelta, avanzar un paso hacia el cairel de proa y agarrarlo con ambas manos, como si deseara arrancarlo y utilizarlo como una porra. Miró hacia la curva de amura, rugió al señor Taylor que chilló algo a los contramaestres, que contemplaron la curva de amura y después la bitácora, se cambiaron de lado el tabaco de mascar como un solo hombre y movieron la rueda del timón «un palmo», lo cual, que yo pudiera ver, no afectó en absoluto al barco. Continué observando la operación del castillo de proa. Avanzaba muy lentamente, e incluso el capitán abandonó al cabo de un rato y empezó a dar zancadas arriba y abajo del lado de babor de la cubierta, sin hacer caso de nuestros balanceos y nuestros cabeceos y supongo que de nuestros despalmes y arrumbamientos, de una forma que revelaba cuántos años se había pasado el hombre haciendo exactamente aquello mismo. Me pareció que era capaz, en caso de que el barco zozobrase (Dios no lo quisiera), de avanzar malhumorado hacia el costado mientras cabeceaba, seguir el movimiento y después ir a zancadas por la quilla, como si estuviese esperando a que el teniente Benét organizase una guindola con cabos, motones, perchas y lona para volver a enderezar el barco. Él y sus certidumbres se parecían mucho al desplazamiento de los cielos estrellados.
Por las escaleras subía el pequeño señor Pike. Tenía la cara bañada en lágrimas. El viento se las llevaba y sus ojos volvían a derramarlas. Vino a tropezones, cayó contra mí, se me agarró con ambos brazos y me lloró en el pecho. Susurraba:
—¡Phoebe! ¡Ay, mi pequeña Phoebe…!
—¡Dios mío! ¿Ha muerto?
El capitán se había detenido. Ahora se acercó rápidamente y contempló a Pike.
—¿Quién ha muerto?
—Dicen que está muriéndose. ¡Ay, mi pequeña Phoebe!
—Capitán, éste es el señor Pike. Phoebe es su hija. ¡Repórtese, Pike!
—¿Quién dice que está muriéndose su hija, señor mío?
Pike gimió e hipó.
—La señora Pike, capitán, y la señorita Granham.
—¡Vamos, Pike —dije—, ninguna de las dos es médico, y usted lo sabe! Ya le hablé de mis hermanos menores, ¿no? Siempre con heridas y…
—¿Qué quiere usted que haga yo en relación con su hija, señor Pike?
Pike se liberó de mis brazos, se tambaleó y se aferró al cairel.
—¡Si pudiera usted reducir algo el movimiento, capitán! Mire, es que las agota…
El capitán Anderson respondió con una voz que en él parecía amable:
—Es imposible, señor Pike. No puedo ponerme a explicarle los motivos, pero debe usted creerme cuando le digo que no hay fuerza en el mundo que pudiera disminuir el movimiento del barco.
Nos quedamos los tres en silencio. Pike se frotó la cara con una manga y después lenta y terriblemente se dejó caer hacia la cubierta de abajo.
Fue entonces cuando se me ocurrió la idea.
—¡Capitán!
Pero una vez más éste miraba hacia proa.
—¡Capitán! ¡Capitán! Nelson…
El capitán se dio la vuelta y con un verdadero resoplido pasó rápido a mi lado y desapareció por su propia y sacrosanta escala hacia su cámara, fuera de mi alcance.
—¡Qué diablos!
Porque la idea era acertada. ¡Lo sabía! Bajé rápido la escala detrás de Pike, corrí hacia la puerta de su camarote… ¡Y titubeé! No era típico en mí titubear, pero lo hice. Levanté la mano para llamar y después volví a dejarla caer. ¡Pero se trataba de una crisis terrible para la niñita! Abrí la puerta sigilosamente.
Su hermana yacía a un extremo de la litera, recostada sobre almohadas de granito. Estaba dando pellizcos a la cara de una muñeca de trapo y me miró enfadada. La señora Pike y la señorita Granham estaban inclinadas al otro extremo de la litera. Abrí la boca para explicar mi idea, pero no logré decir ni una palabra, pues la señorita Granham debió de haber oído o sentido algo. Porque se dio la vuelta… Casi dije que se volvió contra mí rápidamente y me miró a los ojos. Parecía haberse quedado en los huesos y tenía los ojos hundidos en las cuencas.
—Váyase, señor Talbot. No diga nada.
Fue una orden expresada con una voz helada que hubiera impresionado al propio Anderson. Vi que había cerrado la puerta con el brazo como si ya no fuera mío. Me dirigí cautelosamente al salón de pasajeros. Allí estaba el señor Pike bajo el ventanal de popa. Seguía gimiendo de vez en cuando, pero estaba calmado. Recordé al único hombre del barco en el cual tenía yo absoluta fe. Salí corriendo, avancé peligrosamente por la cubierta balanceante y agarré del brazo a Charles Summers.
—Charles, he de hablar contigo…
—¡Edmund! ¡Señor Talbot!
—La hija de Pike… Nelson…
—¡Señor Talbot, esto ya lo supera todo! ¡Vuelva a su camarote o haré que lo lleven allí!
—¡Charles!
Se soltó el brazo de un golpe y empezó con toda deliberación a dar órdenes.
Volví atrás, agarrándome al cairel de barlovento.
Sigo pensando que mi idea era acertada. Nelson, que padecía de mal de mer, solía dormir en un camastro colgado como una hamaca. A aquella niña le debían tender una hamaca, una hamaca de muñeca, y hubiera dormido tan cómodamente como el borracho del señor Gibbs en la santabárbara. Quizá le hubiera proporcionado aquel descanso que tanto necesitaba, quizá permitido que durmiera y así recuperase algunas fuerzas. Se me ocurrió repentinamente que si me dirigía al señor Benét… Pero ahora él estaba enredado en cabos y órdenes. Sin embargo, no regresé a mi camarote como me había ordenado Charles, sino que volví a esperar junto al saltillo para ver cómo marchaba la operación. Pero iba lenta. De forma que al fin me fui a mi conejera y me encontré con el inevitable Wheeler arrodillado en el piso con un trapo y haciendo como que enjuagaba el agua del mar, que inmediatamente se veía sustituida por más procedente del vestíbulo.
