(14)

Me despertó la debilísima luz que atravesaba mi persiana y yací durante un rato en un estado de sorpresa por mi restablecimiento. Supuse que, como dicen de una enfermedad, había «pasado lo peor», y que mi conmoción había terminado ya. Me sentí lleno de energía y decisión. Incluso me senté, a medio vestir, ante el tablero y escribí este relato que me duró toda una bujía: lo del señor Askew, el señor Benét, Charles, la señorita Granham y el señor Gibbs. Cuando terminé había tanta luz natural como era posible esperar en nuestro sórdido alojamiento y apagué la vela churretosa. Todavía me duraba el efecto de mi restablecimiento, pero no puedo decir que una vez vestido y encapotado, cuando salí cautelosamente a respirar el aire libre, hubiera mucho que ver que complaciera a alguien tan harto ya del agua salada. Era demasiada la que volaba por todas partes. Miré hacia arriba para descubrir si el capitán Anderson estaba andando a zancadas por la banda de barlovento del saltillo de popa, pero no se lo veía por ninguna parte. En su lugar, una figura revestida de hule me saludó con la mano desde el cairel de proa del saltillo. Llegó una débil voz en medio del viento:

—¡Oh, eh!

Era el teniente Benét.

—¡Hola! ¡Qué mañana tan mala hace!

—En seguida soy con usted.

Surgió Cumbershum de las entrañas del barco. Me gruñó algo y yo gruñí en respuesta. Con ese hombre no hace falta más. Ascendió al saltillo y la campana del barco sonó ocho veces. La ceremonia fue breve. Los caballeros trataron de quitarse los sombreros, pero llevaban suestes atados con los que ellos califican de «barbuquejos». Por lo tanto, su acto fue puramente simbólico, un llevarse la mano derecha hasta el nivel de las cejas. Los hombres que estaban a la rueda del timón pasaron el rumbo a los nuevos contramaestres. Benét bajó la escala. Se apoyó en el cairel de proa con ambas manos y se inclinó sobre él.

—Suba usted, caballero.

—Está usted animado esta mañana, señor Benét.

—Quizá sean apariencias.

—La separación, como estoy empezando a averiguar…

—Lo comprendo. ¡Wilson! ¡Atento al aparejo de mano, maldita sea! Bien, señor Talbot, he pasado toda la guardia ocupado con los dos versos que le cité y los he mejorado mucho. «Belleza esencial más amable que mujer, demasiado bella en forma y fondo para un pobre humano ser…» ¿No queda mejor?

—Yo no soy poeta.

—¿Cómo lo sabe, caballero? Me han dicho que lloró usted cuando cantó la señora East…

—¡Dios mío! Eran lágrimas… lágrimas sin motivo, y de dónde procedían, del cielo o del infierno… o qué… ¡además, me había dado un golpe en la cabeza!

—Mi querido señor Talbot. Una vez enfrentado con la necesidad de comunicar con el ser más sensible y más delicado… sólo la poesía establece ese contacto. Es el lenguaje de ellas, señor mío. Ellas hablan el lenguaje del futuro. Las mujeres han amanecido. ¡Cuando hayan comprendido que son las sílabas, y no la prosa, lo que debe caer de sus labios, las mujeres ascenderán esplendorosas como el sol!

—Me sorprende usted, señor Benét.

—¿La prosa? Es el discurso de los mercaderes entre sí, caballero, el lenguaje de la guerra, del comercio, de la administración.

—Pero la poesía…

—La proa basta para persuadir a los hombres, señor mío. Pero si nada más que ayer logré persuadir al capitán de que sería beneficiosa una pequeña alteración de rumbo. Si hubiera expuesto en verso al capitán que estaba equivocado…

—Me sorprende que siga usted vivo.

—¡No, no! ¿No advierte usted que nos movemos menos?

—Había creído que mi capacidad para mantenerme en pie e incluso sentirme animado era resultado de mi total recuperación.

—Nos hemos apartado una cuarta del viento y el aumento de nuestra velocidad, por leve que sea, compensa la distancia adicional. Pero la ausencia del Ser Amado…

—Se refiere usted a lady Somerset.

El teniente Benét se quitó el sueste y sacudió su dorada cabellera.

—¿Quién si no?

—Había supuesto —dije riendo— que podría usted estar pensando en otra…

—¡No existe otra!

—A sus ojos no, pero a los míos…

El teniente Benét meneó la cabeza con una sonrisa amable.

—No puede existir.

—Se me ocurrió que quizá hubiera tenido usted una oportunidad de formarse alguna opinión sobre el carácter de la señorita Chumley.

—No lo tiene.

—¿Cómo dice?

—No puede tenerlo. Es una niña de escuela, señor Talbot.

—La señorita Chumley…

—Yo no formo opiniones sobre quienes todavía van a la escuela. Es inútil buscar en ellas simpatía, comprensión o lo que sea. Son caprichosas como el viento, señor mío. Pero si mis propias hermanas seguirían a un casaca roja cualquiera si no las vigilara mi querida mama.

—¡La señorita Chumley ya no va a la escuela!

—Es guapa, eso se lo reconozco, amable y algo ingeniosa…

—¡Algo!

—Maleable…

—¡Señor Benét!

—Pero ¿qué pasa?

—El teniente Deverel está a bordo del Alcyone; es sabido…

Es un gallito, señor Talbot. No me gustó ese hombre, aunque lo he visto muy poco.

Me lo dijo el señor Askew; el señor Askew dijo que Jack el Hermoso…

—¡Al menos debo agradecerle que me haya permitido escoger este melancólico exilio!

—Pero, señor Benét, perdóneme. ¡Exilio! ¡Parece usted feliz! Su actitud habitual, sus mismos gestos… ¡Son muy animados, caballero!

El teniente Benét pareció asombrado y asqueado. Se volvió a poner el sueste.

—No puede usted hablar en serio, señor Talbot. ¡Feliz yo!

—¡Perdóneme!

—¡Si yo fuera lo bastante mezquino, señor Talbot, en estos momentos envidiaría su situación! Ama usted a la señorita Chumley, ¿no?

—Desde luego.

El señor Benét tenía la cara mojada, pero de la lluvia o de la espuma, no de lágrimas. Le caían los rizos dorados por encima de la frente. El catalejo que llevaba bajo el brazo parecía formar tan mecánica y profesionalmente parte de su carácter que cuando de pronto lo sacó y volvió corriendo al saltillo, era como si hubiera extendido otro miembro que hasta entonces hubiera mantenido doblado, como la pierna de un insecto. Lo dirigió hacia el horizonte. Dijo algo a Cumbershum y durante un instante los dos caballeros apuntaron sus catalejos paralelos y al mismo tiempo se las arreglaron para permanecer erectos de una forma que me pareció admirable. El señor Benét cerró su catalejo y volvió corriendo hacia mí.

—Un ballenero, señor Talbot. Nos evitaría aunque le hiciéramos señales de peligro.

—Pero, señor Benét, dijo usted algo de «mi situación».

—Claro, la carta, caballero. Había de entregársela yo, pero estaba usted indispuesto. Se la di a su criado.

—¡Wheeler!

—No… no. El otro. ¡Tú, torpe hijo de un cocinero! ¡Sigue atento al horizonte o haré que te arranquen la piel a tiras! ¡No has cantado esa vela!

Era un rugido muy parecido a los del capitán Anderson, pero salía de la garganta del teniente Benét. Había echado atrás la cabeza y se dirigía a la cofa de lo que quedaba de nuestro mastelero. Después se volvió y se dirigió a mí con su voz normal:

—Ese hombre es tonto. Ya volveremos a hablar, espero.

Me hizo un saludo levantando la mano y después bajó corriendo la escala, sin darme tiempo a devolvérselo. Yo fui a toda velocidad al vestíbulo y llamé a Phillips a gritos. Vino, y cuando le exigí la carta, se golpeó la cabeza con la palma de la mano y reprochó a aquel órgano por ser, como dijo él, un coladero. Pero yo había estado enfermo y él había estado con unas cosas y otras… Lo escuché impaciente y por fin lo envié a buscar la misiva, que tardó un tiempo considerable en encontrar. ¡Aquello me permitió anticipar los fabulosos tesoros que podría contener! ¡Habría una carta de la señorita Chumley escrita después del baile en una noche de insomnio! En una confesión de comunión más sincera que la mía me habría dado su diario. También sería más franco que el mío… ¡Que se había visto limitado por un sentido de decoro masculino! ¡Un relato de lo más conmovedor sobre la muerte de su amada mamá! ¡Una flor seca de los jardines de Wilton House, un dibujo deliciosamente torpe de su maestro de música, aquel anciano! ¡Ah, el optimismo y la fantasía de un joven enamorado! ¡Ese estado calienta todas las facultades, como el agua puesta en un puchero al fuego! Pero, pese al tiempo que le llevó, Phillips me trajo la misiva demasiado pronto y era pequeña, ligera, cara, y tan perfumada que inmediatamente reconocí con el corazón alicaído de qué se trataba. Pero, claro, ¿cómo podía haber sido yo tan tonto como para esperar nada más que una nota de la «más adorable de las mujeres», según el señor Benét?