—¡Fuera, Wheeler!
Se me había olvidado mi acuerdo durante la borrachera y la orden se había convertido en algo habitual. En lugar de obedecerla, se puso en pie, trapo en mano, y se me acercó. Susurró:
—Se mueve más, ¿no es verdad, señor?
—Estás loco, Wheeler. ¡Ahora, vete!
—No puedo ahogarme, caballero. No puedo volver a hacerlo.
El hombre parecía estar en calma, pese a las bobadas que decía. No se me ocurrió nada que comentar y murmuré no sé qué. Así nos quedamos, él mirándome todavía a la cara como ansioso, quizá incluso como con esperanza. Pero ¿de qué valía «Lord Talbot»?
Sonó la campana del barco y se oyeron ruidos de todas partes: gritos y pisadas de botas, donde se estaba cambiando la guardia. Wheeler se dio la vuelta con un hondo suspiro y se fue. Hallarme impotente ante una necesidad tan clara, y por otra parte tener una idea realmente valiosa a la que nadie quería escuchar, ver que nuestro barco, más que romperse, se estaba descomponiendo, y encontrarme con hombres, Charles Summers, Wheeler, el señor Gibbs, que parecían cambiar como si en ellos estuviera actuando algo igual… ¡Todo lo que yo había previsto o planeado en aquellos remotos días en Inglaterra, cuando me informaron del empleo al que se me destinaba, parecía ahora como un «érase una vez» infantil, y ahora todo quedaba condicionado a superar aquel peligro presente y era muy probable que ese peligro lo anulara todo! Percibí ahora que aquel mismo empleo quedaría condicionado por un mundo al mismo tiempo más duro y más complicado de lo que yo había previsto.
Recordé con una especie de escalofrío que me recorrió como si fuera un cambio de tiempo lo que significaba «atortorar». ¡Lo que de hecho se proponía Charles Summers era atar el barco! ¡Utilizaría nuestros grandes cables como último recurso en una tentativa de impedir que las planchas se fueran cada una por su lado! ¡Los oficiales habían tratado de tranquilizarme con sus seguridades! ¡Habían mentido por algo que ellos creían una buena causa! ¡Estábamos en peligro mortal! Al cabo solté el aliento, me sequé la frente y me senté ante mi tablero. Tras un momento de reflexión, saqué este diario y lo hojeé, leyendo acá y allá como si pudiera hallar una solución a nuestras dificultades en las sabias palabras escritas por Edmund Talbot. ¿Estaría algún día este libro bellamente encuadernado y colocado en algún estante, en los estantes de mis descendientes, como el Diario de Talbot? Pero éste carecía de la forma accidental de narración que Colley y el destino habían impuesto al otro volumen. Yo había creído que podría, por así decirlo, centrarse en torno a las aventuras de Jack Deverel. ¡Pero exactamente en el mismo momento en que él podía aspirar a ocupar el centro del escenario había huido! Había desaparecido totalmente de este teatro y pasado a otro en el cual, ay, yo no podía seguirle. Además, este diario había constituido una relación dulce, pero dolorosa, de cómo se había enamorado el joven señor Talbot… ¡Pero al querido objeto de mi pasión me lo habían arrebatado de forma implacable, dejándome abandonado a los sueños y los versos latinos! ¡Todo lo que fuera continuar aquella relación, toda forma de que ésta fructificara, tenía que pender tan lejos en el futuro que sufrí un momento de pánico sin aliento por temor de que toda la relación fuera desvaneciéndose y no resultara ser sino el más somero flirteo tras una comida y un baile! Pero al mismo tiempo, que pensaba aquello, lo rechacé como algo indigno. En el mismo instante de aquella idea tan poco generosa resplandeció en los adentros de mi memoria la cara y la figura, el ser mismo de aquel objeto tan precioso (¡de aquel prodigio!) y lo devolvió todo a su auténtico lugar. Aquella última mirada que me había lanzado y sus últimas palabras susurradas… ¡Ah, no, era todo lo que yo había soñado! Pero al no recordar una fantasía poética, sino a una damisela real, que respiraba y sentía y hablaba, a una damisela de tanta inteligencia y esprit, no podía yo dudar de que seguiría un rumbo de consideraciones paralelas en cuanto a mi conveniencia, idoneidad, posibilidad, probabilidad… Tuve una visión pasajera de mí mismo por sus ojos, ahora que aquel joven que estaba tan evidentemente épris, y al que ahora ella veía tras de sí, abandonado en un navío zozobrante y desarbolado con rumbo a otra parte, fue una idea desoladora.
¡Además, lady Somerset había dicho que el intercambio de correspondencia podía interrumpirse cuando cualquiera de las dos partes lo deseara! Nadie se había comprometido.
¿Qué era lo que había previsto yo? Mi posición en Sydney Cove, un buen despacho en la residencia. Allí aplicaría aquel hábito de estudiar, aquel enfoque metódico que me haría dominar todos los temas por complejos y nuevos que fueran, ¡o al menos dominarlos más que ningún otro! ¡Y después, en la vida social que rodeaba a su excelencia, sería yo quien dominara sin esfuerzo cualquier tema, sin traslucir jamás que aquella seguridad era producto de horas de constante trabajo! Yo sería a su excelencia igual que Burghley había sido a la Reina Isabel.