Fui rápido a mi conejera.

—¡Fuera, Wheeler! ¡Fuera!

Desdoblé el papel y quedé inmerso en una oleada de perfume. Tuve que parpadear para quitarme el picor de los ojos.

«Lady Somerset saluda atentamente al señor Edmund Fitz H. Talbot. Lady Somerset accede a que se produzca un intercambio de correspondencia entre él y la señora Cholmondeley, sometida a la supervisión de lady Somerset. Supone, y el señor Talbot no podría desear más de ella, que el intercambio de misivas es entre conocidos y puede cesar o interrumpirse por deseo de cualquiera de las dos partes.»

¿Creía aquella mujer que yo no iba a escribir, con su permiso o no? Pero ya era algo… ¡y entonces! Ante mí en la litera yacía una hoja de papel más pequeña. Sin duda alguien la había metido doblada en el papel mayor. No tenía perfume, salvo el que había adquirido al contacto con el envoltorio más caro. Tontamente, y con un ardor que jamás habría sospechado en mí mismo, me la llevé, sin leer, a los labios. La desdoblé con dedos temblorosos. ¿Qué hombre o qué mujer cuyo corazón haya latido alguna vez con más rapidez al ver una comunicación de esa índole no comprenderá mi alegría?

Una jovencita recordará durante el resto de sus días el encuentro entre dos barcos y ruega que algún día puedan echar anclas en el mismo puerto.

¡Rapto de locura, hasta llegar a las lágrimas! No repetiré las promesas generosas, copiosas y espontáneas que surgieron espontáneamente de mis labios ante la idea de aquella querida y distante visión. Que lo entienda quien pueda. ¡Debe de haber sido el cenit de mi vida y yo no quería que fuera otra cosa!

Una jovencita recordará durante el resto de sus días… Había escrito —quizá con lágrimas en los ojos—. También había algo marcado al dorso del papel. Había yacido sobre otro mientras ese otro estaba todavía mojado por falta de arenilla. No era fácil leer aquellas palabras, pues estaban borrosas y no muy escritas. También había borrones. Me dio una sensación completísima y devota de hallarme a su lado. ¿Qué no habría dado yo por quitarle la tinta a besos de sus bellos dedos? Tome el espejo, hice un ángulo con él y contemplé lo que estaba escrito. La mente tenía que restablecer una palabra entera a partir de una letra y un borrón, ¡adivinar el sentido con una pasión rara en la erudición! Por fin distinguí lo que sin duda era la primera línea. «De escasa virtud, y defectos muchos.» (Hube de deducir que el término «virtud» era plural. No pensaba que la señorita Chumley hubiera escrito algo tan impropio de su sexo y su edad como un comentario sobre la «virtud» de una dama.)

De hecho decían cuán frívola era.

Si al lado veía algún caballero

lo consideraba caído del cielo.

Y si…

Aquí el manuscrito se volvía totalmente ilegible. Pero era un fragmento encantador de aquella mano. ¡Juro que mi primera opinión fue la que del propio Pope no podría haberlo hecho mejor que aquellos versos suavemente satíricos! ¡Podía oír su voz y ver su sonrisa! Ella, al igual que el teniente Benét, era una aficionada a la poesía. ¿No había dicho Benét que la Musa es el camino más corto que lleva al corazón femenino, o algo así?

No sé si oso describir lo que ocurrió entonces. ¡Yo, que siempre me he considerado, y por desgracia con razón, como persona dada a la prosa! ¡Y, sin embargo, ahora, y sin más problema, pero con una sensación que me calentaba las orejas, casi de vergüenza, me alisté también en sus filas! ¡O lo intenté! Era el camino más breve hacia su corazón, ¿y qué otra cosa podía hacer en un barco perdido en esta inmensidad de millas, este océano de tiempo, esta separación de todo lo que hace que la vida sea… tolerable iba a decir, de no ser porque ahora tenía este extraordinario motivo para vivir? Para vivir. Me llevo la mano al corazón y declaro que el movimiento mismo de las planchas bajo mis pies, prueba de nuestro lento peligro, no provocó en mí más que impaciencia ante las trivialidades que ahora se interponían entre mí, el objeto de mis deseos y yo.

Pero mi única experiencia con la Musa, como dirían, era en latín y en griego, versos elegiacos, quintetos y sextetos, como decíamos nosotros. Sin embargo (me sonrojo condenadamente ante el recuerdo, pero hay que decir la verdad) e incluso ahora tengo una sensación confusa de que fuiste tú, mi querido, mi inteligente Angel, quien causó el que escribiera este diario. Me saqué el capote, me senté a mi tablero, di varios besos a su misiva y me puse (permítaseme hacer la confesión) a escribir una Oda a la Amada. ¡Ah, sí, el señor Smiles tiene razón! ¡Estamos todos locos! Es cierto, yo soy testigo de ello, que no la poesía, sino la tentativa de la poesía es un sucedáneo, aunque pobre, de la presencia del ser amado. Yo me había elevado por encima de mí mismo y veía las cosas claramente como si estuviera en la cima de una montaña. Trátese del Dios de Milton o de la Dama de Oscuro de Shakespeare y su todavía más oscuro Caballero… Trátese de Lesbia o de Amaryllis o, el diablo se lo lleve, de Corydon, el Objeto eleva la mente a una esfera en la cual sólo lo irracional del lenguaje tiene sentido. Y así, medio avergonzado, con sensación de absurdo total, pero de auténtica necesidad, contemplé el blanco papel virgen como si en él pudiera encontrar al mismo tiempo un alivio y una realización. Ahora lo examino con sus pobres huellas de una auténtica pasión: esos borrones y esas tachaduras, esas enmiendas, alternativas, laboriosas anotaciones sobre frases cortas y largas, sugerencias a mí mismo o a ella, ¡todo ello, en su incompetencia para quienes lo comprendan, constituía mi auténtica poesía de pasión!

Candida por «blancura». De hecho, un aire de blancura la rodeaba, como un halo, el entorno adecuado de una muchacha inocente cuya belleza es visible para los otros, pero no todavía para ella misma. Candida, ah, nada más blanco… Candidior lunâ, pues, una luz para mí, mea lux vector es un pasajero, no, no, nada tan polvoriento, tan aburrido, puella, nympha, virgo, ¿no es también nymphe?

¡Y así, de repente, de la nada, me llegó un hexámetro!

Candidior lunâ mea lux O vagula nymphe!

Pero ¿no es nymphe una novia? No importa. Después Pelle mihî nimbos et mare mulce precor. Llegó el pentámetro de repente, pero no me gustaba, no era armonioso, era áspero y monótono. Marmora blanditiis…, mejor, y después:

Marmora blanditiis fac moderare tuis!

No: moderare mihî!

De manera que ya tenía un hexámetro y un pentámetro, lo que cabría calificar de pareado elegiaco. Aquel esfuerzo pareció agotar no tanto mis conocimientos de latín como mi capacidad inventiva. Tras rogar a la señorita Chumley que se hiciera cargo de los mares parecía que le quedaba poco por hacer, salvo…

No. ¡No iba a tocar aquella inocente imagen con la más mínima sugerencia de un deseo físico!

Si alcanzamos tierra, y si en algún momento del futuro releo este libro, ¡si lo releemos juntos, o deseo mirífico! ¿Creeré que lo que ahora escribo es la pura verdad? Pues hasta que me eché atrás y relajé la tensión producto de mis esfuerzos poéticos no recordé que el latín no figuraba en la lista de conocimientos con que me había favorecido la señorita Chumley. ¡Había de ser inglés o nada, pues mis conocimientos del francés no bastaban para la poesía!

Brillante cual luna, errante doncella,

¡Tu encanto te hace en la mar mi estrella!

Al escribir en inglés, mis primeros esfuerzos de crear poesía lírica parecían dar un resultado más bien magro. Yo había leído mucha poesía en una tentativa de comprender un aspecto de la vida que me parecía cerrado por la extrema racionalidad de mi cerebro y por la frialdad de mi temperamento. Había ido acumulando los poemas de otros hombres y los había «ido estibando», como decimos los lobos de mar, como si bastara con una mera cantidad de versos para mi objetivo. Ahora, ante mi primera visión de su objetivo y su fuente verdaderos me veía reducido por el destino a ir juntando con engrudo los elementos de una lengua muerta, cuando la única útil era una lengua viva. El efecto se advertía claramente en aquellos versos en latín. Ahora comprendía verdaderamente los límites impuestos a mis tareas que había aceptado con tanta despreocupación y sin ningún verdadero propósito de enmienda…

«No, no, señor Talbot. Esos versos están construidos conforme a las normas, pero Propercio jamás los habría escrito.»

Basta de normas. Ahora comprendía muy bien que la poesía es una cuestión de hechizo. Es una locura, pero una locura divina.

¡Ella es quien hace las luces brillar!

Es imposible, es absurdo, pero eso es lo que ocurre, es como la voz clara e ineducada de todo joven idiota a quien le ha caído un rayo, a quien se le han anulado, borrado todas sus convicciones anteriores, ¡y añadamos por fin, como último de la lista, a Edmund Fitz-Henry Talbot, MAGISTER ARTIUM!

Era evidente que mi vena poética se había agotado. Hasta entonces no hice otro descubrimiento que me provocó una risa idiota. Había pedido a la señorita Chumley que fuera en la mar mi estrella, cuando la pobre chica estaba todavía más indefensa que yo contra el mal de mer. ¡Ella por su parte hubiera podido dirigir mejor sus líneas a sir Henry! Volví a estudiar su hojita de papel y rápidamente me aprendí de memoria su sencilla frase. Le di la vuelta y releí las pocas palabras que había laboriosamente reconstruido yo.

Mis ojos tropezaron con otras palabras. Éstas no estaban emborronadas. Habían quedado (y como para eludirme volvieron a desaparecer) impresas en la página, impresas a través de otra página anterior por una punta de grafito o de plata, a lo cual se debía que sólo resultaran visibles cuando se sostenía el papel en un cierto ángulo.

Ha dejado el barco y yo

¿Quién había dejado el barco? Las únicas personas que habían dejado el barco eran Wheeler… ¡y Benét! ¿Era… podía ser él… había sido él…?

Benét era atractivo. Era mucho más atractivo que yo, era un poeta… Sus cabellos… su tez clara… su agilidad…

Una muchacha impresionable, maleable, ¡y sin más perspectivas que las que le ofreciera el matrimonio!

Me puse en pie de un salto. ¡Era pura imaginación! ¡Nada más! Sin embargo, y antes de que yo abandonara y olvidara este lamentable episodio, había una persona que podía arrojar luz sobre la situación. Fui rápidamente al combés. Las nubes habían desaparecido y el nuevo rumbo del señor Benét significaba que el barco avanzaba con dificultades, pero de forma más regular. El horizonte era de un azul denso y recortado por todas partes en pequeñas curvas, como con un par de tijeras de uñas. El propio señor Benét acababa de volver de «comer un bocado» y estaba junto al palo mayor, hablando con un marinero. El barco parecía estar enguirnaldado de cables, cabos, acolladores, sobre todo en el castillo de proa, pero también más acá. El señor Benét terminó su coloquio, se dio la vuelta, me vio y vino al saltillo de popa con su habitual carrera ágil. Parecía radiante de felicidad.

—Todo va bien, señor Talbot. Pronto podremos experimentar con la rastra y después de eso iniciar el atortoramiento del señor Summers.

—Señor Benét, deseo hablar con usted acerca de un asunto grave.

—Bien, señor mío, estoy a su servicio.

—Dijo usted que era todavía una niña de escuela…

—¿De verdad? Lo siento, señor Talbot, pero no puedo pensar más que en la rastra, si usted me comprende. ¿Estábamos hablando de alguna de mis hermanas?

—No, no.

—¡Ah, ya me acuerdo! ¿Me había usted preguntado lo que opinaba de la joven Marion, no? Caballero, es totalmente inmadura, igual que todas. Es una chica juguetona, lo reconozco. Mire, de hombre a hombre —y en ese momento el teniente Benét echó una breve mirada en su derredor antes de continuar—, si la pequeña Marion no hubiera retenido a su «tío», como han convenido en que llame a sir Henry, con un ruego acerca de la marcha del navío (creo que quería que desplegáramos menos velamen), no me importa decirle que me hubiera hallado mucho más cerca de que me detectaran in flagrante delicto de lo que ocurrió.

—¡Lo sabía! ¡Lo comprendía! ¡Una relación criminal!

—Estaba acostumbrada a mantener cave por nosotros.

Llegó lo que cabría calificar de un rugido moderado desde la escala que llevaba a la cámara del capitán. El teniente Benét lo contestó con igual animación y prontitud con que me había respondido a mí:

—¡Inmediatamente, mi capitán!

Se llevó la mano a la frente, hizo lo que se está convirtiendo rápidamente en una especie de «saludo que emplear en alta mar», y después, con su agilidad animada de costumbre, se fue corriendo por la cubierta inclinada.

Yo también había levantado la mano. El pedazo de papel que contenía el mensaje de la señorita Chumley se me escapó de entre los dedos. Subió revoloteando y se quedó agitándose en los obenques. Con una pasión salvaje decidí dejar que se fuera, ¡que se fuera, que se fuera! Pero sin que nadie se lo ordenara, un marinero dejó a un lado su lampazo, trepó por el palo con tanta rapidez como podría haberlo hecho el señor Benét y me devolvió el papel. Le di las gracias con un gesto y me quedé allí, papel en mano. ¿Cómo había creado yo un fantasma de la nada? ¿Cómo se había convertido el fantasma en lo más importante del mundo entero? Me estaba llevando a mí, a un hombre cuerdo y calculador, a cometer actos de absoluta locura: hacer versos, arrancar verdades ingratas a personas como el teniente Benét; ¡pero (y fue una nueva gota de veneno en la combinación) igual podría ella estar enamorada de ese hombre y él no saberlo en su tonta obsesión con una mujer lo bastante mayor para ser su madre!

—¡Fuera, Wheeler! Maldita sea, hombre, ¿es que tengo que tropezarme constantemente contigo?

—Sí, señor.

—¡En todo caso, Phillips debería atender a esta parte del vestíbulo!

—Con todo respeto, no, señor. El primer oficial dijo que como habíamos convenido, Phillips y yo podíamos seguir igual que antes, dado que era usted el que había cambiado de camarote.

—¡Te estás volviendo demasiado impertinente para mi gusto!

Salí de golpe del camarote, casi me di de cabeza contra el palo de mesana y llamé a gritos a Phillips. Pero era innecesario, pues éste avanzaba lentamente por el vestíbulo hacia el salón, con una escoba.

—Phillips, puedes volver a mi servicio.

El hombre se quedó mirando al salón un momento.

—¿Puedo hablar en confianza, caballero? Es donde se murió, caballero.

—Hombre, por Dios santo, en un barco tan viejo deben de haber muerto hombres por todas partes.

Phillips asintió lentamente, reflexionando.

—Pero, caballero, es que el señor Colley sabía latín.

Tras aquello se llevó la mano a la frente y se fue del salón con su escoba. Me quedé sentado, pensativo. Cada vez era más evidente que el señor Smiles tenía razón. Un loco más. Wheeler era otro. Me pareció en verdad que muy posiblemente yo sería un tercero. El horizonte me hizo una mueca y desapareció. ¡Tenía la sensación de estar verdaderamente loco! También yo «sabía latín» y quizá fuera la larva de Colley que se cernía sobre el barco como un olor fétido la que constituía el motus de nuestra absurda caída en la fantasía.

Llamé a gritos a Bates y me hice servir otro coñac. Después volví a comer carne fría, y una vez más, como si fuera un obrero que come su bocadillo del mediodía bajo un arbusto, retuve la carne a costa de mancharme de pepinillos incluso los pantalones. Llegó Oldmeadow, el joven oficial del Ejército, a compartir aquella comida conmigo y recuerdo una confusa conversación que tuvimos acerca del sentido de la vida. Se embriagó totalmente, el pobre, pues no tenía tanta resistencia como yo. Cuando por fin lo ayudé a volver a su conejera, ambos nos caímos. Me cuidé una rozadura en un codo en mi propia conejera durante algún rato («puedes irte, Wheeler») y no objeté cuando empezó a ayudarme a acostar. Sin embargo, un poco cargado de bebida, inicié con el hombre una conversación durante la cual elucidó el misterio de su deseo de permanecer en mi camarote. No había delatado a Billy Rogers, pero la gente de proa creía que sí. Se lo «cargarían» si no se quedaba con los caballeros. Naturalmente, era un error. No, no lo habían tirado por la borda. De hecho, había resbalado y perdido pie. No acusaba a nadie. ¿Y creían los oficiales que el barco iba a hundirse? Entre unas cosas y otras no sabía muy bien qué hacer…

Me irrita mucho pensar que, dada mi achispada condición, no me comporté con la circunspección que debería emplearse en los tratos con todos los criados, salvo los más fieles y de confianza. Incluso hice una especie de trato: ¡Podía «seguir» conmigo, siempre que me dijera la verdad de lo que había ocurrido con Colley! Lo aceptó en el entendimiento de que su información no se revelaría a nadie mientras él estuviera en el barco. Aquella información era de tal índole que no me propongo consignarla en este diario.